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Espejos

Nos negamos a vernos como somos porque nos deschava. Casi nunca se ajusta a nuestra imagen ideal. La que tenemos de nosotros mismos es la que quisiéramos, pero no somos suficientemente dignos, ni hacemos méritos para serlo.

Por Adalberto Balduino

Especial para El Litoral

Los espejos guardan estrecha relación con lo que ven. Copian porque proyectan como en un diafragma pronto a disparar, la imagen tal cual es de ese todo que registra. Sirven para contemplar y contemplarnos. Comprobar cuánto tiempo ha pasado, o como decía el “Negro” Celedonio Flores, periodista y autor de tangos, que el espejo sirve para comprobar cuánto hemos engordado, pero más que nada, al vernos excedidos de peso terminamos sacándonos los barritos de la cara, en disuasivo acto reflejo para disimular semejante estado físico.  Muchas veces me pregunto si realmente somos capaces de mirarnos brevemente, porque de otra manera no se explica por qué somos los que somos, y no obstante reincidimos una y otra vez. El espejo es la muda verdad que no dice pero que nos muestra tal como somos, no mienten solo reflejan. Los espejos son muchos, están en la vidriera de los hechos reflejándonos. Si bien aprendimos nuevas acepciones, o aplicaciones de actitudes naturalizando todo; “triunfo de la derrota”, nuevo estado de alegría traído de los cabellos como la suplantación del plural con “todos y todas”, a pesar del tirón de orejas de la Real Academia Española, aunque contradictorias igual han logrado pasar a la supuesta normalidad sin remordimientos ni culpas. Porque la naturalización desmesurada es permitirnos todo, donde queda claro que son más los derechos que las obligaciones, y eso en una sociedad normal y coherente significan desmadre. Porque las obligaciones son impostergables, equilibran y ponen en armonía el estado de derecho. Es “culpa del periodismo”, otra visión surrealista de echar la culpa al otro, no obstante estar reflejado en el espejo su autoría, pero con el pasaporte de la naturalización, sin pecados, ya que siempre se hace espacio “para correr el arco”, con tal de meter goles como sea. Hemos aprendido a la fuerza que, siempre la culpa es del otro como una ratificación divina de exculparnos de nuestros propios horrores, visibilizando la escapatoria, haciendo posible tener siempre a mano la escalera de incendios para salidas salvadoras. El regreso de la fiesta, porque ya muchos dolores han corroído el alma y los bolsillos en estos años como para cambiar el humor, bajar el tono, la intensidad de la bronca, imaginarnos y mentalizarnos un país mejor, siempre suponiendo, no vienen mal. No hay nada que suponer, la democracia es una, y la celebramos honrando con entrega, con sacrificio, a cada rato, con esfuerzos tras esfuerzos, bregando por un país federal, no gobernando solamente para un partido lo que discrimina beneficios, sino para todos porque las provincias, todas, hacemos construyendo el país que nos debemos. La celebración sirve para recordarnos que muchas cosas aún son materia pendiente; que era hora y aunque a veces no la respetemos en toda su dimensión, se merece dedicarle todos los días y no “reventando la plaza” partidariamente. Más vale tarde que nunca, si bien ha sido más que nada medir fuerzas, poner a tono los cuadros militantes, no deja de ser una celebración con su correlativo de ejemplos que la empoderen, recordando que la alternancia como la libertad de pensamiento son crucialmente imprescindibles ya que allí reposa el alma de la república. Y, no la “reelección indefinida” que los intendentes bonaerenses, copiando a algunos gobernadores, pretenden como consecuencia de malas lecciones recibidas, para no privarse de las mieles del poder eterno que siempre abraza repleto de ventajas, como un Papá Noel gordo y bonachón. Llegamos a fin de año en un aparente clima de paz, cuando la inseguridad crece y la pobreza se agiganta, que al igual, de la toma de la Bastilla, algún día golpeará las puertas una por una, para decirnos, venimos a llevarnos todo porque es inmerecido que la cancha solamente se incline para ustedes. Uno se pregunta, qué se hicieron de esos hombres que daban las primeras lecciones de estadistas, los menos, claro. No hablamos de la demagogia de la dádiva, como zanahoria para arrastrar, sino de aquellos con buenas prácticas marcaron un camino que el viento de la ambición borró. Desde entonces andamos perdidos, a los tumbos, con marchas que pierden la lógica por cantidad, que todos los días patean calles y adversidades. El espejo nos diría no es versión periodística, es el propio espejo reflejando las imágenes que nosotros mismos producimos. Muchas veces, o casi siempre, no nos reconocemos, aunque nos miramos, proyectamos la imagen que creemos tener, pero la panza ha crecido, las canas son borrascas de nieve, y todavía estamos aún en veremos. Engañarnos de nada sirve, porque miramos sin mirarnos, es decir corriendo la mentira y supliendo la verdad por dura y triste no es aconsejable porque nadie hace un futuro justo llorando sobre la leche derramada, sino haciendo sin especulaciones. No hay peor sordo que el que no quiere oír; todo dicho tiene la contrapartida que son inexorables, nos muestran sin anestesia tal cual son. Como cuando éramos chicos, y ante un diente flojo de los de leche, mamá nos decía no sufras removiéndolo. Toma aliento y con fuerzas, de una vez por todas, arráncalo, y santo remedio. Lo que expreso es no ver otra cosa, sino cómo es. Visualizar de cuerpo entero. Y a partir de allí enmendarnos, pero dándonos cuenta que con mentirnos es anestesiarnos para que nos sigan mintiendo. Debemos ser más ciudadanos jugados por su país, viendo y criticando constructivamente, dejando los sloganes y consignas que siempre disfrazan o acentúan irrealidades que pugnan por ser hechos, sino, lo contrario, son simples expresiones de deseos que cultivan campos de sueños, pero en realidad siguen perdurando como un grito sordo las conciencias adormecidas. Son simples palabras y no contundentes hechos. Esto es muy parecido al retrato de Dorian Gray, que siempre reflejaba una plenitud admirable porque el tiempo se había detenido, reflejando una lozanía envidiable y permanente. Si alguien se despierta de su sueño eterno, cómo le explicamos que siempre estamos igual, y las cosas se suceden de la misma manera, cayendo al mismo pozo cíclicamente. Seguramente, ante el espejo inexorable, nos engañaremos diciendo que la culpa es del otro, salvo que nos salve a última hora el espejo de la bruja que acosaba a Blanca Nieves, preguntándole: “Espejito, espejito, ¿de quién ha sido la culpa?” A sabiendas, claro, que por estar embrujado, responderá: “Del otro. Del otro”. Hay síntesis que asombran por lo objetivo, por precisos, pero más que nada por ser un espejo de lo verdadero. Eso dibujó la escritora norteamericana nacida en Rusia, Ayn Rand, cuando en 1950 aseveró reafirmando con verosimilitud de espejo: “Cuando adviertas que para producir necesitas obtener autorización de quienes no producen nada: cuando compruebes que el dinero fluye hacia quienes no trafican con bienes sino con favores: cuando percibas que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por su trabajo, y que las leyes no te protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra ti: cuando descubras que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un autosacrificio, entonces podrás afirmar, sin temor a equivocarte, que tu sociedad está condenada.” Ojo, el espejo nos mira reflejándonos crudamente; hagamos lo imposible por vernos mejor. De apariencia no se vive, la vida es otra y la tenemos enfrente, inflexible como la conciencia.

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