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El espíritu de la Facultad de Derecho

Por Enrique Eduardo Galiana

Moglia Ediciones

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”

Era una campanita, sonrisa y alegría que derramaba por doquier, su pelo lacio y corto jugaba con el viento, siempre tenía una respuesta correcta y cortés ante requerimientos que le realizaran sus compañeros de trabajo, autoridades o alumnos, Clotilde era una persona querida y apreciada por todos. 

Ella encontró su trabajo y su hogar en la Facultad de Derecho, se adaptó inmediatamente al nuevo edificio sobre la avenida Armenia, cuando los árboles aún estaban creciendo al compás del campo que rodeaba las estructuras edilicias. 

Clotilde recorría los pasillos mansos. Su escritorio era humilde, una pequeña mesa de máquina de escribir vieja fuera de otro uso, nunca se quejó ni reclamó otro puesto de trabajo. Tenía la costumbre de alegrar la vida a quien se acercara a ella, eso la hizo formar parte del escenario que se vivía académicamente, en la querida casa de estudios de la cual formaba parte.

En mi caso, como amigo de su padre, tuve el honor de gozar de su amistad y sus risas elocuentes, contagiaban optimismo. 

Pero la vida a veces no es justa o tiene designios diferentes para los que viajamos en el tiempo hacia el destino final, Clotilde una mañana llegó casi callada, su mirada ahogaba una sonrisa solapada que escondía un secreto, estaba resignada, vencida, parecía que el mundo se le había acabado y aun así sacó fuerzas para continuar. A pocos les contó su profundo secreto, otros murmuraban problemas de amor, de trabajo, etc., nada de ello era cierto, la suerte o la naturaleza le había jugado una mala partida, ella lo ocultaba. 

Los análisis que se realizó en varias oportunidades coincidieron en su enfermedad, no solo era fatal sino penosa, conocía lo que tenía por delante como destino de su viaje transitorio natural. Por eso optó con mucha vocación vivir lo poco que le prestaba el tiempo con la alforja cargada de dolor, por ella y por sus descendientes. 

Soportó estoicamente la penosa enfermedad que la fue consumiendo, siguió sonriendo hasta el final, mientras afirmaba: “-Quiero que me recuerden, que no sea con una mueca de dolor sino con una sonrisa, con alegría, les pido no me olviden. Que mi estela quede en la facultad como formando parte de ella”. Los que la escuchaban, entre ellos el narrador, no podíamos ocultar la tristeza, así que ella saltaba y nos decía que nos esperaría desde el otro lado, porque nadie se queda en esta vida para siempre, algunos parten antes que otros; después reía jugando con la colita que se hacía con el pelo lacio y rubio sostenido por una birome.

El tiempo pasó lentamente, como si estuviera atado a un gran peso, mientras Clotilde adelgazaba exhibiendo los rastros tristes de la enfermedad que acorralaban sus gestos y movimientos, lo que no pudo la maligna hacer nunca fue sacarle la risa y la generosidad con los demás.

El inexorable fin se avecinaba, ella lo sentía, por eso se despidió con la grandeza que tienen algunos seres humanos, sin recriminaciones de ningún tipo a nadie, afirmando: “-¡Es la vida!”, lanzando una risa alegre y juguetona. En su interpelación de despedida, solamente demandaba: “-Recuérdenme con risas y alegrías, canten y bailen, que yo estaré bailando y cantando con ustedes, pero recuérdenme”.

Un día gris, como suelen presentarse los días en que la muerte visita a alguno de sus pasajeros, en este trajinar inmenso temporal llegó a la casa de la desdichada llevándola consigo, apagando su risa, dejando en los viajeros del tiempo un mensaje confuso, primero la tristeza al verla partir antes que nosotros, segundo el pedido de cantar y bailar, reír y disfrutar del viaje vital natural. La facultad se vistió de luto, como lo hace cuando uno de sus miembros parte de esta vida, le rindieron homenaje todos los claustros.

Pero el tiempo pasa y trae consigo la condena de la muerte total, que es el olvido, la última muerte de los seres humanos, dado que se muere cada día cuando dormimos y nacemos de nuevo cuando despertamos, se muere cuando la sombra del más allá nos lleva con ella, la postrera cuando nos olvidan alejándonos de los recuerdos.

Parece ser que Clotilde no se conformó con el olvido de muchos, por eso se presentó de pronto en nuestras vidas, se preguntarán de qué manera, pues les cuento. 

Una empleada de la Facultad de Derecho, como todos los días llegó a su trabajo cumpliendo la reglamentación vigente con sistemas modernos de comprobación de asistencia digital, colocó el dedo sobre el aparato electrónico que normalmente exhibe su fotografía de acuerdo a su huella digital, cuál fue su sorpresa al aparecer en la pantalla la imagen de Clotilde con nombre y apellido. De la sorpresa al estupor solo fue un paso, volvió a insistir, nuevamente el espíritu de Clotilde venció a la tecnología como si dijera aquí estoy por favor no me olviden. 

Entre los empleados corrió el rumor de lo acaecido, por ello salió a colación que otro espíritu ronda por esos lares, el de otro empleado, que un viernes avisó que trabajaría el lunes cubriendo su turno pero falleció imprevistamente el mismo día, ello puede ocurrir, por cierto no es ninguna novedad, lo sorprendente del caso es que el fallecido empleado apareció el lunes marcando presente en el momento que otro compañero de trabajo puso su huella digital. 

Los espíritus de la Facultad, pura energía, están en la red dirigiéndonos un mensaje, “no me olviden”.  Este relato es un homenaje sincero a todos los que a través del tiempo, marcaron con sus vidas a la alta casa de estudios y cuyos espíritus rondan por pasillos, aulas y bibliotecas. 

Para no olvidar y la lista puede completarse. Ramonita Larcenville, Chiquitín Crespo, Don Mendoza, el señor Piriz, Nuncho y Piqui Varela, el Señor Led, Brest, Pepe Cunha y Doña Pepa Cunha, el señor Leiva y tantos otros, los dejo para que ustedes completen la lista apelando a su memoria y recuerden que sus espíritus nos acompañan.

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