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El VAR y la prueba de los hechos

Por Franco Gatti*

Publicado en Infobae

Los estudios sobre el denominado “razonamiento probatorio” forman parte de una de las preocupaciones más significativas de la Filosofía del Derecho en los últimos tiempos. Allí se inscriben una serie de abordajes, motivados en distintas tradiciones teóricas, que aspiran a problematizar acerca de cómo se prueban los hechos en los procesos judiciales. Esto supone preguntarse: ¿cuál es el lugar de la verdad? ¿Cómo se compatibiliza dicho objetivo con otros que tienen los sistemas de justicia? ¿Cuánta prueba es suficiente para tener por acreditado que algo ocurrió?

La cuestión de fondo no es otra que la reflexión en torno a cómo debe efectuarse esa transición tan compleja, tan difícil de cifrar, entre aquello que tiene lugar en el plano de la realidad y la forma en que es recogido -condensado, si se quiere- en un discurso que, en este caso, es el discurso jurídico, el discurso del proceso judicial. Aunque esa misma discusión puede expresarse de otro modo, afirmando que, en rigor, no hay tal diferencia y que no es posible hablar de una realidad preexistente al discurso que la designa. Es decir, que es falso que el lenguaje refleje los hechos -o pretenda hacerlo-, sino que los constituye, los crea.

Con el riesgo de caer en un parangón forzado, pero haciendo una apuesta por la reflexión, en los juegos también se ponen en danza estas variables. De hecho, no pocos filósofos del derecho han apelado a este tipo de comparaciones para explicar el funcionamiento y las características del fenómeno jurídico.

En el fútbol, concretamente, no se persigue como objetivo distintivo la búsqueda de la verdad, no es un mecanismo para resolver conflictos. Se trata, ante todo, de un entretenimiento. Ahora bien, es un entretenimiento reglado, en el que, a esta altura de los tiempos, se ponen en disputa intereses muy caros para nuestras sociedades. Por eso, las normas que lo rigen merecen, cada vez, una atención más sofisticada.

La inevitable adición de herramientas tecnológicas, como en todos los ámbitos de la vida, está motivada en un intento –que de antemano está fracasado- de ponernos a salvo de ciertas contingencias, de lo inesperado, de aquello que nos notifica la fragilidad que nos es consustancial. El VAR, así como otro tipo de instrumentos que se emplean en los deportes, ha sido llamado para corregir o eliminar –si ello fuera posible- el error humano. Los árbitros erran porque tienen intereses, porque prefieren a un equipo, porque son corruptos, porque son torpes, porque no saben. En fin, porque son sujetos políticos, como los jueces.

Entonces hay que aplanar esa contingencia con la objetividad tecnológica, ponerles al lado o encima una máquina que los sustituya en sus decisiones frecuentemente equivocadas, que los ponga a salvo, que nos ponga a salvo.

Atravesamos una época agitada por la tentativa de borrar la experiencia individual, se busca tipificarlo todo, etiquetarlo todo, estandarizarlo todo. Entonces, como es demasiado inseguro confiar la definición de un offside a la subjetividad arbitral, inventamos un dispositivo, que nadie sabe cómo funciona, y que nos vende objetividad. Pero, como en el proceso judicial, una imagen o una sucesión de éstas, necesita ser puesta en acto, nombrada, ubicada en un proceso lógico que acaba en la decisión. Y ese tránsito no es susceptible de asegurarse, de extirpárselo a lo indescifrable.

Vivimos una nueva embestida por protocolizarlo todo, por crear resguardos, forjar certezas que tranquilicen. Por eso, ¿qué más neutro, más aséptico, más inconmovible, que una máquina?

La contingencia, dice Juan Ritvo, citado por Alexandra Kohan, “no es la posibilidad de que algo suceda, sino la imposibilidad de calcular cuándo irrumpirá un elemento, nuevo o inadvertido, que desencadenará una configuración inédita”. Lo contingente interviene deshaciendo lo adecuado, el momento justo, porque pone en juego un acto que no podría anticiparse ni tampoco hacerse presente, porque hace de lo venidero algo incalculable.

El filósofo Hartmut Rosa sugiere que la industria del entretenimiento se alimenta de la indisponibilidad de los éxitos del mercado, los cuales no pueden ponerse a disponibilidad: una película, una canción o un libro, evaluados y rechazados por los grandes expertos puede convertirse en un best seller u ocupar los primeros lugares en los rankings internacionales y, a la inversa, puede fracasar a pesar de que se hayan gastado millones en su promoción.

El fútbol comercial carecería de todo interés si simplemente se pudiera comprar el éxito o calcularlo mediante la técnica, la clave de su éxito radica, precisamente, en ese elemento: en la contingencia, en que pueda suceder lo inesperado.

Por esa razón, resulta paradójico que se haya buscado cercar, contener esa contingencia, interrumpiendo el devenir, revisando lo que no es revisable, porque una vez que ocurrió ya es otra cosa, pretendiendo hacer un juicio público de algo que discurre por otros lugares.

Rosa, de nuevo, nos recuerda: “Vosotros las tocáis y quedan rígidas y mudas. Vosotros me asesináis todas las cosas”.

Sin embargo, el mundo nos elude todo el tiempo, mostrándose una y otra vez como indisponible, a pesar de nuestros esfuerzos. Una imagen no dice más que mil palabras, porque las palabras dicen la imagen y las palabras son un poco de quien las dice y bastante más del todos los demás.

La oportunidad de que acontezca una resonancia, ese acontecimiento que no se explica, porque allí el discurso llega tarde, requiere de una renuncia a ese intento violento de someter todo a nuestra disposición. Incluso, y sobre todo, en el fútbol.

*Profesor de Derecho UNR.

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