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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

La meritocracia como cultura de la igualdad

La meritocracia es objeto de un rechazo atávico entre los progresistas. De hecho, suelen pensar que el mérito está en las antípodas de la igualdad: una sociedad meritocrática castiga a los vulnerables, mientras recompensa a los ya privilegiados. Pero estamos, en realidad, ante una alquimia conceptual. El ideal meritocrático moderno es parte integral del paradigma de la igualdad, dice Julio Montero, filósofo, politólogo y premio Konex a las Humanidades, en Clarín.

En el orden medieval, las perspectivas de vida de las personas estaban totalmente determinadas por su origen. La meritocracia surgió cuando el ethos igualitario burgués barrió de un golpe esas estructuras fosilizadas.

En la medida en que las oportunidades de los individuos, incluyendo su acceso a cargos, posiciones y roles sociales, ya no podían depender del pedigree, el mérito personal se instaló como el criterio más democrático para administrar el progreso entre iguales.

La cultura del mérito tuvo un impacto altamente progresivo en materia social. Si realmente queremos que el éxito dependa sólo del esfuerzo, debemos igualar las situaciones de partida de todos. 

De otro modo, las circunstancias de crianza se convertirían en nuevas barreras estamentales. Este es el axioma que los liberales cristalizaron en su famoso principio de igualdad de oportunidades, bajo el imperativo de una educación pública de calidad de alcance universal.

A la inversa de lo que se supone, el mérito también es crucial en el ideario socialista. 

Marx repudiaba a capitalistas y banqueros, porque se enriquecían sin esforzarse ni producir. En sintonía con su planteo, los socialismos reales acuñaron el mito del héroe proletario: un trabajador abnegado que explota al máximo sus talentos en beneficio de la comunidad. Todavía podemos verlo en las manifestaciones pictóricas del arte socialista.

En su caso, por supuesto, la recompensa no era monetaria; se operativizaba en celebraciones simbólicas, como la entrega de condecoraciones a quienes alcanzaran récords de productividad.

Naturalmente, el mérito no es el único valor, ni siquiera el más importante. Los derechos humanos, pilar de las democracias constitucionales, son universales e inalienables. Por eso, en la medida de lo posible, toda persona debe gozar de acceso seguro a alimento, vivienda, educación y salud al margen de sus logros y elecciones o del modo en que use su humanidad.

Pero convertir la anti-meritocracia en la causa de los pueblos es una maniobra profundamente regresiva. 

Cuando se destruyen los incentivos al talento, el arte, la cultura y la innovación científica se estancan; las sociedades se vuelven también más pobres, la calidad de los servicios públicos se deteriora y queda menos para repartir.

Así se acaba por revertir la pulsión igualitaria que arrasó al mundo feudal. 

En rigor, la ola anti-mérito abona el retorno a un orden estático sin movilidad social ascendente, signado por la ignorancia y la miseria generalizadas. ¿Será la utopía del progresismo un neo-feudalismo post-industrial?

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