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La responsabilidad individual en la era de la covid-19

En épocas en las que las críticas señalan a los gobiernos, vale la pena reflexionar sobre el impacto de las actitudes ciudadanas en la contagiosidad y letalidad de este flagelo. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Los demagogos de siempre se han dedicado durante décadas a prometerle a sus votantes una protección paternal infinita. Desde esa mirada conceptual desarrollaron diversos discursos para alimentar esta creencia y replicarla.

La gente aceptó esta oferta con enorme beneplácito para convertirla luego en un eterno “derecho adquirido”. Los dirigentes no solo podían proponer ideas en esta dirección, sino que ahora esta premisa se constituiría en un ineludible requisito para cualquier candidato con aspiraciones.

No es un fenómeno reciente. Solo se ha extendido como un proceso evolutivo en vertiginoso crecimiento. Cada aspecto de la vida en comunidad fue agregado al menú, según fueron transcurriendo los años.

Lo que antes era el corolario natural del esmero y el esfuerzo personal, ahora solo es parte de una larga nómina de beneficios que el Estado “moderno” debe otorgar graciosamente a cambio de absolutamente nada.

Aquella escalada civilizatoria que pretendía abandonar la ley del más fuerte para dar paso a la creación de un sistema de justicia y de seguridad ecuánime capaz de asegurar que nadie avasalle los derechos esenciales del prójimo, se fue convirtiendo, poco a poco, en este festival del disparate.

Gracias a esa distorsionada visión, hoy los que gobiernan tienen la potestad de utilizar los recursos disponibles para brindar fuentes de trabajo, viviendas para los que precisen, educación para todos, salud para cada habitante y cuanto ocurrente dislate contemporáneo se les ocurra.

La multiplicación de demandas comunitarias fue progresiva pero no espontánea. Fue la misma casta política la que, dueña de una inventiva fabulosa, planteaba imaginativas áreas de interés sobre las cuales avanzar.

Montaron una parodia en la que para financiar cada aventura serían los mismos beneficiarios las víctimas tributarias de esos desatinos. Con un retorcido discurso los manipuladores crónicos convencieron a la mayoría de que este esquema sería más equitativo y que sería un puñado de ricos los que abonarían el costo de esos flamantes derechos.

Jamás fue así. El desconocimiento de la economía real y una perversa concepción confluyeron para dar nacimiento a ese “Estado elefantiásico” incapaz de resolver lo vital y menos aún de cumplir sus ridículas promesas.

Así las cosas, mientras se convive con ese desquiciado paisaje, llegó la pandemia. La sociedad reaccionó con los estímulos de siempre. Apuntó al gobierno y le exigió soluciones mágicas. Clamó por vacunas, medicamentos y presupuestos inviables, pero sobre todo, por ese orgulloso rol de guardián que militan. Ahora debían proveer protección a prueba de lo que sea.

Los líderes de turno, a pesar de estar algo asustados ante lo desconocido, se entusiasmaron con esta magnífica oportunidad de demostrar sus teorías. 

Se rodearon de expertos y desplegaron su juego preferido. Concentraron poder, repartieron dinero inexistente y monopolizaron la atención.

Lo cierto es que hoy, casi con el diario del lunes, pero con esta calamidad aún demasiado vigente, queda bastante claro que los pretendidos “héroes”, solo eran ídolos de barro y que realmente no pueden resolver nada de esto.

Con diferentes estrategias, con sus matices de restricciones, cada nación atraviesa esta catástrofe sanitaria, económica y social con estadísticas muy parecidas, a veces agravadas por condiciones preexistentes, pero casi nunca algún éxito es el emergente de una acción gubernamental atinada.

Es que al final del día, la propagación de este virus depende de la postura de cada individuo. No son los gobiernos los que diseminan la tragedia. A lo sumo pueden complicar las cosas cuando toman nefastas determinaciones.

El coronavirus plantea, como en casi cualquier situación, el dilema entre libertad y responsabilidad. Las probabilidades de adquirir la enfermedad dependen, en buena medida, de una inexorable impronta personal.

Muchos no tienen más opción que exponerse, ya que para sobrevivir deben circular, mientras otros teniendo la alternativa de ser prudentes hacen pésimas elecciones infectándose como producto de su desidia y negligencia.

Cualquiera puede contagiarse. No es lo mismo andar sin tapabocas y abrazándose a mansalva que recurriendo al sentido común, pero cualquiera puede cometer errores en la cotidianidad y descuidarse en un instante tocándose la cara sin lavarse las manos previamente. Nadie esta exento de esos desaciertos, pero si se siguen los protocolos más básicos, las chances son evidentemente menores.

Va siendo hora de asumir que la dinámica de este presente depende más de la conducta individual que de los gobiernos. Hacer las cosas bien a título personal garantiza mejores resultados que ninguna política estatal.

La ciencia hará su parte. Los especialistas trabajan contra reloj para ofrecer mejores tratamientos, menos traumáticos y más eficaces. Las múltiples variantes de vacunas que se investigan llegarán a algún puerto, pero mientras tanto es la responsabilidad individual la mejor herramienta para superar este difícil momento de la humanidad.

Los amantes de la libertad deberían tener claro que su ejercicio conlleva responsabilidad. Para disfrutarla hay que estar dispuesto a hacerse cargo de las consecuencias de las decisiones. Cuando se dejen de buscar culpables allí donde no están, se reclame a los demás por el respeto irrestricto a la vida propia, y se ejerza con inteligencia esta bendición de ser libre se podrá sobrellevar este complejo trance minimizando el daño. 

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