¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

PUBLICIDAD

Ciudad cementerio

Del libro "Aparecidos, tesoros y leyendas" de Moglia Ediciones. 

Sabado, 09 de septiembre de 2023 a las 18:35

 Muy pocas ciudades como la de Corrientes, en tan poco espacio, durante muchos años, tuvieron tantos cementerios juntos, afirmaba con convicción Fernando, un discapacitado (o superdotado) que deambulaba por la ciudad cuando lograba escaparse de su casa señorial. Su locura no era impedimento para ser ilustrado. Cómo aprendió a leer y a escribir nadie lo entendía. Hoy diríamos que es un autista, se comunica con quien quiere y aprende lo que le interesa superando a otros con creces. 
Fernando, en su encierro, gracias a la generosidad de su madre existía. Si fuera por el padre hubiera desaparecido de la faz de la tierra hace mucho tiempo. Pero la madre amenazó a su esposo comerciante y pobre con echarlo a patadas de la casa, sin un maravedí. Porque las tierras, casa y dinero le pertenecían a ella. Su familia la había dotado con la condición de que estuviera casada, protegiéndola del aventurero, presunto caballero español de rimbombante apellido. Quien atendía el negocio de su suegro ubicado a una cuadra de la iglesia Matriz por la calle Real, hoy Salta. Es decir formaba parte de la aristocracia del tablón de despachar y la vara de medir, a lo que agrego al vaso de caña o vino malo que se bebía en la ciudad. 
Fernando se las ingeniaba para abrir los candados en sus momentos de mayor ingenio. Su habitación-prisión se hallaba en el fondo de la casa, con letrina incorporada. Era un lugar conocido en la sociedad, porque exhibir un disminuido en público era una falta de decoro y vergüenza. 
Cuando lograba escapar todos aseveran que la madre era cómplice, para obtener libros, mapas y otros elementos de estudio, que los llevaba en una bolsa bandolera. 
Muchas veces sin hacer escándalo el protagonista lograba reunir en un terreno baldío, que había muchos en el casco de la ciudad en el final siglo XVIII, a los niños harapientos y desclasados que abundaban por el casco histórico, pidiendo limosnas o vendiendo productos de granja a los gritos por las calles. 
Fernando, cual experto, oficiaba de maestro de ceremonias. Les obsequiaba con dulces de los muchos que le proveía su santa madre. A nadie le importaba que el muchacho se reuniera durante horas con los rotos sociales, los que en muchos casos aprendieron a leer y escribir, observar las estrellas, conocerlas y sumar y restar. Las reuniones duraban lo que el prófugo tardaba en ser descubierto, o cuando se le chiflaba el moño. No admitía por ninguna razón que alguien le contradijera o se retobara, su concepto del mando y autoridad eran absolutos. Como su transformación, cuando descubría que su padre o madre lo hallaran, se volvía sumiso, obediente, esclavo. Se dejaba conducir tranquilo y sin oposición de su parte, guardaba silencio si estaba su padre. 
Con su madre era distinto, con ella conversaba tranquilamente. 
Fernando entre tantas enseñanzas que impartía. La historia de la ciudad de Corrientes ocupaba un lugar relevante, ubicaba con precisión los edificios, las familias que los habitaban, quienes eran parientes entre sí, los que se querían o se odiaban, conocía al dedillo la estructura social de la hipócrita sociedad correntina angaú “pro” (¿patricias?). 
Su madre, una mujer ilustrada, algo raro para la época, pasaba horas enteras con su hijo desfavorecido, contándole todo, más bien ilustrándolo. El joven sabía que casi todos en la ciudad eran parientes, cercanos o lejanos pero parientes al fin; que los sacerdotes tenían sus amantes entre las mujeres de clase inferior, las chinas pobres, mulatas, indias o esclavas. 
Un ejemplo de ello era Camila la esclava de la familia, que tenía un bebé, hijo de un mercedario; negro como la progenitora y de ojos azules como el padre Octavio, le decía. 
La esclava al ser comprada con su cría, -forzando al sacerdote mercedario a venderla a un precio bastante bajo-, fue puesta inmediatamente en libertad por el abuelo de Fernando, inscribiendo en el registro del Cabildo su situación. 
Vivía con la familia por su propia voluntad, quería a Fernando y lo atendía con devoción, era una de las pocas personas, aparte de la madre, con las que hablaba dentro del círculo familiar. 
La mamá de Fernando se relacionaba con los curas lo estrictamente necesario. Guardaba buena relación, pero no les perdonaba que su hijo no pudiera recibir ni la comunión, ni los beneficios de la fe católica, porque consideraban a los discapacitados seres endemoniados. 
Uno de los baldíos preferidos por Fernando para sus reuniones, se hallaba por la actual calle San Juan, a la orilla 
del arroyo Salamanca que viboreaba por la ciudad. 
Dibujaba sobre la arena con maestría el plano cuadriculado de la ciudad, ubicando los cementerios. Con tono severo y armonioso afirmaba: “Estamos asentados en un lugar rodeado de cementerios, los muertos nos rodean por todas partes. Observen, -con un palito marcaba la iglesia matriz una esquina de la plaza-, allí está un cementerio, adentro y afuera. Todo es cementerio, hasta sus paredes.” 
Corría el palito indicando el cementerio de los dominicos, sobre la calle San Juan y hacia la calle Mayo. Bajaba hacia el templo de San Francisco, marcando el cementerio. 
Volvía hacia la plaza central y dibujaba una cruz en el templo de los mercedarios, extendiendo el cementerio hacia el sur y al oeste; para luego mostrar el cementerio de los jesuitas, su templo, cementerio al fin y lo rodeaba con un círculo, no le quería a los jesuitas. Interrumpía su lección, miraba a los oyentes, les repartía los dulces que llevaba en el bolso y continuaba. “Lo que la gente no sabe, -afirmaba guardando silencio observando la cara de asombro de los niños- es que hay otros cementerios secretos: los de los suicidas, los excomulgados, los esclavos, esos están más al sur”, sostenía, mostrando con la varita los cuatro puntos cardinales como ratificación de enseñanzas anteriores. Continuaba diciendo queda lejos, y marcaba con una cruz uno de los cementerios secretos, que hoy estaría ubicado en Moreno y Tucumán. 
Luego corría con el palo que oficiaba de puntero el recorrido y se ubicaba en la capilla de la Cruz de los Milagros, que los niños conocían por vivir a sus alrededores algunos de ellos. 
Fernando impostaba la voz y afirmaba: “Allí se entierran a los pobres, los indios y otros, los que no tienen para comer”, sostenía con autoridad y tristeza. 
Los niños que eran sus amigos silenciosos, asentían, porque sabían que si hablaban terminaba la clase. Comían los ricos dulces que les proveía Fernando con generosidad. 
-Es por eso -agregaba el improvisado maestro- que deben estudiar, porque los espíritus de los muertos los vigilan a ustedes. No se asusten si se encuentran con ellos, a los inocentes nunca les hacen daño ni los atacan. Solo a los malos, esos deben andar con cuidado porque a la noche los visitan para recordarles sus pecados. 
Terminaba la clase y sin palabra alguna, Fernando retomaba el camino hacia su hogar, evitando ser visto por su padre. Con los demás habitantes era un extraño silencioso, ni saludaba ni lo saludaban, era una escoria social. 
Pasaron los años, el niño de Camila creció rozagante y feliz. Fernando jugaba con él y le enseñaba con cariño y devoción, era un chiquillo feliz, libre como su madre, de buen porte y esmerada educación. 
Por ventura el padre de Fernando murió primero, la madre dispuso que Camila fuera su heredera universal con el cargo de cuidar a Fernando hasta su muerte. En realidad no hacía falta, Camila que se había casado en la iglesia de la Cruz de los Milagros con un paraguayo emprendedor y trabajador. Adoraban a Fernando que era un maestro excelente para su niño, al que se sumaron dos más. El discriminado se encerró en la casa con los niños a los que brindó toda su sabiduría. El cabello blanco cubría sus sienes, las arrugas poblaban su cara, la espalda se encorvaba, hacía mucho tiempo había abandonado sus escapadas y aventuras, no necesitaba de ello, en su familia encontró la paz. 
Cuando murió lo enterraron en el panteón de sus padres, junto a su adorada madre y aborrecido padre. Camila y su familia se ocuparon mientras subsistieron de cuidar la memoria de dos grandes personas, la madre y Fernando. 
Hoy desaparecida la estructura superior del cementerio, donde se halla la Casa de Gobierno y la Legislatura, se ve deambular a un espíritu luminoso, que irradia alegría que arrastra consigo una bolsa bandolera, seguida de pequeños espíritus celestes que entonan un canto de ángeles alegres. 
Recorren las calles de la ciudad en distintas direcciones, para terminar siempre en el domicilio que hoy ocupan los herederos de Camila, señores útiles a la sociedad. Aún se ven frente a la Casa de Gobierno actual, cirios encendidos que algunas personas colocan dedicando a la memoria de las almas buenas, que comparten espacios con los vivos.
 

Últimas noticias

PUBLICIDAD