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El cementerio de La Cruz y los dientes de oro

Por Enrique Eduardo Galiana

Moglia Ediciones

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”

No quiero imaginarme, ni siquiera lo deseo, una noche de lluvia y frío en las inmediaciones o cercanías del antiguo cementerio de La Cruz, del que todos hablan pero nadie explica ni su ubicación, ni a dónde fueron a parar los restos de quienes allí descansaban hasta 1871, en que comenzó la peste de la fiebre amarilla. Figuras luminosas con apariencia humana recorren los espacios aledaños al templo de La Cruz por algunas calles y veredas también de ese lugar, agachados como buscando algo, otros simplemente pasean por las veredas y se introducen en algunas casas. ¿Desde dónde y hasta dónde se extendía el cementerio de La Cruz? En realidad, científicamente no está probado, los únicos que podrían contarnos una historia son los muertos que reclaman sus tumbas, similares a esas figuras que se ven frente a la Legislatura de Corrientes, uno de los primeros cementerios de la ciudad, si no el primero, en cuyas escalinatas aparecen velas encendidas en homenaje a los antiguos difuntos que quedaron debajo de las construcciones. 

Las familias pudientes que tenían sus deudos enterrados allí (cementerio de La Cruz) los trasladaron al nuevo depósito de muertos llamado San Juan Bautista. Los otros, los pobres, de los que sus familias se olvidaron, como de hecho ocurre, fueron sacados a pico y pala y llevados al pozo del San Juan Bautista llamado osario, destino final de todo desventurado económica o socialmente cuyos parientes se olvidaron de rendirles homenaje, o, para ser más sinceros, de pagar la cuota anual que corresponde a todo cementerio laico, que de santo no tiene un carajo, porque bien me dijo un enterrador del cementerio de la Chacarita de los colegiales: “Mire señor, nosotros a ningún muerto le preguntamos en qué cree, porque seguro no nos van a contestar, y si nos contestan es seguro que nosotros no estamos acá”. 

En tantas conversaciones que tuve en mi vida, me encontré con un familiar de los enterradores cuyo bisabuelo y abuelo trabajaron en el cementerio de La Cruz, no recuerda mucho de la trasmisión oral que hacían sus ancestros pero sí memorizó que iban sacando los restos con destino al osario con pico, pala y azada, que se cargaban en carros, nunca se sabrá a dónde fueron a parar. Unos dicen que a fosas comunes cerca del arroyo Limita, otros afirman que sobre el mismo arroyo en un puente que cruzaba cerca del río, llamado Puente Pujol, muy precario, la gente no se atrevía a pasar de noche por los gritos y las piedras que, según se dice, arrojaban los muertos a los transeúntes; al caer la tarde nadie se aventuraba por allí, es por eso que infiero que allí fue a parar una gran parte de los huesos de los pobres y de los olvidados por sus familias.

Recuerda el pariente que a su abuelo le impactó el hecho de desenterrar los huesos de uno de los más grandes correntinos, el capitán, general y gobernador Genaro Berón de Astrada, que por su anticlericalismo con otros similares está enterrado en el atrio de la Catedral, no en lugar sagrado, por hereje, pero esta es otra historia.

Los enterradores, que para el caso podemos llamarlos los desenterradores de La Cruz, lo primero que buscaban, y para eso estaban provistos de tenazas, “era la carretilla, don”, refiriéndose a los maxilares del cráneo, por si encontraban algún diente de oro. Procedían, en el caso de hallarlo, a arrancarlo con toda rapidez; no había discusión al respecto, cada uno con lo suyo y todos guardaban silencio. El que me relata la historia afirmó que su bisabuelo y su abuelo sacaron un kilo y algo de oro, meta tenaza nomás. Así desapareció uno de los edificios históricos más importantes de la historia de Corrientes, gracias a la imbecilidad humana. Poco se sabe del cementerio de La Cruz y quedan muy pocas fotografías del mismo; había palmeras, por lo menos cerca de la tumba de los Berón de Astrada; Genaro yacía junto a los restos de su madre y de su hermana. 

Los hombres que extrajeron los dientes de las carretillas vieron sus vidas transformadas en un verdadero suplicio, especialmente en las noches de tormenta, cuando relámpagos surcaban el cielo, los árboles se volcaban hacía un lado y otro como jugando con el viento, arreciaba la lluvia golpeando paredes y humanos, las puertas de las casas de estos hombres sonaban con golpes secos, extraños, espantosos, los muertos venían a reclamar sus dientes, siguiendo el recorrido del maldito oro que fue extraído de sus carretillas.

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