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El descaro de los políticos contemporáneos

La gente ya se ha dado cuenta de esto hace tiempo y por eso descree de casi todos. Eso no ha sido, hasta ahora, suficiente para que la dirigencia reaccione mutando de actitud. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Es bastante habitual escuchar grandilocuentes planteos de aquellos individuos que deciden, en algún momento de sus vidas y por diferentes razones, ingresar al vertiginoso mundo de la política. Ellos suelen decir, con elocuente vehemencia, que la política tiene como objetivo transformar la realidad y que eso solo se puede conseguir desde adentro del sistema.

Bajo ese paradigma, la tarea consiste en involucrarse, comprometerse y meterse en el “barro” para desde allí cambiar de cuajo el presente y sentar las bases para una sociedad mejor. Suena tan romántico que los mismos intérpretes lo sienten como una inspiración que los moviliza a configurar esa narrativa con la que intentan conquistar corazones y sumar adeptos.

Pero de pronto algo sucede. En algún tramo de ese recorrido, aquella épica queda de lado y un falso pragmatismo desvía el camino. La motivación esencial queda de lado y la ambición ciega gana la batalla.

A partir de ese instante todo pasa por acceder al poder. Ocupar una banca, alcanzar el premio mayor o ser funcionario de la nómina estatal es la principal meta. Las excusas continúan apareciendo. Desde una lógica casi irrefutable sostienen que si no se llega a esos lugares desde los cuales se toman las decisiones más trascendentes nada habrá valido la pena.

La próxima elección, entonces, se ubica en el absoluto centro de la escena. Ganar en las urnas es la prioridad y construir poder resulta vital en ese estratégico devenir hacia la victoria. Por algún extraño mecanismo, esa obsesión desplaza progresivamente a las loables intenciones originales. El medio se convierte en un fin en sí mismo y los líderes pierden la brújula.

Luego de los comicios aparecen los eufóricos triunfadores. Han logrado doblegar a sus adversarios y ahora están listos para tomar las riendas. Sus anhelos se han cumplido y ahora son los protagonistas indiscutibles. A partir de allí, el discurso empieza a desdibujarse. Las mágicas promesas se desvanecen y lo que parecía factible ahora se muestra como inalcanzable.

Las insólitas justificaciones pululan y los sofisticados argumentos emergen a una velocidad inusitada. Los sueños se desploman rápidamente y la desilusión cívica inicia una renovada temporada de esta interminable serie.

El “político” ha llegado a una posición relevante. Estando allí, aquella arenga revolucionaria pasa a segundo plano. Algunos se sorprenden con que todo es más engorroso de lo previsto y admiten que romper moldes trae consigo una rebelde resistencia de las poderosas corporaciones a las que en campaña amenazaban verbalmente y ahora resultan infranqueables.

Eso es completamente cierto. Llevar adelante reformas no es una labor sencilla. Nunca lo fue. Se precisa de una elevada dosis de respaldo ciudadano, una convicción férrea, proyectos sensatos debidamente estudiados, pero se requiere además de un inquebrantable coraje.

Los más incautos descubren la complejidad en el trayecto. Desde afuera se ve muy diferente, pero cuando se conoce de cerca las problemáticas y sus laberintos, finalmente, se corrobora que no todo lo que brilla es oro. Habrá que darles el beneficio de la duda a los novatos. Ellos tal vez puedan ser piadosamente exculpados de su error de cálculo. Es probable que sean personas de buena fe, pero con demasiada inexperiencia.

Lo que resulta inadmisible es que los más avezados mientan de un modo tan desvergonzado. Ellos no se encuentran imprevistamente con los escollos. Saben de su existencia y entienden que con un solo chasquido de dedos, nada hará desaparecer a las eternas calamidades que se padecen.

Pero también son completamente conscientes de que no están dispuestos a hacer nada para que la inercia actual interrumpa su curso. No tienen intenciones de salir del “status quo”. Están cómodos con la dinámica vigente que, de hecho, les resulta, la mayoría de las veces, conveniente y funcional. En esos casos el embuste no es producto de la mala suerte, la impericia o de una eventual incapacidad para implementar soluciones, sino que es algo calculado. Nunca fue parte del plan hacer transformaciones. La política para ellos es un mero instrumento para lograr sus propósitos personales.

Algunos dirigentes se ofenden con facilidad cuando “la política” recibe críticas al punto de acusar de “antisistema” a los que denuncian estas prácticas rutinarias tan despreciables como inconfesables. No se hacen cargo de su cinismo crónico ni de las múltiples trampas a las que apelaron para diseñar su mezquino sendero profesional. No hay autocrítica ni sinceramiento alguno respecto de lo ocurrido en ese inocultable pasado. La gente puede aceptar ciertos errores, es capaz de mirar al costado y renovarle el crédito a cualquiera, pero no se puede pedir comprensión cuando deliberadamente la mentira se constituye en un método sistemático para estafar a una ciudadanía repleta de ilusiones. Eso no tiene perdón.

Si realmente algún eslabón de la clase política cree, seriamente, que esa actividad debe recuperar su prestigio, va siendo hora de dejar de hacerse el distraído y comenzar a revisar lo hecho hasta aquí. Eso se debería traducir en alterar el rumbo, abandonar la compulsión por la promesa imposible y cumplir con la palabra empeñada, con valentía y determinación. Tal vez sea mucho pedir o quizás algún estadista, de esos que no aparecen a menudo, consiga tomar nota, se anime y actúe como esperan casi todos.

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