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El guardián de la escuela Belgrano

Por Enrique Eduardo Galiana

Moglia Ediciones

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”.

La Escuela Graduada N° 1 “Manuel Belgrano”, pegada a la Catedral de Corrientes en la esquina de Santa Fe e Yrigoyen, vecina de la antigua Tienda Ciudad de Corrientes por el este, al sur la esquina de San Martín donde funcionaba una sucursal del Correo Argentino, y al norte la histórica plaza Juan Bautista Cabral —que fuera mercado en otros tiempos y cuyas cadenas que rodeaban la estatua del prócer aún se están buscando—, es un edificio histórico de suma importancia. 

La escuela tiene sus secretos, como los ecos y murmullos que se escuchan cuando está cerrada, que muchos atribuyen a los espíritus y almas de viejos alumnos que vuelven a su niñez a gozar de la infancia maravillosa que pasaron en sus aulas, y a los maestros que dejaron su vida enseñando por la patria. 

La mayoría de los primigenios alumnos han desaparecido, la inexorable muerte se ha llevado sus vidas terrenales, y cabe preguntarse si todos aceptaron que sus almas se desprendan de los sitios queridos, y necesariamente contestamos que no, porque bien sabemos que algunos tenemos vocación de volver desde donde fuera al lugar que nos dio calidez.

En mis tiempos de niño gocé del privilegio de tener maestras geniales, desde primer grado la señorita Fernández Lacour, la señora de Canevaro en cuarto grado, quien me enseñó a amar la geografía; Papusa la de quinto me dejó una marca indeleble en mi destino, enseñándome que con el estudio y esfuerzo personal se pueden lograr muchos objetivos, pero que el más importante es ser feliz y buena persona, sostenía, y por último, el sexto grado para saltar a la secundaria o ciclo medio, la señorita Flores, el primer amor de mi vida; si hubo un amor sincero y sin egoísmos fue el amor a mi maestra, la señorita Flores llenó mi alma de dicha y felicidad, era la hija del profesor de carpintería, hermosa como las flores que adornan mi ciudad. 

El lugar más temido de la escuela era el sótano ubicado en el segundo patio, quien se portara muy mal tenía prometido ir destinado al sótano como castigo, donde desde un perchero o mástil colgaba una calavera de cartón y alambre que nos aterraba verla desde los ventanucos que el sótano tiene sobre la calle Santa Fe; imagínense si la tenían en frente y solo. No conozco que ninguno haya sido enviado al lugar, la sola posibilidad nos derretía. El mito se rompió cuando en el último año tuvimos carpintería, con el señor Flores, que nos mostró la estatua explicándonos que no había nada extraño en ella; era el cuerpo humano. 

La escuela se manejaba en esa época por medio de campanas, campanas para el recreo, para volver a las aulas, la salida, y todo con respeto y orden.

El señor director era un hombre ilustrado, solemne, gran orador que cautivaba a chicos y grandes, el señor Asuad. Vivía en la escuela, que por esa época tenía casa para el director. Este hombre formaba parte de la vida del establecimiento junto a su familia.

En ella nos enseñaban a cultivar la tierra en un pequeño espacio que daba sobre la calle San Martín; verduras y hortalizas que el señor director consumía en su casa repartiendo equitativamente con el personal de maestranza, especialmente con una de las porteras llamada Bartola, madre de varias hijas y todas ellas buenas personas, tanto que una llegó a ser jueza de la Provincia de Corrientes. Las semillas las proveía el señor director de su peculio. 

Una de las riquezas de la escuela era un mechón de Berón de Astrada colocado en un cuadro, que decían existía en la escuela; pero que nosotros nunca vimos. Nos enseñaban que su hermana se lo cortó al héroe cuando en noches oscuras y tenebrosas trajeron el cuerpo en un carro con sal, después de la batalla de Pago Largo, y que fue enterrado de noche en el panteón familiar del cementerio de la Cruz de los Milagros, para evitar que los exaltados hollaran su cuerpo más de lo que hicieron los enemigos en el campo de batalla.

Algunos maestros y personal del establecimiento, desde hace años manifiestan temor cuando deben pasar al segundo patio, afirman con seriedad que suelen ver conversando a un hombre vestido de militar antiguo y un señor de estricto traje oscuro, figuras que al verse observadas desaparecen, dejando una estela de colores que se esparce hacia el fondo. 

Ya en los tiempos en que cursaba la primaria, el temor al segundo patio era moneda corriente, y la figura de Berón de Astrada era conocida por muchos niños que afirmaban verlo, inclusive ingresar a los sanitarios de varones; lo describían cuando en realidad nunca vieron una representación del prócer, por esas cosas del vacío educativo de la historia correntina. Las docentes calmaban a los chicos y entendían que formaba parte de su imaginación fantasiosa. Uno de ellos fui yo, en las aulas pequeñas que dan al oeste, límite con la Catedral del segundo patio. En los atardeceres tempranos del invierno fui testigo de esta figura elegante, rubia, de ojos claros que pasaba con gesto adusto y hacía una seña de saludo para luego ingresar a la pequeña huerta. Ello motivó que nunca más fuera solo a regar las plantas o cultivarlas, siempre en grupos. El caso es que después de mucho tiempo recojo el relato del agregado del otro aparecido, que estimo es el señor director, que se encontró con el antiguo espectro de nuestra querida escuela. Es posible que muchas maestras, cuyas almas descansan en paz por la tarea extraordinaria realizada, paseen por las viejas galerías y formen parte de los murmullos que en el silencio de la noche se escuchan en la escuela. Porteros del establecimiento sostienen que la vieja campana suena en noches imprecisas y la gente la confunde con alguna otra, como la de la Catedral.

Son los espíritus que vuelven a los lugares donde alguna vez fueron felices, y muchos a agradecer que en ese lugar aprendieran sus primeras letras a partir de un simple palote.

 

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