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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Los miserables

“Hay un punto en el que los infames y los desafortunados se mezclan y confunden en una sola palabra, palabra fatal: los miserables”.

Víctor Hugo, 

novelista francés

Los miserables” (“Lés miserables”, en francés), es una novela del gran poeta y escritor galo Víctor Hugo, publicada en 1862, considerada como una de las obras más importantes del siglo XIX. La novela, de estilo romántico, plantea por medio de su argumento una discusión sobre el bien y el mal, sobre la ley, la política, la ética, la justicia y la religión.

A veces los tiempos nos parecen infinitos, insondables, pero cuando de pasiones humanas se trata, vuelven una y otra vez, transformados en aterradoras repeticiones. Lo que sucedió con la Francia de mediados de siglo XIX pareciera duplicarse en la Argentina del siglo XXI, aunque, dicho en modo marxista, en aquellos tiempos se aparecía como tragedia y hoy transcurre como farsa.

La palabra miserable (del latín miserabilis) alude a la escasez. Por una parte, la escasez de salud, de bienes mundanos, de felicitad, que es la escasez del desafortunado; por la otra, la escasez del canalla, del deshonesto, del avaro, que es la escasez ética y espiritual,

La pintura de Víctor Hugo en el París de comienzos del siglo XIX mezcla el triste destino de los desafortunados, carentes de bienes materiales, con el de los infames, escasos de honestidad y solidaridad, de manera tal que, infames y desafortunados, se mezclan en la tristeza de su condición miserable.

A partir de la tragedia de la Francia del siglo XIX, puede trazarse un paralelismo con la Argentina del siglo XXI en modo de farsa. En Francia tenían a su Víctor Hugo, el gran escritor, en Argentina tenemos al nuestro, el Víctor Hugo Morales, gran relator deportivo devenido en portavoz ultraoficialista. Uno describió la tragedia en su novela, el otro relata la farsa por radio y televisión.

Aquí y ahora, entonces, los miserables se repiten. Los desafortunados son los mayores que carecen de vacunas para no enfermarse y morir; los infames son los funcionarios, amigos y familiares que se las birlaron, gestión del poder mediante. Los unos, miserables por falta de vacunas; los otros, miserables por robarles las vacunas.

Los primeros no tienen identidad, salvo cuando se mueren por el covid-19 y pasan a formar parte de un registro; los otros, en cambio, los miserables por avaros y deshonestos, sí que la tienen: se llaman Horacio Verbistky, Hugo Moyano, Eduardo Valdés, Daniel Scioli, Eduardo Duhalde, Chiche Duhalde, Estela de Carlotto, Felipe Solá, Martín Guzmán, Carlos Zanini, Domingo Peppo y sigue la lista, con sus familiares, amigos, allegados y jóvenes militantes de La Cámpora. 

También en las provincias hay vacunados vip, que ahora comienzan a saltar.

El exministro de Salud, Ginés González, y toda la línea directiva de su ministerio, incluyendo el director del hospital Posadas, están involucrados en esta estafa moral, si no como vacunados de privilegio, sí como su contraparte corrupta: vacunadores.

Pero, independientemente de la actitud personal e institucional, la responsabilidad política por el escándalo recae directamente en el presidente y en la vicepresidenta y líder del partido gobernante. Pero uno se fue a México y la otra “mutis por el foro”.

Lo que en Perú costó cien renuncias, en nuestro país apenas solo una, neutralizada con el reemplazo por la segunda del equipo, seguramente conocedora de las maniobras. Es decir, nada.

En realidad, Alberto nos muestra que la vacunación vip constituye una secuencia lógica de la matriz de corrupción e impunidad de su gobierno, aunque de manera más canallesca. Se rompieron hasta los códigos mafiosos.

Ya no se trata de darle cobertura de impunidad a los que saquearon el erario, tiraron bolsos con dinero a través de los muros, transportaron fortunas en las bodegas de los aviones, lavaron dinero ilícito de la obra pública, pergeñaron licitaciones con sobreprecio, cobraron coimas, presionaron y presionan para no ir presos.

Se trata de algo menos complicado, pero más ruin y cobarde, que ni la mafia lo consentiría; utilizar el poder y el acomodo para quitarles las vacunas a las personas vulnerables y dárselas a los amigos, a los funcionarios, a los compañeros.

Mientras las personas se hospitalizan sin la asistencia de sus familiares y los funerales se realizan a cajón cerrado y sin velatorio, los señores del poder se afanan en construir su propia burbuja de amigos vacunados.

Y aquí fracasó no solo el Gobierno nacional, también el sistema en su conjunto, una mancha grande al oscuro tigre de la política que va a costar tiempo, sino borrarla, por lo menos diluirla. La credibilidad del Gobierno cayó por la borda definitiva, el resto del arco político en una situación parecida por su endémica costumbre de la doble moral en sus provincias.

Patético Fernández no soltó en México el Código Penal que acostumbra a exhibir en defensa propia y de sus mandantes. Mayor rédito hubiera obtenido recurriendo al código no escrito de la ética y de la moralidad, ese que prohíbe ventajearles la vacuna a sus conciudadanos más frágiles a la enfermedad.

El vacunagate amenaza con ampliarse a las provincias. ¿Quieren los gobiernos provinciales salir de las tinieblas de sospecha que obscurecen el cielo nacional? Simple: que haya menos que ocultar bajo el paraguas del secreto médico y más que informar bajo el sol brillante de la trasparencia republicana. Exhibir públicamente las listas es el requerimiento de la hora, con juez o sin él. 

Tampoco la política se salvará especulando: unos que presentan un pedido de informes en la provincia, pero no repudian el vacunatorio vip nacional; otros hacen lo propio en el congreso, sin reclamar la transparencia de la gestión vacunatoria en su provincia.

Como dijo el genial artista mexicano Cantinflas: “No sospecho de nadie, pero desconfío de todos”, y ese desconfiar de todos, lamentablemente para la democracia y el sistema republicano, es desconfiar de toda la política.

A la par de seguir gestionando la obtención de vacunas y aplicándolas de manera justa y transparente, la investigación debe continuar y los gobiernos, nacional y provinciales, deben instrumentar observatorios públicos de control, con participación de las sociedades científicas y de entidades y personas insospechadas, para información de la comunidad y control de los funcionarios responsables.

Hoy estamos todos bajo sospecha. El reclamo de la hora es transparencia, información, justicia y empatía con la población. Es la única posibilidad de emerger del profundo y oscuro pozo de decadencia moral en el que hemos caído.

Si el espíritu democrático es siempre importante, ahora es el momento de reforzar la trasparencia republicana, la esposa del César no solo debe ser honesta, sino parecerlo.

El pueblo quiere saber de que se trata.

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