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Retrato vivo de Francisco Madariaga

Por Rodrigo Galarza

Especial para El Litoral

Nació en Buenos Aires en 1927 y falleció en la misma ciudad en 2000. Residió en la provincia de Corrientes hasta los quince años de edad rodeado de esteros, lagunas, palmeras salvajes y los gauchos más arcaicos que aún quedan en la Cuenca del Plata. En este escenario pasó su infancia marcado por el idioma guaraní, que nunca dejó de hablar. Viajó a Buenos Aires para completar sus estudios y residió allí, alternando con largas temporadas en el campo, sin perder nunca el contacto con Corrientes.

***

Francisco Madariaga siempre estaba llegando de algún lado, de alguna región de infinito; lo veías llegar como recién desensillado, aún con el hálito de la lejanía en su rostro, persignado con un rezo de patos y espartillos, recién bautizado con agüita mansa del estero.

Su voz grave de urunday duro y esbelto cedía a veces a la delicadeza de las “palmas salvajes que tienen hijos que retornan al viento”.

No se equivocó el irrepetible e interminable Girondo al decirle cuando lo conoció que tenía pinta de comisario de campaña. Había algo de esa rectitud en sus ademanes corporales que de pronto cedía a lo que realmente era: una elegancia en el trato y en el modo de estar, pura gallardía de antiguo hidalgo español.

La primera vez que lo vi fue a fines de la década del ochenta en un encuentro de escritores realizado en el Jockey Club de Corrientes. El mismo congregaba a escritores de la región y del país como parte de los festejos de los cuatrocientos años de la fundación de la Ciudad de Vera. Recuerdo que Oscar Portela (el organizador del evento) lo presentó y que casi sin mediar palabras Madariaga empezó a leer poemas de la entonces reciente antología poética La balsa mariposa.

En aquel primer contacto con la poesía de Madariaga, mis dieciséis años se vieron desconcertados, atropellados por esas caballadas lilas. ¿Quién era ese jaguareté que devoraba todas las lunas que apenas había logrado domesticar con mis anárquicas lecturas? La columna de su voz se expandía: “Oh candoroso embriagado entre loros, / entre isletas subiendo hasta el nivel de la colina, / canta en tu boca el canto ardiente de otra boca, / y cuando la sangre sube hasta tus ojos es / porque están quebradas todas las fulguraciones del sollozo en tu pecho”.

Años más tarde (acaso siete u ocho) tuve la suerte de acercarme a la obra de otro poeta fundamental de Corrientes, Jorge Sánchez Aguilar, quien además de brindarme su amistad me alentó a que le enviara a Madariaga mi poemario Diluvio en la memoria. Y así hubo un diluvio de emociones al recibir la primera carta de puño y letra del “puma americano”, como alguna vez le oí decir al escritor y traductor Gustavo Sánchez Mariño.

Tras otros esporádicos intercambios epistolares pude asistir a algunas lecturas que realizó en Corrientes o bien a algunas presentaciones de sus libros. En una ocasión en que, junto a otros escritores, cenábamos en la parrilla El Quincho y ya con las fulguraciones de los malbec en el pecho, se oyó de pronto (sin que advirtiéramos que iban a tocar) los acordes de “La calandria”. El rostro de Madariaga se llenó súbitamente de los “colores de Gauguin”. Retiró un poco la silla, se puso de pie y largó un sapucay breve como un chicotazo; luego, volviendo en sí se acomodó la chaqueta gris que llevaba y se sentó.

En otra reunión, alrededor de un locro citadino, nocturno y bien regado por el púrpura, Francisco le hizo una pregunta en guaraní al poeta Oscar Portela, quien tras quitarse la pipa sartreana de la boca y como si tratara de una sentencia de Nietzsche, respondió en castellano: serio y pensativo. El poeta de Yaguareté Corá sonrió un poco y me dijo: no puedo lograr que me diga algo en guaraní, él sabe, pero no quiere largar. 

La noche del locro se hizo larga y amena. Se habló mucho de Corrientes y de poesía. Francisco me preguntó por los palmerales de Palmar Grande que queda cerca de Caá Catí, si los mismos eran mayoritariamente “yataí” o tipo caranday o pindó. Coco también recordó muchas anécdotas vividas en la casa de Oliverio Girondo, entre ellas mencionó que Alejandra Pizarnik siempre aparecía con una rosa en la mano; además hizo referencias a otras vivencias menos susceptibles de ser reproducidas aquí.

La última vez que lo vi fue en un recital que dio en la Feria del Libro de Buenos Aires. Aunque estaba ya enfermo, incluso impedido para caminar, la fuerza de su voz me llegó nítida, capaz como siempre de producir “encantamiento”. Ese que todavía siento no solo por su obra sino por el privilegio de haberlo conocido. Esa forma y tono de decirme “usted” incluso en algún momento de libaciones… en que me pidiera que lo acompañara a casa mientras el lazarillo iba también oreado.

Mi gran alegría y devolución por todo lo que me dio su poesía y el breve pero intenso trato personal con él fue hacer desembarcar (mejor dicho desensillar) su poesía por primera vez en España a través de una antología que elaboré para la editorial Pretextos.

¡Salud, poesía y libaciones!

Criollo del universo

El blanco océano gira en 

    [mi corazón

mientras canta el otro océano de

plata amarilla, 

que se desprende de las 

    [aguas del sol.

Ya es muy tarde para ser sólo 

    [de una provincia, 

y muy temprano para pertenecer, 

todo, 

al planeta del venidero y 

    [sangrante

resplandor.

Oh, acude a mí, a mi jerarquía 

    [de peón del planeta, 

gaucho con trenzas de sangre, 

           mi padre, 

y ensíllame el mejor caballo 

    [ruano del universo: 

para atravesar el agua de oro 

    [de la muerte, 

y escucharme, 

todo, 

siempre en ti.

El blanco océano solloza 

    [por la inmortalidad.

Lluvia en las Pirquitas 

a Leonardo Martínez

Va a seguir siendo mía la lluvia         [cuando yo muera,

todo va a seguir siendo mío,

el trueno conservará intacto 

    [su sonido casi negro,

y el árbol a orillas del corral 

    [gozará con ese trueno,

mientras el olor a presencia 

    [de la tierra en la lluvia

será el mismo olor de mi ausencia.

Así le sucede y le sucederá a todo lo que es pertenencia del planeta.

Entonces, a no gemir, mi lejano         [palmar, 

    [cuando yo muera,

porque somos un pormenor 

    [de presencia 

    [de lo inmortal.

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