Sí, se ubicó bien señor, señora o quien fuere, Córdoba y Julio era un lugar histórico por excelencia, existía en el fundo una casa de dos plantas, balcones del siglo XIX a la calle. En ella habitaron Juan Pujol y su esposa Josefa Bedoya, familias distinguidas del patriciado correntino, como se denominaban entonces, sabido es que la familia Bedoya era una de las más ricas de la ciudad y la provincia toda.
Ese lugar histórico de pronto es elegido como destino del asiento del Banco de la Nación Argentina, construcción que aprovecha las piedras de Mercedes Corrientes que arribaban en convoyes en el tren General Urquiza, antiguamente del Nordeste Argentino.
Cientos de años de historias desaparecieron por obra del progreso, en el terreno quedaron sólo instalados los espíritus y los recuerdos, sus balcones dejaron de mirar a los peatones y carruajes que transitaban en su alrededor.
Como ocurre en tantas demoliciones, más aún en el siglo XX los peones eran los encargados de derribar los viejos paredones, techos, albercas, baños de pozos ciegos y tantos otros testimonios históricos, que se refugiaron en las tinieblas del olvido, triste y sencillo.
Entrada una tarde los viejos camiones trasladaban los restos de la demolición hacia las zonas bajas de la ciudad, previo saqueo de rejas, puertas, ventanas, pisos de madera y cuanto elemento componía la estructura. Un grupo de peones que no superaban los cinco, andaba medio misterioso siseando entre sí, los demás los observaban con desconfianza, el capataz encargado de la obra, ante la ausencia casi permanente del ingeniero y el arquitecto, los vigilaba con cautela.
Hacían lo posible para retardar su tarea, que el pico no servía, la pala se rompió el mango, etc., puras justificaciones y conjeturas, la hora de salida y cierre de la obra era precisa, al golpe de un triángulo que oficiaba de campana cada cuál guardaba sus herramientas, juntaba sus pertenencias y luego se retiraban cansados de la larga jornada bajo el abrasador sol de la ciudad. La zona quedaba en el centro, mediaba el siglo XX, por eso al capataz le resultó raro que el grupito dudoso ralentizara su salida, se preguntó para sus adentros qué estarán tramando estos perdularios a mí no me engañan, quieren hurtar herramientaso algún objeto de la casa, lo que sea lo voy a descubrir.
Sin dejar de controlar que los demás se marcharan, procedió a cerrar el portón con llave, sin vacilación alguna se dirigió al quinteto desde una distancia prudente de más de diez metros, exhibió su poderoso revólver 38 largo y para mayor intimidación exhibió un facón de regular tamaño de empuñadura de plata.
-Bien-, dijo, -no me trago sapos porque no me gustan, que está pasando señores, qué ocultan porque me parece extraño que un carro de cuatro ruedas esté hace más de media hora esperando no sé qué, el conductor ya fumó unos seis cigarros y está muy nervioso.
Los interpelados entre desconfiados y asustados se miraron entre ellos, sin soltar las herramientas, guardaron silencio. El capataz tomó el toro por las astas. Larguen las herramientas ya ordenó imperativamente sacando el revolver de seis tiros caño largo blanco, en la otra mano el facón que con la caída del sol lanzaba destellos viboreando en el aire.
El grupo se miró entre sí asintiendo, el más letrado sin moverse del lugar tiró el pico, los demás siguieron su ejemplo. Hecho esto expresó: -vamos a negociar patrón, uno más en el reparto no hace daño-. El interpelado quedó atónito, -de qué carajo hablas, qué reparto-. El obrero ni lerdo y menos perezoso contestó: -del tesoro que encontramos, si se enteran los demás estamos listos, o nos matan o nos roban todo, si interviene la autoridad usted sabe patrón que el tesoro se pierde en el camino como ocurrió tantas veces, denos su palabra de honor de respetar el pacto y se le mostramos, de lo contrario mátenos nomás porque no le vamos a decir dónde está-. El reclamado miró un poco hacia el vacío pensando, posteriormente exclamó: -y yo cómo me aseguro que ustedes cinco no me liquidan y me entierran en la obra y adiós mi existencia-. El lenguaraz del grupo sin moverse, rechazó la teoría. -si lo matamos, cosa que dudamos porque usted ko tiene armamento y nosotros no, se va alborotar el avispero y todo se pierde, nos conviene a todos ser socios, guardar silencio y como dice mi madre, anciana sabia por demá, no muestren la leche porque todos quieren. No jefe vamos en partes iguales, total dividir en cinco o en seis nos deja satisfechos a todos, eso sí, por iguales a mirada de buen cubero, si hay discusión tiramos a la suerte una moneda, qué le parece, dando nuestra palabra de honor de respetar el pacto-. Aludido, entre dubitativo y ambicioso, aceptó. Se dieron la mano.
Para no despertar sospechas llamaron al carrero y comenzaron a colocar maderas y escombros en el carruaje, los mirones, chismosos y otros del gremio pensaron que era una tarea normal, fuera de hora pero normal, -se habrán retrasado- expresó el más sabio de los cotillas, apuntando la vista a otras viviendas al estilo de cámara de vigilancia vecinal desde su cómoda silleta en la vereda.
Los obreros condujeron al capataz hasta las letrinas del fondo, destinadas a la servidumbre y esclavatura en su momento, pozos negros que no fueron cerrados con la instalación de cloacas y agua corriente a comienzos de siglosimplemente cubiertos con placas de cemento, un peligro para todos.
Al levantar uno de las tapas la oscuridad apareció siniestra como el hoyo mismo, pero la sorpresa del encargado fue mayor cuando observó que habían colocado un tirante que atravesaba el agujero del pozo, además estaba sostenido por cadenas enterradas atadas a postes cercanos dejados en pie adrede, del tirante colgaba una escalera de hierro forjado desecho de la obra, atada con cadenas y piolas. Uno de los obreros atado a una cuerda con una cincha, alumbró con la linterna de cinco elementos, bajó encendiendo lámparas a kerosene que colgaban de las cadenas, maravillosamente el fondo mostró sus entrañas ennegrecidas, mugrientas y nauseabundas, pero al costado del pozo se advertía una cueva o cámara en el muro del pozo, tenía puertas de madera podrida en parte, mostraba además el resultado del forzamiento que realizaron los descubridores. Uno de ellos acomodó el cartel que mostraba una calavera roja que indicaba peligro, derrumbe.
El que bajó ató un cofre de dimensiones bastante grande de hierro con remaches, con una cerradura antigua, aseguró con la correa que llevaba al efecto, pidió otra para asegurar la carga y la embolsaron con una lona gruesa, rodearon de alambre de fardo grueso tomando todas las medidas de seguridad para no perder la carga.
Mientras esto ocurría sombras extrañas merodeaban el lugar, chillidos, mugidos, gritos, susurros tenebrosos ocupaban el espacio auditivo.
Sacaron el cofre de hierro y taparon el pozo retirando los elementos cuidadosamente, los faroles, la escalera fue a parar al fondo con algunas cadenas. Desde ese profundo oscuro un aullido rompió la noche, los asistentes quedaron helados, pero siguieron su faena.
Sobre una lona con los faroles alrededor abrieron el contenedor, joyas y monedas encandilaban la codiciosa vista de los seis. Formaron el reparto lentamente, alguna que otra discusión hubo, se resolvió como se pactó. Todos armaron un paquete como mochila, con alguna madera y algún pedazo de hierro, así lentamente fueron saliendo de la obra. Pactaron que todos volverían a trabajar, porque sería muy sospechoso que desaparecieran de pronto, nada de emborracharse, ni mostrar la riqueza y no hablar bajo pena de muerte.
Todos al día siguiente afirmaron que sombras negras lo acompañaron a sus domicilios, emitían gemidos, ruidos raros. Cada cual escondió como pudo su botín.
En el curso de la obra el capataz, tres días después,ordenó rellenar los pozos negros. Uno de los beneficiaros no se sabe cómo, al levantarse la tapa del pozo donde sacaron el tesoro, empujado por una fuerza extraña que aterrorizó a los presentes, fue a parar al fondo, quedó muerto atravesado por el hierro de la vieja escalera. El encargado ordenó extraer el cuerpo con los elementos de seguridad necesarios y lo hicieron. La policía cuando llegó después de varias horas se encontró con el cadáver, la escalera y el pozo repletado de arena; la explicación fue sencilla, se resbaló durante el trabajo de ocluir ese peligro, todos coincidieron así que un muerto más o menos, accidente y listo.
Otro de los obreros inexplicablemente murió cuando un cabo de acero, que arrastraba un tronco pesado de quebracho, se cortó y le arrancó la cabeza.
Después de esto los cuatro sobrevivientes renunciaron al trabajo, afectados por esas muertes adujeron.
Sus vidas no fueron buenas como supondrán, los dueños del tesoro, los espíritus, buscaron venganza; el capataz se mató ingiriendo veneno, los otros tuvieron muertes horribles, murieron gritando y rezando a cuanto santo conocían, entretanto escuchaban carcajadas que resonaban en sus casas, sólo escuchadas por el que sacó el tesoro.