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Adivinas y curanderos

Moglia Ediciones

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”

La tarde caía lentamente sobre el río Paraná, dejando su manto rojizo como estela de recuerdo del día que moría lentamente al oeste. Las calles de Corrientes entonces estaban adornadas de perfumes y vistas maravillosas, todavía se conservaba parte de la ciudad antigua, la moderna empujaba a los viejos edificios en su destino de desaparecer. Años de mi juventud en que el Poncho Verde corría caudaloso entre camalotes y deshechos en búsqueda de su desembocadura en el Parque Mitre, pasando bajo el puente de la Batería donde se encuentran enterrados los paraguayos que murieron en combate. 

Eran los arrabales de la ciudad, lugares a los que pocos médicos, que vivían en el centro urbano, se aventuraban a entrar. Uno que otro se beneficiaba con “la asistencia pública” que contaba con una ambulancia antigua, de color amarillo triste y además rezongona, porque era más de las veces que se quedaba por problemas de motor o combustible que las que trasladaba enfermos a los hospitales públicos. 

La asistencia pública, la ubicamos en el edificio que se encuentra frente al Automóvil Club, por calle 25 de Mayo, hoy entrada del Palacio Municipal. Entrar allí y ver la jeringa que tenían, quizá con la única aguja para todo, hirviendo en su proceso de esterilización, provocaba espanto, después del pinchazo uno juraba nunca más volver allí.  

Los arrabales o barrios que crecían fuera de las líneas marcadas del centro, de casas chatas, casi todas asentadas en barro, muy pocas con techos de zinc, sin agua corriente ni cloacas, algunas con luz eléctrica, crecían sin medida ni plan alguno. Los que emigraban del sistema de explotación del campo, de terratenientes avariciosos, eran los nuevos vecinos, marcaban el terreno, ponían una estaca, lo cercaban con palos, ramas, plantas, etc. El alambre era un lujo que pocos podían darse y como la tierra era barata, los propietarios de los antiguos campos linderos a la ciudad ni se preocupaban por la ocupación hormiga de familias pobres y hambrientas que venían a la ciudad en busca de un bocado con qué alimentarse. 

En cada barrio existían una o varias comadronas, adivinos y curanderos. Según los dimes y diretes de la ciudad, especialmente del centro, éstos tenían un pacto con el diablo, sus actividades eran miradas como si el propio Satanás los dirigiera. En esa época la madres parían en sus casas, se hervía el agua, la toalla, quizá la única limpia, la palangana, el jabón de lavar blanco y desinfectante, jugo de limón o kerosene, a falta de otros elementos de asepsia. Los curanderos y adivinos hacían las veces de médicos, psicólogos y ayudantes espirituales. En los lugares de atención abundaban y abundan (no han desaparecido) imágenes de santos, santones como el Gaucho Gil, San la Muerte, en un sincretismo perfecto de equilibrio entre lo oficial y lo prohibido. 

El curandero era infalible para el empacho, también para problemas de retención de líquidos, contaban con la planta llamada la “meona” y la “barba de choclo”, o para presión arterial, con el ñangapirí o el té de hojas de naranjo, o directamente el té de flores de amapolas, que se compraba en un negocio de hierbas medicinales por la calle Santa Fe, del señor Catuegno, o mejor aún, los remedios que preparaba la Farmacia Corrientes. En lo referente a los adivinos, estos ejercían el oficio de orígenes anteriores a la llegada del cristianismo, tiraban las cartas, leían la borra del café o té y tantas otras.

Los brujos y hechiceros, como los calificaban los del centro y algunos adeptos de la periferia, ¿sus embrujos realmente causaban daño o producían encantamientos? Muchos dicen que sí y otros que no. “Te enredaron ko”, afirmaba una pitonisa. “Mal de ojo tenés”, otra, la borra del café o el té contaba secretos. Todo lo prohibido vivía en las periferias públicamente y en el centro de manera subterránea, porque tanto unos como otros siguen apegados a esa cultura. Entre las comadronas, doña Teó, era reconocida no solo en el barrio, del centro o cuando algún parto se complicaba, los médicos de hospitales y sanatorios la buscaban con urgencia, y ella daba vuelta a la criatura con una destreza digna de ser aprendida, entre rezos cristianos y otros ininteligibles, algunos decían que al atardecer se veía una figura difusa detrás de ella con una luz celeste. Era una buena mujer, nunca predicaba el mal. 

Entre los adivinos y curanderos se destacaba, frente a Villa Basura, Juancito, el doctor. Su casa era un rancho a dos aguas por pasaje Romero entre Uruguay y Brasil, piso de tierra apisonada, muchos santos y santones, velas de diversos colores en una especie de oratorio y siempre flores frescas. Las pobres mujeres que quedaban embarazadas y no podían traer hijos al mundo, acudían a él por el prestigio ganado, la limpieza del lugar y la hipocresía del mundo. Con o sin conocimiento científico, los abortos tenían un alto grado de seguridad, contaba con los elementos médicos de la época, libros de medicina, jeringas variadas, desinfectantes y dos o tres catres de campaña para sus pacientes luego de realizado el legrado. Pocas veces hubo inconvenientes, especialmente cuando la paciente venía de haberlo intentado sola, con el tallo del perejil o la aguja de tejer. Juancito conocía a varios médicos que lo ayudaban en casos extremos y contaba con una batería de antibióticos, modernos para la época. Las mujeres que iban a verlo no solo pertenecían a la clase baja, sino también muchas del centro, porque ir al hospital público era caer en manos de las monjas que fiscalizaban todo y su suerte estaba echada, las dejaban morir sin ayuda alguna. Lamentables épocas de intolerancia e ignorancia, y si vivían se comían el garrón del proceso penal y el escarnio público. Doña Teó y Juancito el doctor, según mi criterio, merecen un monumento. El último evitó más pestes venéreas que las autoridades de fiscalización médicas. Sus clientes fijas eran las prostitutas de los lupanares habilitados en la ciudad. Su sala de recuperación era compartida por la gran dama de la sociedad, con el catre lindero de la casquivana, de allí nacieron inexplicables amistades. Se ayudaban entre ellas en un contexto de fraternidad e igualdad difícil de narrar. 

También estaban las adivinas del centro, que eran otra cosa, las blancas y las negras, magia blanca y negra, la buena y la mala, en ambas metía la cola el diablo, la blanca para neutralizarla, en la otra para hacer daño, según cuentan. 

“Cuidado con tu foto, m’hijo -decía una de ellas-, que te ponen dentro de un sapo, tierra del cementerio, etc., y vos sufrís, chamigo”. 

La creación de la Universidad en el Nordeste y los alumnos de distintos lugares poblaron la ciudad ocupando las pensiones, conocidas por nombres especiales que los habitantes le ponían. “La grasa”, “El fortín”, etc. Una de las más afamadas adivinas vivía por la calle Rivadavia entre Santa Fe y San Lorenzo, la conocí personalmente. Frente a su domicilio, en épocas de exámenes los alumnos de todas las carreras hacían cola para que los atienda la pitonisa, su especialidad, adivinar las bolillas que le tocarían en el examen. 

El resultado era variado, observé en las mesas que integré como vocal, los gestos de alegrías y tristezas de acuerdo al resultado de lo predicho por la adivina, unos con alegría y otros reclamando justicia. No era la única, varias vivían y viven en la ciudad dedicándose a eso con ganancias importantes. Eran adivinas o tenían suerte, nunca lo supe. 

Como dije que conocí a una, debo aclarar cómo. Una estudiante del interior del Chaco, tenía como propiedad un anillo con un brillante que le había regalado su padre, en su afán de no estudiar mucho y utilizar los servicios de la adivinadora entregó en pago el anillo, que superaba el valor con creces de las tarifas habituales. El problema se produjo cuando el padre vino y preguntó por el anillo. La hija había salido mal en la materia, entre llantos  le contó de su aventura con la adivina. El furioso padre me encomendó el asunto, el estudio donde atendía en esa época se encontraba por calle La Rioja 442. El padre quería el cuello de la pitonisa a toda costa; obrando con cuidado y prudencia le expliqué que no había cómo probar, entonces se manifestó levantando el saco, exhibiendo un 38 largo que parecía un rifle y me espetó: 

-Yo le voy a traer la prueba. 

-Espere -le contesté-, deme un día a ver qué puedo hacer. 

Me conecté con una amiga, medio bruja también, que conocía a la adivina y me dio una tarjeta. Hablar por teléfono, en esa época, era un privilegio, pocos lo tenían, valía más un teléfono que una casa. 

Fui hasta el domicilio de la vidente y me atendió. Le expliqué la situación, me miró con ojos de asombro y dijo que si le daban veinte pesos, ella entregaba el anillo. Le contesté que le diría al padre la propuesta, pero le aclaré que el hombre estaba fuera de sí y era capaz de cualquier cosa. Además, ella no había adivinado ninguna de las dos unidades o bolillas. Y ahí me dio lata: que los planetas y la luna, etc. Me quité los anteojos y la miré fijo, sostuvo mi mirada, lentamente entró en un estado de palidez y transpiraba la frente. 

De pronto dijo: “Usted es diferente a las personas que conozco, señor”. Contesté: “No sé si soy diferente o no, pero me molesta la injusticia y las trampas”. Encrespada la mujer me entregó el anillo, que volvió a su dueña, que hasta ahora lo usa y se ríe cuando me ve. Yo, por supuesto, cobré por mi tarea, el valor del taxi y los honorarios, que sumaron veinticinco pesos, para mí era una fortuna. 

¡Ah! Olvidé contarles, nací en manos de doña Teó, una calurosa tarde de noviembre de 1947, justo cuando mi abuela Antonia plantó una parra, lo propio hizo mi abuela Eva, que muchas uvas dieron. Juancito el doctor, era mi amigo y gran persona, nunca se aprovechaba de los demás. Varios médicos aprendieron de ellos la medicina que viene de antaño, de los pueblos originarios y otras vertientes. Hasta ahora, algunos recomiendan, “andá que te curen el empacho” o “ve a alguien porque te ojearon”, “chaque chamigo, te hicieron un payé”. Crean o no, lo mismo van. 

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