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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Los que detestan a las empresas alcanzaron su meta

Tanta persistente prédica finalmente ha dado sus frutos. Una sociedad que se dedica a hostigar a los empresarios recibe inexorablemente su merecido cuando su anhelo de destruir a los que emprenden empieza a concretarse. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Este fenómeno dejó de ser una novedad. En todo caso, el peligroso cóctel que se ha ido engendrando encontró un detonante en esta crisis sanitaria, que aceleró un proceso que ya venía ocurriendo gradualmente.

No es esta una apreciación subjetiva, sino que lo indican los estudios más serios, esos mismos que sostienen que una inmensa mayoría de los ciudadanos en estas latitudes desprecia a los empresarios.

No importa si son nacionales o extranjeros, aunque ese sentimiento negativo se incrementa cuando los personajes son foráneos, tomando mayor vigor aun cuando los protagonistas provienen de naciones del primer mundo especialmente si son “americanos” o europeos.

Una extraña mezcla de vergonzosa xenofobia, resentimiento congénito y envidia visceral configura el perfil de estos “odiadores” seriales que caricaturizan a sus enemigos como individuos de frac que en una mano llevan un habano refinado y en la otra un portafolio repleto de billetes.

Bajo esa parodia los imaginan como seres siniestros, sin escrúpulos, capaces de esclavizar a sus empleados y deshacerse de sus inversiones sin pudor alguno. Los sindican como inhumanos, despiadados e insensibles, pero sobre todo como egoístas.

Claro que algunos son canallas de pura cepa, pero también los hay en el periodismo, la ciencia, en la política o la religión. Pese a que es un error quedarse con ese aspecto sesgado, ante cada rufián que encaja en el perfil insisten en suponer que el resto seguramente es igual.

Esa visión ha hecho daño, pero no ha sido casual, ya que fue alimentada por gente rencorosa, que se siente molesta ante la prosperidad ajena y su imposibilidad de triunfar. Habrá que decir que también fue promovida por intereses ideológicos descarados cuyo blanco predilecto es el capitalismo.

Hoy, con el diario del lunes, podemos ver sus catastróficas derivaciones. Esa hostilidad discursiva se ha convertido en una catarata de regulaciones que atacan a los emprendimientos. Con la lupa puesta en evitar los supuestos abusos y “cuidar” de los más vulnerables de sus brutales métodos, nacieron ridículas leyes que sólo desalientan cualquier iniciativa.

La normativa laboral es cada vez más agresiva con quien decide apostar con lo propio. Los pleitos judiciales, ante cualquier conflicto, son casi siempre favorables a los trabajadores. El corolario de esta “protección” a los más débiles sólo logra que los empleadores desistan de la idea de convocar a nuevos colaboradores y recarguen todas las tareas en los sobrevivientes.

La creciente presión impositiva, esa que saquea al que produce, no sólo funciona como un inexplicable castigo para quien invierte, sino que invariablemente se traduce en una suba de los precios a los consumidores generando un perjuicio indeseado a quienes procura defender.

Inflación descontrolada, infraestructura decadente, inseguridad jurídica elocuente y un clima de negocios espantoso completan este dramático cuadro que solamente invita a retirarse del juego lo antes posible.

Los que pueden aun huir físicamente lo hacen, aunque a veces se conforman con que sus recursos emigren, especialmente, hacia aquellos destinos donde emprender es una virtud y no un pecado.

Demasiada gente que no ha comprendido que sin empresas no hay empleo, ni recaudación de impuestos. Así, los gobiernos se quedarán sin fondos y el “Estado presente” que fascina a los “pseudoprogresistas” desaparecerá.

La infantil idea de que los gobernantes se pueden financiar emitiendo dinero artificial sin feroces consecuencias es falaz. Los que creen que pueden vivir de crédito en crédito también están equivocados.

Subyace, en estos atacantes crónicos de la empresarialidad, un indisimulable espíritu autoritario. Sólo pretenden que un individuo arriesgue su capital y lo ponga al servicio de sus disparatadas aspiraciones. Por eso presionan para que la legislación obligue a ese sujeto a hacer con lo suyo lo que ellos desean. En definitiva, lo que quieren es someterlo sin pudor.

Obviamente, esa perversa lógica aplica exclusivamente para “otros”. Cuando los interlocutores de estos dislates deben seguir similares reglas recuerdan rápidamente el valor de la propiedad privada y de la libertad para decidir sobre su patrimonio.

Cuando los productores, comerciantes e industriales ahorran en otras divisas los acusan de especuladores, pero si ellos mismos acuden a la ilegalidad para hacerlo en una escala menor se amparan en la imperiosa necesidad de proteger su poder adquisitivo. Es así como aparece el doble estándar clásico de la patética progresía contemporánea.

Ahora deben estar muy contentos. Se les ha cumplido el sueño. Sus enemigos claudicaron y se empiezan a ir. Cansados de tanto maltrato llevarán su talento, su riqueza y sus ansias de progreso a otros lugares donde los reciban con los brazos abiertos. Esas comunidades disfrutarán de mayor empleo, más competencia y mejores precios para sus habitantes.

Esta ya no será jamás la sede de esos crápulas explotadores e individualistas. Aquí sólo reinará la decadencia y la mediocridad mientras los indigentes se multiplican. Después de todo, la pobreza no radica en la escasez de bienes, sino en la mirada miope de académicos e intelectuales, pero también en la cruel actitud de una clase política miserable.

Hasta que la sociedad no entienda que, para desarrollarse precisa de una vigorosa, diversa y entusiasta jauría de empresarios, que solo se consigue con un clima amigable con los negocios, que facilite oportunidades, nada bueno ocurrirá en esta patria que, en otros tiempos, supo ser el faro que sedujo a millones de inmigrantes para construir aquí su versión del paraíso. 

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