Una provincia que estaba a salvo hasta ese momento de la fiebre amarilla que azotaba al país, era Corrientes, pero aquí también llegó con todo, causando estragos y miles de muertos, entre ellos el propio presidente de la Legislatura Pedro Igarzábal. Las poblaciones más castigadas fueron San Luis del Palmar, Bella Vista, San Roque y la capital de la provincia. El 10 de diciembre de 1870, procedente de Asunción del Paraguay, llegó al puerto de Corrientes el vapor Taraguy, trayendo la noticia de que la epidemia de fiebre amarilla progresaba a pasos agigantados en la capital paraguaya. El gobernador, coronel Baibiene, estaba ausente. El vice gobernador alquiló un pontón para el cumplimiento de la cuarentena. El 14 de diciembre de ese año se comprobó el primer caso, cuando se enfermó el conocido comerciante Amadey, quien falleció el 16 de diciembre de 1870. El presidente del Tribunal de Medicina, doctor Juan de lsos Santos y el secretario doctor José Mendía, aconsejaron establecer una zona de aislamiento, distante por lo menos media legua de la ciudad capital, en una isla ubicada hacia el sur de la provincia. El 7 de enero de 1871, la campana de alarma conmovió a la ciudad cuando anunciaba que doña María Latorre de Cabral murió víctima de la fiebre amarilla.
A fines de enero de 1871 se contaban ya más de 200 muertos por la epidemia y en febrero los decesos alcanzaban ya 500. El 11 de febrero falleció el gobernador delegado Pedro Igarzábal. La provincia estuvo sin gobierno hasta que un vecino con agallas, Gregorio Zeballos, adoptó la enérgica resolución de entrar por su cuenta en el despacho gubernamental y hacerse cargo por sí y ante sí, de la autoridad en carácter provisorio, hasta tanto regresara el gobernador titular, que estaba en la guerra combatiendo contra López Jordán.
El flamante cementerio de San José, como se lo conocía en sus comienzos, en la actual Plaza La Cruz y aledaños de la Iglesia La Cruz, se colmó con rapidez aterradora de cadáveres. Faltaban sepultureros, no había coches fúnebres, se cavaban amplias fosas comunes. En total murieron 2500 de los 11.000 habitantes que ese entonces tenía la capital de la provincia. El terror se adueñó de la ciudad y todos sólo pensaban en fugarse, siendo Santa Ana, San Luis del Palmar y Cáa Catí los lugares elegidos por la gente que escapaba de la ciudad.
Había pocos médicos, destacándose en su acción Los doctores Juan Ramón Vidal, Francisco Javier Puig, De Maza, Carlos Fossati, que falleció en cumplimiento del deber y José MendÍa, que eran ayudados por otros tres facultativos que llegaron a fines de enero: los doctores José De los Santos, Tiburcio Gómez Fonseca y Alberto Fainardi. Cabe destacar el papel de un núcleo de jóvenes heroicos, que tomaron a su cargo la dura tarea de cuidar a los enfermos, entre ellos dos estudiantes de medicina que hace poco habían llegado de Buenos Aires a disfrutar sus vacaciones. Eran Luis Baibiene, de 20 años y Carlos Harvey, de 19, que murieron luchando contra el flagelo.
Del primero escribió Goyena; “Era Baibiene un joven reposado y sesudo, convencido de la seriedad de la vida, lleno de cordura y dignidad y profundamente agitado por el deseo de propagar la buena doctrina y convertirla en hechos.” De Harvey dijo Estrada: “Lo conocí hace dos años entre mis discípulos del Colegio Nacional. Perteneció a un curso brillante que no trillará estérilmente las sendas del trabajo, compitiendo en nobles lides con el arrebato meridional de Estanislao Zeballos. La última vez que hablé con él, se iba a pasar las vacaciones al lado de su familia. Ahora ya no le veré más, pues descansa en la eterna profundidad.”
En la actual Plaza La Cruz, hay una estatua del Dr. Juan Ramón Vidal, en su homenaje y a todos los médicos caídos en la epidemia de fiebre amarilla de 1870. Especialmente los 3 de diciembre, Día del Médico se realiza un merecido y sentido homenaje a los médicos caídos en el medio de la Plaza La Cruz. Algunos turistas toman fotos de la estatua y preguntan detalles del hecho histórico. Pocos de los numerosos paseantes que habitualmente pasan por allí saben de la estatua en homenaje a los médicos caídos y porque se erige en medio de la plaza.
La fiebre amarilla
Pero veamos, qué es la fiebre amarilla: Es una enfermedad viral transmisible causada por un virus que es transmitido por el mosquito Aedes Egipti y por mosquitos selváticos. Es prevenible y curable. Existen dos formas de transmisión. Selvática y urbana. Se transmite de un primate a un individuo sano, a través de dicho insecto. Carlos Finlay, un sabio cubano, postuló que el mosquito era el transmisor de la fiebre amarilla. La medida de prevención más efectiva reconocida es la vacunación, la cual brinda protección por 10 años. Los síntomas son, fiebre alta repentina, piel y mucosas amarillas y manifestaciones hemorrágicas y sangrado espontáneo de mucosas. El color amarillento es debido a una ictericia por destrucción de los glóbulos rojos. Se la llama “vómito negro” por la aparición de un vómito constituido por bilis y una sustancia negra que es sangre modificada por los ácidos del jugo gástrico. Como se podrá apreciar, es un panorama totalmente desolador por todo lo que se presenta en forma conjunta, Y la medicina en esa época no estaba muy avanzada por lo cual eran muy pocos los que podían salvarse de la fiebre amarilla.
En Corrientes Capital especialmente causó estragos, habiendo mas de 2.500 muertes en poco menos de dos años. Los cementerios colapsaron y muchos cuerpos debieron ser trasladados a un cementerio nuevo porque los otros, más pequeños, no daban abasto para recibir a tantos cadáveres como secuela de la fiebre amarilla. La zona actual de la Plaza La Cruz y y la iglesia homónima, fueron cementerios desbordados cuyos cuerpos debieron ser trasladados al actual cementerio San Juan Bautista. Pero no todos los cadáveres fueron trasladados, muchos quedaron, por distintos motivos y aún hoy están en la Plaza La Cruz, olvidados quien sabe donde. Todavía se pueden ver algunos espíritus y almas errantes, vagando en algunas circunstancias, buscando su lugar de paz en el plano astral. Los vecinos de las zonas mencionadas ya están acostumbrados a extraños fenómenos y apariciones, especialmente en otoño e invierno, por las noches.
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Especial para El Litoral