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El batallón

Por Enrique Eduardo Galiana

Moglia Ediciones

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”

Primavera de mis veinte años, relicario de mi juventud…”, cantaban los conscriptos del Regimiento 9 de Infantería Coronel Pagola, mientras se dirigían desfilando por la calle Mariano Moreno en dirección al Oeste, al campo de maniobras, bordeando el zanjón que se iba haciendo más profundo a medida que avanzaban. Justo al cruzar la Escuela San Francisco N° 157 ubicada en la esquina de Moreno y Perú, vivía doña Bartola o mejor dicho, la abuela Bartola, quien los observaba embelesada por el porte y la juventud de esos maravillosos muchachos. Ella conocía a otros, ya veremos.

La abuela era española, o al menos hija de españoles, luego de separarse de su esposo Lucio, hombre alto de ojos azules, comenzó con problemas de conducta, dicen los que la conocían, según patrones de normalidad que imponen los que realmente están locos de remate.

Ocupó un lote de la tercera orden franciscana, que en ese tiempo era puro monte, árboles gigantescos y mucha vegetación cubría el terreno. En él, Bartola levantó un rancho con sus propias manos; cuando sus nietos o demás parientes, incluyendo a Lucio, intentaban disuadirla eran literalmente expulsados. 

Dibujaba la casa a construir con una letra perfecta, colocaba troncos, utilizaba poleas, rellenaba las paredes con madera o palos con barro, que pisaba con pasto para que sea más resistente. El problema, según apreciaban sus cercanos, era que cambiaba la forma y el lugar de su residencia en el mismo terreno. Como era su costumbre tenía un tajamar con los camalotes obligatorios.

Guardaba sus pertenencias en un arcón hermoso de madera con zunchos de acero, europeo el mismo. En él su ropa estaba perfumada con azahares o jazmines según la estación. Con delicadeza doblaba los pañuelos de seda natural que su nieto político le traía de Buenos Aires, al que ella llamaba el señor lindo y elegante.

Algunas noches frescas armaba un gran fogón teniendo el cuidado de colocar al alcance baldes de agua extraídos del tajamar, por las candelas que vuelan, afirmaba. En esas reuniones bajo la vigilancia de sus nietas y nietos, Bartola leía cuentos, como los de la Vieja Abadía, los de Calleja y tantos otros. Su acento español y perfecta vocalización denotaban una cultura extraña para ser mujer, cuando en este país la mujer era un adorno sujeto a tutela. Sus cuentos relatados sin lectura resultaban más atrayentes.

En uno de los cambios de residencia, dentro del terreno, cavando en un lugar virgen encontró un entierro, afirmaba. Incorporó a su narración la palabra batallón. Sus nietos fueron creciendo y se volvieron más curiosos y le preguntaron sobre el batallón. Ella con toda elocuencia y ceremonia manifestó: -“Son mis amigos que desfilan algunas noches con sus armas, como los soldados del regimiento, en el fondo y el jefe me dijo que eran un batallón.” La cosa quedó allí.

Un día de los tantos de aventura en la casa de la abuela Bartola, revisando los límites del terreno que eran de plantas diversas, especialmente ananás, observando bien aparecieron clavados a lo largo de más de cien metros fusiles, o lo que quedaba de ellos, a chispa (mosquetes), como tutores de algunas plantas, entre ellos bayonetas, de las que tenían punta triangular con una abrazadera con la finalidad de meter el caño del fusil  para calzarla. Había más de cincuenta. Invitada a explicar de dónde los sacó, el único que logró una explicación fue el señor lindo que le regalaba los pañuelos de seda. Lo condujo entre los matorrales y gigantescos árboles de todo tipo, casi a los setenta metros del fondo, para su sorpresa encontró unas cuarenta cruces cubiertas con ramas, en cada una de ellas colgaba o una hebilla, un botón de metal, incluyendo alguna medalla de oro, plata y bronce. Resultó que encontró los restos de un batallón, como lo llamaba la abuela y según dijo, un señor de lo más educado y respetuoso le pidió, por favor, sepultura para él y sus hombres muertos a traición. Una ermita hecha de barro y palos guardaba otros recuerdos de estos muertos sin nombre ni rastro. Bartola juntó todos los elementos que encontró con antiguos restos humanos y los enterró separadamente, afirmando: -“Las almas sabrán a quien pertenecen cada uno de los huesos.”

Antes de morir Bartola ya en su lecho póstumo, expresó claramente: -“Me rinden homenaje, señor lindo, está formado todo el batallón…” y cerró los ojos en una extraña expresión de paz.

Tenía entre sus manos una cruz de Calatrava de oro puro y una nota enrollada: “No es mía, pertenece al capitán, devolvedla”.

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