Un juicio con transmisión en cadena nacional, un crimen ventilado hasta en sus mínimos megapíxeles y el morbo que sobrevuela por todos los paneles de opinólogos. ¿Sirve de algo? Dependiendo del cristal con el que se mire, sí, sirve, en mayor o en menor medida, pero sirve.
Aunque el morbo es de existencia indeseable y ha llevado incluso a la aberración de escuchar en TV “el que mata debe morir”, la difusión de juicios como el del crimen de Fernando Báez Sosa sirvió a diversos efectos, más allá de la estimulación de la afición mediática de algunos de sus protagonistas, como el abogado Fernando Burlando, que ,al margen de su calidad profesional, sus apariciones en televisión suelen ser frívolas.
No obstante, es valioso que el transcurso de un proceso penal tenga la publicidad que se merece. Ayuda a acercar a la ciudadanía a la Justicia y, por supuesto, a echar miradas críticas donde corresponda.
Para aportar fundamentos al respecto, el especialista Tomás Fernández Fiks, que también se refirió al doloroso y aberrante crimen de Lucio Dupuy, lo sintetizó ayer en una columna de opinión del portal Infobae en la que resumió: “Más allá de las penas que finalmente sean impuestas, resulta valioso que estos hechos sean ventilados en un juicio penal y sus autores sean juzgados”.
Y profundizó, refiriéndose a la difusión de los juicios: “pueden ayudarnos a reflexionar colectivamente acerca de qué función atribuimos como sociedad a la pena estatal, y por qué consideramos que es admisible que el Estado imponga un castigo a un individuo hallado culpable de haber cometido un delito.
Una primera respuesta a esos interrogantes puede encontrarse en la necesidad de proteger a la sociedad de sujetos peligrosos. Esta posición se condice con los dichos del abogado querellante en el llamado “caso de los rugbiers”, Fernando Burlando, quien al referirse a los imputados en ese proceso expresó: “Esta gente en la calle es un peligro”. El problema de tal razonamiento es que si lo llevamos hasta sus últimas consecuencias nos conduce a situaciones que no consideraríamos aceptables: deberíamos, si fuéramos consecuentes, encerrar a personas que sabemos peligrosas a pesar de que todavía no han hecho nada malo y, además, deberíamos dejarlas encerradas hasta que cese el peligro que supone que estén en libertad -peligro que podría no cesar nunca.
Una segunda respuesta hace hincapié en la necesidad de rehabilitar a los autores de un delito. Esta es quizás la posición que mejor se ajusta al texto de la Constitución Nacional, que en su artículo 18 reza: “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”. El evidente obstáculo con el que se enfrenta esta postura es que las cárceles distan mucho de ser adecuados centros de rehabilitación.
Además, resulta cuestionable que, en un país liberal que respeta las libertades individuales, el Estado decida ejercer su poder para rehabilitar de manera forzosa a personas que no desean hacerlo, invocando su propio bienestar.
Una tercera respuesta posible pone el foco en el carácter disuasorio y aleccionador del castigo penal, reflejado en la retórica que exige un “castigo ejemplar”. La lógica aquí es que queremos evitar que en el futuro ocurran hechos similares a los que están siendo juzgados, y la mejor manera de asegurarnos que no se repitan es a través del castigo severo de sus autores.
Si las personas que cometen graves crímenes son castigadas, aquellas otras que en el futuro consideren llevar a cabo acciones del mismo tipo lo pensarán dos veces, porque sabrán que existe una alta probabilidad de que ellas también sean castigadas”.
Y cierra: “(...) Un aspecto sobre el cual podemos llegar a un pacífico acuerdo es que, más allá de las penas que finalmente sean impuestas, resulta valioso que estos hechos sean ventilados en un juicio penal y sus autores sean juzgados. Además de arrojar luz acerca de cómo sucedieron los acontecimientos, el juicio oral y público implica que los acusados escuchen y sean confrontados por las víctimas, deban enfrentar lo que han hecho, deban rendir explicaciones a la sociedad y, en particular, a quienes han afectado, tengan una plataforma para pedir disculpas -aunque ellas no deban ser necesariamente aceptadas-, y deban acatar lo que la Justicia en definitiva resuelva”.