En su obra póstuma De la estupidez a la locura, Umberto Eco explica con una broma algo que, de tan usual, pasa inadvertido: que los seres humanos tendemos a responder de diferente manera una misma pregunta, según cómo se nos la formule. Refiere que dos religiosos, uno dominico y otro jesuita, compartían ejercicios espirituales. El dominico le preguntó a su amigo cómo era posible que fumara permanentemente durante ese tiempo de oración. El jesuita le contó que su superior lo había autorizado. El dominico se sorprendió porque, ante el mismo pedido de autorización, el suyo se lo había negado. “¿Pero cómo se lo has pedido?”, inquirió el jesuita. “Bueno, obviamente, le pregunté si podía fumar mientras rezaba”. A lo que el jesuita dijo: “Mal hecho, debiste haberle preguntado si está permitido rezar mientras uno fuma. Mi superior dijo que a Dios le agrada que se comuniquen con Él en todo momento”.
Las distintas maneras de preguntarse lo mismo, acaso puedan confundir a la hora de establecer la “gratuidad” de algo. Por lo general, la justificación de esa condición es que responde a un “derecho humano”. Está visto que para muchos argentinos cualquier cosa muy demandada debería convertirse en prestación estatal.
Un ejemplo algo pintoresco es el de una legisladora porteña que impulsa la gratuidad del protector solar por considerar que no es un producto cosmético, sino un medicamento necesario para la salud humana. A poco que se aceptara ese criterio, también las bananas deberían ser entregadas gratuitamente, dado que es indudable que la humanidad necesita potasio. Ese pensamiento mágico amenaza permanentemente con adueñarse de la realidad. Basta como ejemplo recordar que el Congreso sancionó en 2019 una ley que reconoció el derecho de los alumnos de los niveles inicial, primario y secundario a recibir educación sobre folclore.
No hay derecho natural que asista al reclamo de ninguna de esas cosas. En todo caso, podría eventualmente tratarse de una decisión de convertir algo en parte de gasto público y financiarlo de cualquier manera, como Fútbol para Todos, aunque más no sea con el impuesto inflacionario producto de la emisión monetaria sin respaldo. Sería interesante consultar a la ciudadanía, a la manera de la broma de Eco, qué le parecería que el Gobierno destinara el dinero de sus impuestos a pagar la cantidad de protector solar que decidiera consumir su vecino que pasa todo el día tomando sol, o a comprar acordeones y guitarras para las clases de chamamé en todas las escuelas del país. Probablemente entonces cambiaría el nivel de aprobación de semejantes dislates.
Todo aquello que un legislador o funcionario propone que el Estado haga o entregue “sin cargo” no es a título gratuito. Probablemente lo sepan, pero evitan confesarlo.
Incluso, resulta una falacia cuando se hace un culto de la “educación gratuita”. Alguien paga esa educación. Y ese alguien es la gran masa de contribuyentes, de la cual la mayor parte no accede a ese servicio por distintas razones. Si se quiere ser aún más directo en el razonamiento, puede decirse que la educación pública la subsidian incluso los que no pueden acceder a ella, como los tantos casos de familias materialmente imposibilitadas de enviar a sus hijos a la universidad, pero que deben pagar el IVA de los alimentos que no pueden dejar de consumir.
Durante una entrevista realizada en 1984 en la Universidad de Islandia, uno de los académicos le reprochó al premio Nobel de Economía Milton Friedman que los asistentes a una de sus conferencias hubieran tenido que pagar por escucharlo, rompiendo la tradición de gratuidad de esa casa de estudios. Opinó el catedrático que haber pagado por la charla no aumentaba la libertad académica, sino que la disminuía, a lo que Friedman argumentó: “¿Quién paga los gastos de la asistencia a las conferencias gratuitas? La gente que no asiste a ellas (...) los ausentes subsidiaban a los presentes en esos encuentros”.
Según Friedman, la palabra “gratis” es una de las peor usadas, básicamente porque “la educación cuesta dinero”.
El Estado no produce ni regala nada que antes no le haya quitado a quienes lo producen.
Desgraciadamente, que se pretenda convertir un recurso en un derecho no lo convierte en ilimitado o de libre disponibilidad. La sábana corta es un buen ejemplo.