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La casa del ahorcado

Por Enrique Eduardo Galiana

Moglia Ediciones

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”

No es tan antigua la casa a la cual nos dirigimos con la palabra y pensamiento, pero sí son viejos sus pesares y espíritus, Belgrano entre San Juan y La Rioja.

En ese lugar, un hombre de buena presencia tomó la decisión de ahorcarse; era de profesión comerciante, tuvo percances financieros que lo llevaron a la drástica decisión de quitarse la vida, otros afirman que siendo ya un poco mayor tuvo el infortunio de enamorarse perdidamente de una joven que le aseguró el sentimiento ligado a la duración del dinero que poseía. Afirman que ante el primer percance económico el amor de la bella joven se diluyó como la plata del ahorcado escapando con muchos costosos regalos.

El mundo, de pronto, a Sebastián, que así se llamaba el infortunado, le resultó chico, sus amistades dejaron de serlo, como ocurre en estos casos, “amigos siempre y cuando les convenga”, dice un tango. Quedaron solo pocos amigos de ley, mientras sus familiares tan pegados a su hogar ralearon sus visitas ante la falta de convites generosos para después convertirse en nulas. Ello fue mellando la mente del desdichado, la depresión de la falta de amor, los desengaños fatídicos de la gran mayoría de sus examigos, el pensar en comenzar de nuevo con un kiosco a los más de cincuenta años le pareció estremecedor, ni siquiera su profunda fe religiosa lo ayudaba a sobrellevar el infortunio, era un vacío demasiado grande que lo acosaba, como una sombra tenebrosa que sale de las paredes de su casa y que lo abraza hasta estrujarlo, finalmente quitándole la respiración, sin embargo lo liberaba cuando creía que todo terminaba.

Quedó viudo muy joven, sin hijos y con el desengaño amoroso miró su futuro solo y olvidado en algún rancho perdido en barrios periféricos, sin dinero y sin su querido negocio. Todo le parecía fútil, ya no tenía sentido la vida, carecía de la valentía de los héroes que luchan en campos trillados.

Sebastián acudió a su confesor en varias oportunidades, el que hacía un esfuerzo sobrehumano para quitarle de la mente sus nubarrones tenebrosos de pensamientos sobre la muerte, llamó incluso a sus antiguos amigos pero sus requerimientos recibieron el vacío de los vencidos y el olvido de los ingratos, entendió que el triunfo tiene muchos padres, pero la derrota siempre se presenta huérfana. Solo uno acudía a su casa, un buen amigo que lo ayudaba incluso con mercaderías, además lo instaba a reiniciar su actividad con poco o nada, pero todo resultó vano. Edgardo, así se llamaba el amigo, trajo un psiquiatra. Sebastián se cerró en un mutismo grave hasta le dio a entender que estaba bien y pensaría la propuesta de Edgardo.

Un día fresco antes del 3 de mayo, fiesta de la Cruz de los Milagros, Sebastián se afeitó, vistió con elegancia, con ropas de períodos mejores, se colocó en la camisa impecable sus gemelos favoritos de oro, la mejor corbata, zapatos negros marca Guante, que los había adquirido en la zapatería Liotti de Julio y Mendoza cuando gozaba de otra situación, y hasta sonrió ante el espejo al ver reflejada su imagen de otros tiempos. Acomodó sus papeles, escribió una larga carta con la lapicera Parker 45 que conquistaba su gusto; en ella pidió disculpas a sus pocos amigos verdaderos, al sacerdote bondadoso y a los acreedores, expresó su lástima por los falsos amigos y parientes, dispuso que con la venta de la casa podría cubrirse hasta un 50 % de la deuda. El saldo, que lo pagué Dios, cerró.

Salió saludando como nunca a sus vecinos, que lo vieron extraño, pero que poco les importaba su destino y se dirigió al negocio El Colono de Salta y San Martín, donde lo conocían, de entrada lo recibieron con precaución por su situación económica, así resultan los seres humanos cuando la suerte te falla. “Tenga presente, don Sebastián”, le expresaron, “que no tenemos créditos por ahora”, se atajaron. Él sonrío con displicencia conociendo la ruindad por dentro, les mostró dinero contante y expresó: “Pago en efectivo”. Compró varios metros de soga y un tarro de grasa, que pagó religiosamente y se dirigió a su casa. En ella preparó un nudo, que lo tenía estudiado, probó que no estuviera muy apretado, engrasó la soga armando la horca, haciendo pasar la piola por uno de los palos que sostenían el cielorraso; elegantemente subió a un taburete similar a esos que tienen los bares para las barras, se pasó la horca por el cuello para luego patear el taburete. Unos pocos segundos bastaron para que Sebastián se balanceara muerto. Su cara reflejaba una risa grotesca.

Al mediodía, el amigo que le quedaba tocó la puerta y como nadie atendía probó el picaporte; estaba abierta, ingresó a la finca cuando la escena de terror se apoderó de él, impactándolo. Sabía que su amigo estaba muerto meciéndose lentamente colgado del horcón del techo. Aturdido, miró alrededor y encontró la carta abierta de varias páginas en la mesa del comedor con la lapicera haciendo de broche. Inmediatamente llamó a la policía, luego la historia siguió. 

Su entierro no tuvo ceremonia religiosa pública, los suicidas no tienen perdón, afirmaba el sacerdote; son opiniones, sostenía el amigo embargado de tristeza. Tuvo un entierro digno en un panteón, que otro amigo con cargo de conciencia, borrado en los momentos difíciles, compró al efecto pagando el impuesto por cinco años a nombre del “ahorcado”.

La mujer que lo abandonó siguió con su vida, se casó y tuvo hijos. Tranquilidad, nunca: la sombra del ahorcado la persiguió siempre.

En ciertas noches de cualquiera de las estaciones del año, la mujer al observar la calle suele ver una figura elegante, tal como describimos la de Sebastián, con su clásico sombrero de paño gris y un ramo de flores de estación, que la llama por su nombre al compás de una música suave que se escucha traída por el viento o los árboles, vaya uno a saber. Sus hijos, que suelen andar por el lugar, le relatan que un señor les habló y les dijo que él amaba a su madre. Ella los mira con espanto. Mucho psicólogo y medicamentos la acompañan desde entonces, afirman los vecinos que tiene el síndrome del ahorcado, y a veces la ven en la entrada de la casa hablando sola, no saben si ve al espectro de quien ayudó a quitarse la vida. 

La casa del ahorcado, desde su muerte, tardó más de veinte años en venderse, los buitres usureros acreedores pelearon por su parte pero los futuros compradores aseguran que cuando la visitaban un señor colgado los saludaba con la mano. Su precio bajó hasta el límite, hasta que el fiel amigo, que mejoró de fortuna, compró la casa asegurando que nunca vio nada, pero siente la presencia extraña de una sombra que le toca el hombro como lo hacía Sebastián, su entrañable amigo.

El sacerdote, que no quiso darle los servicios obligatorios a todo muerto, le contó al amigo que desde entonces suele ver en el fondo de la iglesia de la Cruz o entre sus columnas al ahorcado, elegantemente vestido y que el brillo del oro de sus gemelos lo suele aturdir. 

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