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La mediocridad ha ganado las calles

Cuando un pueblo olvida las reglas básicas de educación, del gracias y del por favor, del respeto mutuo, la dirección está equivocada.

Domingo, 12 de septiembre de 2021 a las 01:00

Por Adalberto Balduino
Especial para El Litoral

Asusta y paraliza saber que “el medio pelo”, como lo bautizara Jauretche, suma adeptos. Es tan popular que solo se requiere no pensar. Por lo tanto, habida cuenta, lo que menos quiere la jerga popular es tomarse el trabajo de “manipular” los problemas, de complicarse. Esa tarea natural de tomar conocimiento de cómo estamos, impone una sucesión de “esfuerzos” que ocasionan “trabajo” que, en definitiva, son benignos y “livianos” quehaceres del ciudadano porque potencian la noción, por ende el criterio, y más aún fortalecen el criterio, que nos marca como una brújula los puntos cardinales, porque el sentido común ha perdido el rumbo. Es dable comprobar en los gustos que se amontonan detrás de los mediocres, conformarse con nada, inmersos en la ignorancia crecida porque va en aumento, en el desconocimiento, en la falta de palabras para poder expresarse, en la naturalización del lenguaje inclusivo como una soga salvadora que facilita el entendimiento de contramano sin el mérito de aprender. El daño que se hace desde el estado mismo en su conquista desesperada por votos jóvenes cueste lo que cueste, subestimándolos porque no todos se encuadran en la moda de la ignorancia incentivada, gestos y actitudes que promueven aún mayor mediocridad, con sus mensajes y guaranguerías, de mal gusto, y en forma ilimitada. Ello ratifica, conforme la conveniencia, que degradar poco importa si el asunto es sumar. Alguna vez, en uno de sus discursos, Perón aseveró dejando perfectamente claro esa mala concepción de adoptar la mediocridad como lógica y “saludable”, cuando dijo: “El bruto siempre es peor que un malo, porque el malo suele tener remedio, el bruto no. He visto muchos malos que se han vuelto buenos, no he visto jamás un bruto que se haya vuelto inteligente”. Y, aún mucho peor porque desde el propio Estado se genera esa característica populista de la facilidad irrestricta, gesto que se manifiesta en todas las expresiones como si ello compensa la falta de todo. Es la comodidad que suplanta al esforzado trabajo, como lo sintetizaban Les Luthiers: “El que piensa, pierde”. O, más preciso el pensador español, José Luis Sampedro: “Hemos sido educados para no pensar”. Estas perlas demostrativas uno observa en lo cotidiano, en la reformulación del pensamiento, en los contenidos de los medios que han bajado su nivel mucho más que el Paraná por la demanda de ese público cada vez menos adicto al esfuerzo, en el poco compromiso y responsabilidad de los quehaceres naturales. En lo simple, en la propia difusión del material ya sea música o palabras; obras populares que ayer fueron éxitos se mantienen al tope a pesar del tiempo transcurrido. Una vigencia que solamente la calidad es capaz de conferir, hechas a conciencia no para sucesos fugaces, sino para sobrevolar todos los cielos de los tiempos. La exigencia personal dejó de tener importancia por el ocio desmedido, donde las obligaciones se hacen añicos y la libertad se amplió en libertinaje, sin control ni obligaciones. Nunca hemos visto piezas de spots políticos como la que se expone para que supuestamente solucione este brete en que estamos inmersos. De una banalidad exagerada, donde las malas palabras suplen la media normal, sin proyectos ni futuro. Uno no es pacato, pero un mensaje tiene que guardar lo mínimo que es el respeto, no puede ser que la desesperación ponga en movimiento todo el repertorio promiscuo como una sagrada verdad. Esto más que nada, demuestra cómo una administración no tiene empacho de decir lo que no se debe y detrás le siguen todos los demás instalando una revolución de mediocridad que inclusive se jacta de ser veraz, y supuestamente “simpáticos” a un segmento de la población: los jóvenes, para así poder cubrir el “bache” que adolecen. La fórmula demagógica que poco importa aplicar, aunque en ello se tira por tierra todos los principios aprendidos, supliéndolos por los intereses de llegar como sea.
Resumiendo unas palabras del historiador y catedrático de Historia de Cambridge, el australiano Christopher Clark, el periodista Lluis Amiguet construyó un título sintético donde se juegan los tiempos como metáforas cruzadas: “El populismo reemplaza viejos futuros con nuevos pasados”. A propósito de una respuesta formulada por el historiador: “En general, los populistas tienden a idealizar y reinventarse el pasado. En cambio, el pasado para las democracias liberales suele ser de desigualdad, tiranía y opresión”. “Los populismos reemplazan viejos futuros con nuevos pasados”. Es decir, sueños de ayer con anhelos de futuros mejores, pero que lamentablemente en el futuro soñado que es hoy hemos cometido gruesos errores. Como lo remata Clark: “El futuro, como el pasado, como la historia, solo son ciertos en la medida en que nos los creemos. Y si no nos lo creemos, pasa como con las hadas de Peter Pan, que se mueren”.
Me ocurre cuando escucho, veo o leo que el esfuerzo ha dado paso a una pasividad en que la voluntad ha sido reducida a cero, que la bronca ni la impotencia experimentada pueden cubrir tamaño error garrafal. Las conversaciones muy pocas cosas arrojan, los gustos cambiados han trocado costumbres suplantadas que dolorosamente se han hecho normalidad. El pensamiento que incurre en plantearnos todas las comunicaciones que somos capaces de asimilar, también con este “descanso” de no compromiso que es un tiempo de silencio, se ha entumecido bastante, perdiendo terreno la selectividad, la clasificación de las cosas por su importancia. La nada sin respuesta, tan solo el silencio que es cero a la izquierda. Terreno “minado” de ignorancia compulsiva, que va erradicando la costumbre de no pensar, esa añeja actividad humana de plantearnos como un “ejercicio de guerra”, tareas reflexivas y de opinión que entonces moraban en cada uno. Volver a pensar eso cuesta. Porque el hábito hace al monje. No concibo la falta de esfuerzo como meta. Porque el esfuerzo es el costo lógico y natural para soñar y poder acceder a todos los órdenes de la vida, es decir el abrepuertas del conocimiento, hoy cerrojo sin apertura.
La comodidad exagerada, el conformismo constante del ocio, nos conducen a nada, solamente al descanso eterno del cómodo y eterno mediocre, incapaz de pelear por lo justo y necesario. Empezando por su vida, empezando por él. Buscar las cosas con solidez de convicción y entrega. No desesperar. No aflojar. Emplear todas las virtudes que poseemos, pero poniendo en acción el pensamiento.
Eso es como la falencia ciudadana de los argentinos, cuyo no protagonismo lo libera del compromiso de elegir exhaustivamente, puntualizando la facha sin preocuparse de la idoneidad. Tarea de menor trabajo, sin agitarnos ni reproches, aunque luego nos cuesten caros porque aniquilan todas nuestras esperanzas. Menos trabajo electivo que después lamentamos por haber resultados chatos, faltos de iniciativa y ejecutividad, con el hábito de cómodas prácticas políticas de “calentar” solamente el asiento, con el único interés de haber cubierto los gastos por un periodo prudencial.
El talento, la capacidad, el trabajo, deben estar por encima de toda pretensión de representatividad. Podemos ser mejores si dejamos de celebrar la demagogia de facilidad anteponiendo siempre el trabajo, el tesón como única vía. La otra, la que hemos probado una y mil veces es populosa pero vacía de futuro. Debemos erradicar la mediocridad incentivada, es fundamental pensar. Tener criterio. Poder reclamar y exigir. Volver a ser nosotros mismos.

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