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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Los temerarios argumentos del caso Vicentin

En un momento tan particular de la vida en comunidad el Gobierno nacional sorprendió con un anuncio tan inesperado como polémico. Las derivaciones son difíciles de predecir. El debate sigue abierto. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

residente comunicó formalmente, en los últimos días, una cuestionable decisión. Esta vez fue el turno de un conocido grupo económico del interior del país, de larga trayectoria en el sector primario.

Como suele suceder en esta polarizada sociedad, rápidamente, unos y otros tomaron postura con efusividad y se pusieron del lado del mostrador que mas cómodo les resultaba en función de sus preferencias partidarias.

Los seguidores del oficialismo aplaudieron a rabiar considerando absolutamente imprescindible hacerlo ahora. Es un poco raro observar este fenómeno, porque unas semanas antes nadie hablaba de esto y de repente pasa a ser algo no solo urgente, sino esencial para el porvenir de la Nación.

En el arco opositor ocurrió algo similar, ya que sin mediar demasiado estudio surgió con enorme potencia un contundente rechazo visceral casi automático, que parece más instintivo que demasiado reflexivo.

Lo cierto es que la discusión está al rojo vivo. Ya han opinado los más prestigiosos juristas, pero también lo hicieron los productores agropecuarios, periodistas, economistas y obviamente también los políticos.

El hecho en sí mismo tiene múltiples aristas para su abordaje. El comportamiento de los directivos, las vinculaciones con los diferentes gobiernos, hasta su elocuente malas praxis, pueden ser aspectos interesantes para investigar y obtener más elementos de evaluación.

En esta clase de asuntos, los infaltables fanáticos del pragmatismo no se detienen a la hora de hacer conjeturas ya que entienden que no se trata de una cuestión filosófica, sino de la necesidad de actuar enérgicamente.

Sin embargo, es vital tomarse el tiempo suficiente para analizar pormenorizadamente la secuencia de selectivos alegatos que utilizan los gobernantes cuando encaran este tipo de retorcidas determinaciones.

No hacerlo puede constituirse en un gigantesco error que las comunidades luego terminan pagando muy caro. Los prejuicios y cierta inocultable carga de resentimiento contra ciertos personajes pueden llevar a avalar medidas que luego se vuelven en contra de intereses propios y cercanos.

Las justificaciones de hoy y su aval incondicional podrían repetirse nuevamente. No habría razones entonces para invalidar lo que en algún instante pareció razonable. La excepcionalidad, es un astuto modo de habilitar peligrosos mecanismos que pueden luego reeditarse a demanda.

Por eso no hay que leer la noticia por arriba y quedarse con su eventual impacto coyuntural, sino que vale la pena mensurar los efectos secundarios que trae consigo y lo que podría implicar en el largo plazo.

En el inicio de la alocución oficial, el primer mandatario aseveró textualmente que habían “tomado una serie de medidas que tienen el propósito de rescatar a la empresa”. Dicho así puede sonar hasta simpático.

Si consideramos específicamente las palabras prudentemente seleccionadas diera la sensación de que se refiere a un proceso breve destinado a brindar un ocasional apoyo a esa compañía con una participación estatal transitoria que luego posibilitaría volver a la normalidad.

Un rescate jamás tiene como finalidad apropiarse de algo, sino solo sacarlo de una zona de inminente riesgo para luego restituirlo a su fase original sin cambiar su naturaleza.

Esta idea del salvataje tiene muy escasa sintonía con el gesto de enviar un proyecto de ley de expropiación al parlamento. El vocablo expropiar habla por sí solo. Quitar la propiedad no es un requisito para evitar un mal mayor, sino que denota una intencionalidad opuesta a todo lo antedicho.

Las dificultades financieras, el delicado estatus actual de la empresa y las dudas sobre circunstanciales maniobras no alcanzan para respaldar este proceder. Hacerlo sería abrir la puerta a miles de idénticas situaciones.  

Lo de la “soberanía alimentaria” es otro desquicio. Un país que produce el equivalente a más de diez veces lo que consume anualmente lejos está de apelar a semejante semblanza. Sus problemas de pobreza tienen otra explicación y esta payasada no solo no los soluciona, sino que los agrava.

El actual relato gubernamental presenta, así, numerosas contradicciones que no hacen más que aumentar las alertas. Es genuino entonces pensar que asoma una sospechosa potestad de aplicar este esquema discrecional para cualquier otra oportunidad que aparezca en el escenario.

Si la idea solo fuera “garantizar continuidad” como se explicita en la conferencia, existe un sinfín de herramientas mucho menos intrincadas para conseguir esa meta que, aun pareciendo loable, termina promoviendo modalidades extremadamente heterodoxas.

Nadie presta demasiada atención al trasfondo de tan complejo panorama, cayendo en cierta dosis de ingenuidad o bien ignorando deliberadamente la línea argumental por la que se apostó sin miramientos.

Hacer caso omiso a los planteos utilizados en el discurso y a los instrumentos jurídicos involucrados es un error de magnitudes incalculables que traerá consigo consecuencias que muchos minimizan sin sentido.

Es evidente que existe un plan superior que excede, largamente, a todo lo que se ha conocido públicamente hasta aquí. Las dimensiones de ese proyecto son imposibles de pronosticar dado el hermetismo de la estrategia.

Es posible que solo sea un pícaro intento de hacer negocios personales, o tal vez de la ambiciosa pretensión de interferir en el comercio internacional del país, manipulando precios, pero no se debe descartar tampoco el delirio ideológico de convertir al Estado en productor de alimentos.

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