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Charly García: el demoledor de hoteles

Por El Litoral

Domingo, 21 de noviembre de 2021 a las 01:03

Por Rodrigo Galarza
Especial para El Litoral

Hubo un tiempo en que fui hermoso, en que guardaba todos mis sueños en castillos de cristal. Eran tiempos, mediados de los ochenta, en los que me encerraba en mi habitación y me daba un “chute” (como dicen los españoles) de los casetes de la colección “Lo mejor del rock nacional”, a la que accedía vía un feliz catálogo del Círculo de Lectores. Recuerdo que oscurecía  la habitación, supongo que para lograr mayor concentración, y escuchaba una y otra vez a Sui Generis. Algunas veces entendía que la vida era hermosa y que valía la pena vivirla, y otras que el ser humano no tenía remedio; lo cierto es que por aquel entonces pude descubrir la fuerza que movía a ese hombre delgado y con voz en falsete que me decía cosas como “me pesa el hambre de esperar, / si se comen mi carne los lobos / no podré robarles la mitad”, “Dios es empleado en un mostrador / da para recibir / ¿quién me dará un crédito, mi Señor? / Solo sé sonreír”. 
Supe sin más que Charly había llegado a mi vida para quedarse. Tuve una relación cotidiana con su música, cada encuentro con sus canciones me explicaba un poco el mundo con un beso o una dentellada o lo destruía para volverlo a crear: “No ves que espero resucitar” (…) “ya llega aquel examen del bien y el mal / ya llegan las noticias cruzando el mar”, “voy a comprarme una biblia para leer las últimas noticias”, insistía el faquir del rock nacional.
Con cada disco suyo iba creciendo la idea de que Charly estuvo desde siempre en los argentinos, que su nacimiento nunca sucedió, como si hubiese nacido con cada habitante de nuestro país y en “las venas abiertas de Latinoamérica”. 
Charly García ha sabido siempre con André Bretón que “la belleza será convulsa o no será”; de ahí que toda su vida ha sido inmolarse en cada canción, en cada disco, en su vida misma llena de excesos y saltos al vacío (y a una piscina con poca agua…). Su búsqueda constante la ha pagado con su cuerpo, ha dinamitado sus pilares, sus altares, se ha “hecho el muerto para ver quién lo llora”.
El hombre del bigote bicolor y del oído absoluto es un poeta, aunque nunca haya escrito poesía (más allá del tinte poético de algunas de sus primeras letras); es un poeta por la insumisión ante el mundo, por poseer “una pobre antena que le tramite lo que decir”, por tener sentada a la belleza sobre su rodillas y beber y asperjar el veneno salvaje de la vida, un poeta que se erige compadre de Baudelaire: “La poesía es la destrucción de toda iniquidad”.
Permítanme una anécdota: a finales de los noventa, tiempos en que Charly había desarrollado el concepto “Say No More” y no solo a través de un disco sino en su actitud misma, sobre todo hacia la prensa, me encontraba en Buenos Aires con motivo de la Feria del Libro. Resulta que además de adquirir todos los libros que me fueran posibles, tenía el deseo ardiente de conocer a Charly García. Pero ¿cómo podía sucederle eso a un adolescente de provincia que visitaba Buenos Aires una o dos veces al año? Estaba claro que el azar no era mi mejor aliado, por lo que al menos debía merodear por Coronel Díaz y Santa Fe, donde vivía el músico, según decían. No recuerdo bien cómo logré identificar el portal exacto (justo enfrente se hallaba un Musimundo); total que estuve unos minutos viendo los detalles de la enorme puerta de hierro forjado hasta que me metí en el café que hacía esquina para encontrarme con una amiga. Habrían pasado unos veinte minutos de charla, incluso había comentado a la amiga las ganas que tenía de conocer a Charly, cuando de pronto ella, llena de emoción, me dice que me dé la vuelta (yo estaba sentado de espaldas a la calle). ¡Zas! El propio faquir del rock nacional se estaba bajando de un coche estacionado en doble fila en Coronel Díaz. Recuerdo el “andá, andá” de mi amiga y mi terror ante el hecho. ¿Qué debía hacer?, ¿tirarme de los pelos como fan de los  Beatles y salir corriendo? Lo cierto es que fui: Charly intentaba sacar una caja alargada por la puerta de atrás de un Peugeot 406 bordó. Recuerdo que me paré detrás mientras él forcejeaba el objeto ante lo cual se me ocurrió decir: “Charly, ¿te puedo dar un abrazo?”. Por un momento me temí lo peor, un insulto, una patada; en esa fracción de segundo me dio tiempo para sentirme el más estúpido del planeta. Pero Carlos Alberto García cesó en su forcejeo, volvió a erguir el bambú de su cuerpo y con una sonrisa me dijo: “¡Claro! Y me podés ayudar también”. El viento inexistente de Buenos Aires meció un instante los bambúes. Luego terminé de sacar del coche lo que resultó ser un teclado Roland. Charly tomó la delantera y yo detrás como el escudero más feliz del reino de los buenos (y malos) aires. Al llegar al portal pude comprobar mejor su estatura y delgadez, el aura que envolvía su cuerpo, la fuerza sutil de su imagen. Yo allí, pintor cubista improvisado. Y él buscando la llave, preguntándome cómo me llamaba, de dónde era. El breve tiempo que demoró en abrir la puerta bastó para que los transeúntes se detuvieran y empezaran a rodearlo. Ingresamos por fin. Un pasillo oscuro. Él corrió las puertas del viejo ascensor a la vista. Yo me mandé hacia adentro con el teclado, con la intención de subir hasta su casa; pero él, sonriendo pícaramente, me agradeció, me dio a entender que mi aventura de escudero había llegaba a su fin y antes de meterse en el ascensor apoyó su cabeza en mi pecho un instante, un instante que aún me habita, me enseña a comprender que la fortaleza está hecha también de fragilidad, esa hermosa fragilidad capaz de sostener el mundo.
El ascensor empezó a elevarse y el “hijo de la lágrima” hizo con sus largos dedos la señal de la victoria diciéndome: gracias, luego “say no more”, mientras una luz lo elevaba, lo restituía hacia la altura, a fin de cuentas, de donde había venido.
¡Salud, poesía y libaciones!
Eiti Leda

Quiero verte la cara
Brillando como una esclava negra
Sonriendo con ganas

Lejos, lejos de casa
No tengo nadie que me acompañe 
A ver la mañana

Ni que me dé la inyección a tiempo
Antes que se me pudra el corazón
Ni calienten estos huesos fríos, nena

Quiero verte desnuda
El día que desfilen los cuerpo
Que han sido salvados, nena

Sobre alguna autopista
Que tenga infinitos carteles
Que no digan nada

Y realmente quiero que te rías
Y que digas que es un juego nomás
O me mates este mediodía, nena

Entrando al cuarto, volando bajo
La alondra ya está cerca de tu 
    cama, nena
Quiero quedarme, no digas nada
Espera que las sombras se hayan ido, nena

No ves mi capa azul, mi pelo 
    hasta los hombros
La luz fatal, la espada vengadora
¿No ves que blanco soy, no ves?
¿No ves que blanco soy, no ves?

Quiero quemar de a poco
Las velas de los barcos anclados
En mares helados, nena

Este invierno fue malo
Y creo que olvidé mi sombra
En un subterráneo

Y tus piernas cada vez más largas
Saben que no es bueno volver a atrás
La ciudad se nos mea de risa, nena

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