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La cadena

Por Enrique Eduardo Galiana

Moglia Ediciones

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”.

La sorpresa, el miedo, la revolución o quizás la invasión de la ciudad por quien fuere era motivo de huir lo más ligero posible, sin mucho peso a fin de evitar retrasos. Los objetos de valor quedaban a resguardo en lugares ocultos con una señal que solo quien escondía sus pertenencias conocía, muchas veces no volvían. 

En la esquina de San Martín y Santa Fe, antes de la construcción actual, existía una casa grande de varias habitaciones, paredes de treinta, ladrillos de barro sin argamasa. En una de las habitaciones estaba una argolla llamativamente extraña, que los precarios que ocupaban la pieza en la casa usaban para colgar sus ropas.

Un curioso porteño un buen día ingresó a la habitación, pidió que no lo molestaran porque tenía paperas y estaría unos días en autoencierro, apareció con un pañuelo que le daba vueltas la cabeza, abultado en uno de los lados de la cara. Para ir al baño, que era común y quedaba en el fondo, esperaba que entrara la noche, avisaba a sus vecinos inquilinos quienes se guardaban bien en no salir por miedo al contagio, con fuertes voces. Iba con una bolsa de tierra que echaba en el pozo negro del baño. Ni bien terminaba de usarlo, un ocupante de la casa se encargaba de desinfectar el lugar con creolina y algo de alcanfor. No había otra, había que evitar el contagio.

El hombre encerrado siguió el rastro de la argolla ceñida a una cadena, la cadena seguía la pared y se introducía en el piso, necesitó las herramientas más fuertes, para eso había traído un pico y palas a sus efectos. Prendía la radio en horario de mayor ruido en la casa y a trabajar. 

Sacó dos ollas llenas de monedas de oro y plata que, aferradas a la cadena, no querían desprenderse del lugar. Las llenó de tierra, apisonó el lugar, cargó el entierro en una carretilla que también formaba parte de su ardid, esperó la noche fría que congelaba los huesos de julio, casi agosto ya, avisó que iba al baño, puso tierra sobre el tesoro, sus herramientas, alguna ropa sucia, lió con trapos la rueda del transporte se dirigió a la puerta por la galería y si te he visto no recuerdo. 

Se había enredado con la hija de la dueña de casa, porque era pintón, en realidad era la única que lo había visto bien. Pasaron los años, viajando por Buenos Aires, Capital, la mujer un buen día se encontró con un mendicante en la estación Constitución de trenes, para su sorpresa lo reconoció, era el porteño que le juró amor y desapareció dejando un desastre la pieza y rastros de haber sacado un tesoro. -“No te conozco”- alcanzó a decir, sin que nadie le preguntara. Ella con infinita tristeza le indicó, -“Sos Pedro, no me engañas, ¿qué hiciste con el tesoro?” -“¿Qué tesoro?, te equivocas”-, contestó el hombre. Un policía se acercó y preguntó qué pasaba. -“Nada”-, respondió la mujer. El pordiosero se levantó y se dirigió a un edificio de propiedad horizontal, tomó una llave, abrió la puerta principal y recibió el desprecio del portero que no se explicaba como ese tipo podía vivir en el edificio, bueno al menos está en la terraza en una covacha, agregó para sus adentros. El hombre llegó a su destino, una cama pobre, un lugar insalubre, frío y húmedo. Se acostó, antes comió algunas sobras malolientes que había encontrado en su trayecto.

El castigo que recibió de la naturaleza y el dueño del tesoro lo alcanzó de lleno, “te convertirás en avaro y miserable, no gozarás de nada.”

Cuando murió, solo sin nadie que le tire un vaso de agua, para estupor de los copetudos que habitaban el edificio, se encontraron con la noticia que el dueño de ese edificio y del otro de enfrente era el croto que vivía en la mayor pobreza en el altillo, quien mensualmente recibía los alquileres que regularmente se depositaban en un banco importante y que la fortuna ascendía a millones de pesos, no tenía parientes ni descendencia.

El Estado se benefició con la riqueza de quien murió en vida.

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