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El que perdió el tesoro

Por Enrique Eduardo Galiana

Moglia Ediciones

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”

Muchas guerras y muchas vidas pasaron frente a sus ojos, quieta y callada la casa sobre la calle Quintana, al lado del cabildo correntino, aguantaba estoica el tiempo. Ante ella cumplían sus penas los que eran azotados en la plaza mayor (plaza 25 de Mayo), vio llegar a Andresito Guacurarí, contempló la quema de los heréticos libros del Contrato Social de Rousseau, las juras de las constituciones de Corrientes, sus triunfos y derrotas, la gloriosa Constitución de 1853. Su techo con cielorraso de tacuaras atadas con tiento vivió hasta muy avanzado el siglo XX. Pero hay que destruir el pasado afirmó alguien, tonto como él solo y la casa quedó condenada. Salió en venta la propiedad, en vez de comprarla el gobierno, la compró un particular, sabiendo que no debía destruirla pero sus intenciones eran otras y sombrías por cierto.

Una noche, violando toda norma provincial y municipal, contrató a un grupo de peones, una motoniveladora y dos policías para que protejan la operación clandestina. Los dejó trabajando. A la mañana siguiente volvió con el pensamiento triunfante, no encontró a nadie, la motoniveladora que había derrumbado totalmente la casa estaba sobre los escombros a pleno vapor, nadie la conducía, desaparecieron obreros y policías. 

Cuando la motoniveladora pegó el primer golpe sobre la galería que daba a la calle, la casa de barro y troncos se derrumbó como un castillo de naipes, sobre la pared Este, también de barro, (hoy sería el límite con el antiguo bar “La Morocha” o “El Mota” lugar histórico de los tres horcones) quedó dibujada perfectamente la forma de una gran caja, los que la encontraron la abrieron y sus ojos contemplaron azorados uno de los tesoros más grandes que se hubiera descubierto en Corrientes. ¿Cómo se hizo la repartija? Nadie lo sabe. Pero sí que obreros y policías desaparecieron de sus lugares de trabajo y domicilios conocidos, ni siquiera renunciaron, simplemente desaparecieron. 

Pasados los años, una tarde bajo un gran mango en la casa de la señora Pitú Claver Gallino, apareció un hombre distinguidamente vestido, quién se anunció a la señora Pitú manifestando: -“Soy el negro, su amigo de la policía”, al escuchar esto, doña Pitú lo recibió con todo respeto. El hombre, sin sentarse, simplemente extendió la mano izquierda, era zurdo y puso en manos de la dama un gran puñado de monedas de oro y plata. Pitú lo miró con una sonrisa y dijo: -“Fueron ustedes, ¡qué alegría!” El hombre se despidió señalando: 

-“Tantos pozos y paredes picamos sobre la calle Salta señora y no podíamos encontrarlo. ¿No es cierto Doña Pitú?”, inquirió, ella respondió: -“Así es, ¡mirá que hicimos pozos eh!”. Tenía razón, muchas casas sobre la calle Salta tenían pozos y picaduras de las paredes, incluyendo herramientas en ellos que demuestran el fracaso de la búsqueda. Al alejarse el hombre explicó: -“No sé si fue un premio o un castigo doña Pitú, yo era un hombre feliz y desde el tesoro lo único que cosecho son desgracias y tristezas, no sé si fue un premio,…”, digo, y lentamente se alejó del lugar, la receptora de las monedas se levantó. Más tarde concurrió a donar esa parte del tesoro del Cabildo de Corrientes (porque era la caja del Cabildo con las tres llaves, oculta a las apuradas ante una invasión o ataque), al asilo de ancianos para evitar la maldición que los tesoros traen consigo, ella experta bien sabía de ese asunto.

La casa cobró su crédito. El comprador se perdió el premio mayor, el oro y la plata, los que obtuvieron el tesoro no fueron felices y tuvieron una vida sombría y triste, porque en ella, la casa, hacía años que vivía un muchacho que mentalmente nunca dejó de ser su propietario, Rito, conocido en el barrio porque al compás de una armónica animaba a quienes les lustraba los zapatos sentado en un banquito, y hoy deambula por la ciudad con la pobreza a cuestas, afirmando en su mente infantil: -“Me quitaron mi hogar, allí nací yo”. El señor que aparecía en las noches vestido de faldón con una espada colgando desde unas luces de la pared, le decía: -“Esta casa es tuya Rito”. “Sin embargo me la sacaron…”. Rito sigue en el barrio, se instala en la entrada de la legislatura sobre la calle Salta con la mirada extasiada hacia donde antiguamente estaba su casa. 

Doña Pitú gozaba de la frescura debajo del mango y el respeto de una ciudad que admiró su belleza y puso su destino en sus dotes de pitonisa. Fue lo que se dice niña bien, nacida de doña María Josefina Trinidad de Gallino Hardoy de Claver, en cuya casa la mesa del comedor era para veinticuatro comensales, los cubiertos eran de oro y plata, que hacían juego con la porcelana que llevaba el sello personal de la familia. Encargada de la administración era una señora de dotes extraordinarias, quien dio a luz dos hijas, con su esposo, el que era el jefe de la estancia de la familia, ubicada entre 9 de Julio y Gobernador Martínez, lugar por donde pasaba el tren Urquiza y el camino real. Una de sus hijas, maravillosa mujer que luce con plena capacidad sus ochenta y siete años de vida, me comentó ser Natividad Lorenza Saravia de Gallardo Salón, casada con el conocido empresario de pompas fúnebres don Coco Salón. Natividad era como una hermana para Pitú.

Algunas noches en la esquina de Salta y Quintana, en el bar de la esquina, se escucha el sonar de las guitarras de antiguas serenatas que sobre la ventana de la dama derraman los recuerdos de sus admiradores y se percibe un extraordinario perfume a jazmín, sin que figura alguna aparezca en realidad. Rito pasa por su antigua casa y muchas veces se lo observa discutir con alguien sobre la vereda, pero solo él ve con quien habla acaloradamente. Luego parte al compás de su armónica que emite un triste sonido de adiós.

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