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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

¿Qué hiciste Alberto?

Por Emilio Zola

Pasó una semana del cimbronazo electoral expresado en la sorprendente performance del ultraderechista Javier Milei, con su plan motosierra y sus promesas distópicas listas para entrar en acción. La cancelación que había padecido en los días previos a las PASO le fue levantada por los grupos mediáticos más poderosos, que volvieron a abrirle los grifos para que reafirme su meta dorada de mutilar todo lo público hasta convertir en cenizas el Estado protector, de cuya tumba surgirá –según él- un nuevo paradigma social basado en el concepto individualista del éxito personal.

Según Milei, quien haya logrado el éxito podrá disfrutar de la vida sin necesidad de un hospital estatal, una escuela pública o una jubilación solidaria (derechos que promete pulverizar en caso de llegar a la Presidencia). A la vez, quien por haber nacido en el lugar equivocado, en el seno de una familia sin recursos, no pueda alcanzar los objetivos de autorrealización personal pregonados por el libertario, tendrá la opción de vender una córnea para comprarse una tele o un riñón para comprarse una casa (siempre que los valores de mercado estuvieren a la altura).

Ya todos sabemos por qué ganó el líder de La Libertad Avanza. Pero no viene mal repetirlo. El “león” tuvo la astucia de apropiarse de los himnos de la rebeldía que hace 20 años pedían “que se vayan todos” y solamente hubo de pararse sobre la montaña de pifias cometidas por las administraciones anteriores para vociferar que todo lo hecho hasta acá por la “casta” fue un inconmensurable fracaso.

Desde el prisma mileísta, el modelo administrativo basado en recaudar impuestos para que los gobernantes elegidos por el sistema representativo distribuyan esos recursos en pos el bien común convirtió al “granero del mundo” en un país declinante, con un 40 por ciento de pobreza, un 120 por ciento de inflación y una composición social dividida entre los beneficiarios del acomodo y los que miran con la ñata contra el vidrio en un azul de frío.

¿Acierta Milei en el diagnóstico? Los datos duros de la realidad lo respaldan, pero el muchacho despista cuando despliega en los pizarrones el tratamiento que piensa aplicar para atacar el problema. ¿Hay que demoler el Estado para que los argentinos puedan iniciar el ascenso hacia la felicidad que proporciona un trabajo rentable en condiciones de dignidad humana? ¿Quién, sino el Estado, cuidará que esa búsqueda del propio bienestar no se convierta en un perverso mecanismo de explotación según el cual los más solventes expriman la fuerza vital de los más pobres con fines de enriquecimiento perpetuo?

En el mapa mental del libertario no hay términos medios. Todo lo que viene del sector público es corrupto, berreta y deficitario, mientras que el mercado es elevado a la altura de las leyes naturales, como si de la gravedad se tratara: un equilibrio virtuoso de oferta y demanda que ubica a cada actor social en el peldaño escalafonario que le corresponde. En ese esquema, los impuestos son un robo legalizado por el principio de justicia social que la Argentina abrazó desde Yrigoyen hacia el presente, con Perón como mejor intérprete de las consignas de movilidad social ascendente.

El problema que enfrentan Sergio Massa y Patricia Bullrich como principales adversarios del monstruo privatizador en que podría convertirse el próximo Gobierno Nacional es que Milei tiene razón. En el Estado hay corrupción, hay inoperancia, hay burocracia y hay procrastinación ejecutiva. Una autovía que debería estar terminada en el acceso principal a Corrientes se halla paralizada desde hace 3 años y es una trampa mortal no para los ricos que viajan en camionetas de doble tracción, sino para los pobres que van en moto y terminan aplastados por un camión en un día de lluvia.

Y así sucede en prácticamente todos los planos. El Estado se transformó en un paquidermo cuyos reflejos para solucionar los problemas reales equivalen a la maniobrabilidad de un barco sin motor. Un obrero rural que llega a un hospital para hacerse un estudio médico recibe turno para dentro de tres meses. Un desocupado se pone a vender los sandwiches de milanesa que hace su esposa en la cocina doméstica y sufre el decomiso de su mercadería mientras en la otra esquina un dealer hace fortunas con bolsitas de paco.

Es lo que hace años vienen viendo los votantes de Milei, hartos de que la taba caiga siempre para el lado del culo. El 30 por ciento de los que acudieron a las primarias eligieron la opción del despeinado economista que ahora acaba de sumar al ex presidente Mauricio Macri como su principal aliado (anunció que será un embajador plenipotenciario para atraer inversiones) porque encontraron su límite y prefieren un salto al abismo que los discursos vacíos de candidatos sin creatividad para seducir.

El voto cosechado por La Libertad Avanza se reparte entre desahuciados que nada tienen para perder (porque ya lo han perdido todo) y miembros de la clase media acomodada que no necesita del Estado a la vez que anhela dejar de pagar impuesto a las ganancias, a los ingresos brutos, a los bienes personales y un largo etcétera.

Intentar convencer a la sociedad de que las ideas disrruptivas de un minarquista son un peligro porque se perderían derechos inalienables es no reconocer que esos derechos conquistados a lo largo de un siglo de luchas sociales, para la mitad de los argentinos, ya estaban perdidos. ¿Cuántos trabajadores de Rappi o de Pedidos Ya conocen lo que es un convenio colectivo? ¿Cuántos tienen obra social? ¿Cuántos tienen aguinaldo o descanso dominical? Ni que hablar de la jornada laboral de ocho horas. Todos ellos, por citar un ejemplo de los numerosos casos de empleos informales en la llamada economía barrani (Maslatón dixit), no tienen miedo de que un tal Milei incendie el Banco Central o liquide el Conicet. Mucho menos que privatice Aerolíneas o que venda al mejor postor las acciones oficiales de YPF.

La soberanía política es una ilusión para medio país sometido a las condiciones más denigrantes a las que ha vivido la sociedad argentina en 40 años de democracia. Y lo cierto es que a nadie se le cayó una idea para torcer el sino trágico de una Argentina escorada que comenzó a hacer agua por el costado de los que más sufren: la tercera clase donde superviven los de abajo.

Los últimos ocho años fueron de mal en peor para las economías hogareñas, pero hay una persona, un señor de bigotes que accedió al poder con una base de legitimidad envidiable, que tuvo todo en sus manos para evitar este naufragio. Ese caballero se llama Alberto Fernández y tuvo cuatro años para responder al clamor social que pedía un cambio. Sobre sus espaldas recae la responsabilidad principal de haber desperdiciado la oportunidad histórica de mostrar señales convincentes, medidas que volvieran a entusiasmar a las masas que confiaron en la alternativa peronista en 2019.

Se fue en amagues el todavía presidente. Desde el intento reculado de estatizar la cerealera Vicentín hasta su famoso anuncio de que “dentro de dos días” se le declaraba la guerra a la inflación. Resta un par de meses para que el ministro candidato Sergio Massa tome alguna decisión postrera que capte la atención del electorado larretista, de los que se ausentaron en las PASO y de los que votaron por las fuerzas minoritarias. Hasta ahora, con una devaluación del 22 por ciento sin explicar absolutamente nada y sin tomar medida paliativas, se la dejó picando al ganador del domingo 13.

El tiempo se diluye como el agua entre los dedos, con la misma velocidad vertiginosa con que el peso se desploma frente al dólar. Las posibilidades de que Massa remonte un gobierno echado a perder por una suma de ineptitudes inverosímiles son ínfimas, inversamente proporcionales a la esperanza que alguna vez abrazó una abrumadora mayoría de argentinos. Todos ellos, al final del camino y con todo derecho, preguntarán en clave de lamento: “¿Qué hiciste Alberto?”

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