n Todos más o menos conocemos de mentas la leyenda o historia del lobizón, muy difundido en Corrientes.
Se dice que se trata de uno de los juguetes del diablo, para asustar a los seres humanos, protegidos de los dioses de todos los tiempos. Este extraño personaje viene de tiempos tan remotos, que no hay número alguno que sirva para ubicarlo en espacios o épocas.
Los sumerios, fenicios, persas, judíos, egipcios ya lo conocían; infundía e infunde temor entre todos. Los habitantes de esta zona, descendientes de todas esas civilizaciones sumadas entre sí, mixturadas con los guaraníes le dimos tonos y matices como aporte, sin por ello cambiar el eje de la versión milenaria.
Es el séptimo hijo varón de una misma mujer, que además de recibir en tiempos actuales el padrinazgo presidencial, también hereda a veces la maldición de convertirse en el lobizón. Un hombre transformado en bestia feroz, diabólica, dañina que se deleita destruyendo a seres humanos que encuentra por su camino.
Es un hombre convertido en perro o lobo o la sumatoria de ambos. Fantasma horrible y brujo implacable, será el interrogante que nos formulamos. De allí que el miedo que infunde tenga la misma antigüedad que la existencia misma de la bestia, generada por el diablo mismo.
Los cristianos reconocieron su existencia en sus tratados canónicos de luchas contra la brujería y los hechizos, inventando oraciones para conjurarlo o exorcizarlo con resultados dudosos.
Algunos sostienen que se alimenta de cadáveres, otros, de seres humanos vivos. Quien tiene la desgracia de verlo tiene poco tiempo de existencia, queda marcado como víctima segura si logra escapar en el primer encuentro.
La luna llena, fatídica para algunos, es el momento propicio para que el séptimo varón se transfigure. Su cuerpo se cubre de pelaje negro, sus ojos se transforman en bolas de fuego y toma la forma de un perro grande, de dientes cual colmillos amenazadores hacen juego con sus garras poderosas. Un zarpazo basta para tronchar la vida de un ser humano.
Ya en tiempos remotos el argento (plata), uno de los metales más nobles, venga de Córdoba, España, Potosí o Alto Perú, fue el remedio para matar a la bestia desatada. La famosa bala de plata o el arma blanca del mismo metal.
Hasta hace no mucho tiempo, en nuestra ciudad, las madres se cuidaban mucho de tener siete hijos varones. En el sexto, por arte de magia o influencias canónicas, paraban los embarazos. Si llegara a ocurrir, por obra de manos piadosas o malignas, el bebé moría en el parto. Cuántos angelitos fueron a parar a sus tumbas por manos de indefinida intencionalidad. Recibían su sepelio como todo angelito: todo de blanco, música, alegrías fingidas, comilonas hasta su entierro.
El cajón cerrado ocultaba un secreto a voces. En el corazón del angelito muerto en el parto se le clavaba un puñal de plata, que lo acompañaba en la eternidad al cementerio.
Por influencias de las mismas creencias, los ladrones de tumbas, no se atrevían a extraer los valiosos cuchillos de plata.
En los casos que el séptimo varón sobreviviera, los padres se cuidaban muy bien de construir en sus casas, pobres o ricos, una habitación enrejada reforzada con materiales duros para encerrarlos en las noches de luna llena. Narraban que la transformación se producía lentamente, hasta adquirir la forma de la bestia. Aullaba, lanzaba gritos espeluznantes, arañaba las paredes y sus ojos rojos como el fuego quemaban a la distancia. En las casas de estos infelices y desdichados abundaban los almanaques con las tablas lunares. El encierro convertía al presunto lobizón en objeto de espanto, generalmente se volvían locos y se quitaban la vida.
Ocurrió hace años, que un ladrón de tumbas conocido concurría a los velorios guiado por los avisos fúnebres.
Sumado al hecho que la reunión ardiente se realizaba generalmente en las casas particulares, que no solo le servía para consumir el anís, caña, aguardiente, galletitas y otras confituras, sino para observar si los deudos, violando la ley, colocaban al cadáver alguna joya, como anillos, cadenas o monedas de plata en los ojos. Guiado por ese dato luego cometía su fechoría profanando la tumba.
El caco, en una oportunidad observó en el velorio de un angelito, cuando los parientes encargados de la ceremonia creían que estaban solos, cómo clavaban en el pecho directo al corazón un cuchillo con mango de oro y hoja de plata; según la costumbre, acompañados de un sacerdote que rezaba.
Realizado el entierro el ladrón merodeó durante un tiempo el lugar, una de las bóvedas del cementerio San Juan Bautista.
Una vez seguro del plan imaginado, procedió a ingresar al lugar depósito de cadáveres, abrió con facilidad el blanco cajón y extrajo el cuchillo cuyo valor lo tenía estimado en mucho. Realizada la tarea iba a retirarse cuando una garra lo hirió profundamente en el hombro. Trató de huir, pero otra garra se metió en sus espaldas. Espantado gemía y lloraba en vano, el lobizón para ultimarlo clavó sus colmillos en el cuello y procedió a devorarlo.
El delincuente no tomó en cuenta que, en la ciudad de Corrientes, esa noche reinaba una luna llena, grande y poderosa que parecía reírse del desdichado.
A la mañana siguiente del escándalo en el cementerio, concurrieron los familiares y autoridades. Solo quedaban los huesos pelados y corroídos del que en vida fuera el ladrón de tumbas.
El cadáver del niño enterrado de blanco se hallaba sereno, pero su vestido totalmente destrozado; lleno de pelos negros y sangre. Una sonrisa macabra adornaba su rostro. El puñal se hallaba al lado del esqueleto del profanador, reluciente.
No es buena señal la luna llena, dicen las malas lenguas y la mía que repite. En muchos seres humanos causa efectos nada agradables, desata locuras incontrolables.
La pregunta que queda sin responder es cuántos lobizones merodean por nuestras calles, sin poder advertirlo.