La ciudad de Corrientes hasta fines del siglo XIX era una aldea, de calles de tierra y arena, yuyales por cualquier parte, residuos tirados en las calles, zanjones infectos de arroyos indomables la cruzaban trazando un cuadro atemorizante, las casas de galerías hacia la vereda la pintaban pintoresca, pocas construcciones se aventuraban a un modelo italianizante, las otras construidas en barro o ladrillos crudos. De agua potable ni qué hablar, aljibes o pozos de balde proveían el líquido vital, otros compraban al aguatero, barril sobre ruedas tiradas por mulas o caballos que transportaban agua del río, cerca nomás de donde se ubicaba el rancherío de los esclavos de las órdenes religiosas, donde el bajo pueblo convivía con los desafortunados hombres cosas, casi todos lavando sus ropas y las ajenas en el majestuoso Paraná, confundidos en un abrazo de pobreza y explotación. Los del bajo pueblo, pobres sin alcurnia inventada, al menos eran libres, relativamente hablando, los otros vejados hombres o mujeres, trágico puesto social.
Cuando al fin de luchas sangrientas, que no serían ni serán las últimas, se logró sancionar y poner en vigencia la Constitución Nacional, se cumplía un sueño, el fin de la esclavitud, institución tildada de horrorosa pero necesaria, como sostenían los buenos para nada. El 9 de julio de 1853 los esclavos deberían ser liberados por sus propietarios sin dilación alguna.
Hacía años que desde 1813 la libertad de vientres debía haber dado sus frutos, nadie la cumplió, los sarracenos o leales al Rey los perdieron en manos de los patriotas, que en vez de liberarlos los destinaron a las armas o los incorporaron a su propiedad.
Higinio era uno de los que debía haber sido liberado, nació allá por el año 1830, sus padres fueron esclavos de un sarraceno Bedoya y su familia que los trataba mal o mejor dicho muy mal, dormían encadenados, mal alimentados, sus espaldas mostraban el rigor del látigo y el indigno signo de la marcación a fuego. Según dicen su propietaria era patriota, eso no la convertía en buena, a pesar de sus rezos diarios en la iglesia cercana a su casa, la Matriz, actual casa de Gobierno o la Merced, 25 de Mayo y Buenos Aires.
Cuando el bando anunció en la plaza Mayor 25 de Mayo que el art. 15 disponía la finalización de la esclavitud, hubo algarabía entre pobres y esclavos, conspiraciones entre los propietarios, todos querían eludir la obligación, qué se creían estos negros malditos hijos de Caín, expresaban sin desenfado.
Antes del 9 de julio de 1853 algunos propietarios, los más siniestros, condujeron a sus esclavos encadenados hacia el puerto de Corrientes, con un bajel contratado al efecto hicieron subir a los ilusionados infelices a latigazos, en una noche cerrada, de oscuridad maligna como el alma de los dueños, conduciéndolos al Paraguay, ni siquiera llegaron a la Asunción, los bajaron en el Ñeembucú donde procedieron a venderlos a los paraguayos que encantados los compraron. La esclavitud del pueblo guaraní durará hasta 1870 hecho que ignoran muchos en este mundo de letras.
Cuando el Estado Argentino y Correntino reclamaron la libertad, se encontraron con las manos vacías, fueron trasladados a suelo extranjero legítimamente, pagaron el derecho de exportación en el puerto con la complicidad del sinvergüenza del funcionario.
Higinio pertenecía al lote de los desdichados, sin embargo aprendió el oficio de platero, su propietario era un artesano de primer nivel y buena persona, lo trataba con respeto como un miembro de la familia. En el ejercicio de su profesión Higinio logró obtener una pequeña fortuna, inclusive su maestro le expresaba que realmente lo había superado, engarzaba las piedras preciosas con una precisión envidiable. Gracias a su trabajo Higinio, autorizado por su amo, vestía con elegancia, se educó con un maestro particular que lo introdujo en el mundo de la lectura, consumía libros que alcanzaba a comprar o que le facilitaba un buen sacerdote de la Asunción, al que conoció al realizar un trabajo para la iglesia. En ese ir y venir por la ciudad, madre de ciudades, observaba a una muchacha blanca de ojos azules que trabajaba en una botica, se llamaba Elvira, lo atendía con deferencia cuando compraba remedios o productos químicos que usaban en su arte.
Esta mujer era esclava blanca, descendientes de irlandeses esclavizados por los ingleses y vendidos a los colonos del Norte, como avatares del destino Elvira fue al Paraguay de manos del boticario, quien enamorado de su madre la compró a un comerciante yanqui en Río de Janeiro, sin embargo no se casó con ella por las leyes vigentes, quien ingresó como esclavo sería esclavo, por eso cuando el Estado paraguayo se preparaba para confiscar a los esclavos, el boticario liberó a su concubina, no a su hija Elvira, científica hecha y derecha, por carecer de los fondos necesarios expresó. Higinio de acuerdo con su propietario y amo urdió un plan, comprar a Elvira, con el valor agregado de su ciencia, pues podían ampliar el negocio en el Sur del Paraguay abriendo una droguería. Realizado el acto, Elvira con lágrimas en los ojos concurrió al casamiento de su madre con el viejo boticario, que cobró por ella un precio simbólico, asimismo le obsequió joyas de gran valor atendiendo a la edad que consumía a él y su esposa.
Higinio aprendió de Elvira, ya ubicados en el pequeño pueblo que habitaban al Sur de Humaitá, intercambiaron saberes, la ciencia que ella con paciencia le explicaba, él el arte de la platería y joyería. Poco a poco los dos esclavos a pesar de sus colores diferentes, sintieron arder sus pasiones, se enamoraron, el propietario de ambos el anciano platero los observaba con cariño, soplaban malos vientos en el Paraguay, habían atacado a los brasileros. Una noche con su esposa, mujer piadosa, solidaria y bondadosa, invitaron a Elvira e Higinio para regalarles su libertad, sumado a dos arcones con elementos necesarios para empezar una vida en otro lugar, además de la escritura de libertad de ambos, siempre y cuando se casaran inmediatamente en la iglesia del pueblo con el sacerdote amigo de la familia. Así lo hicieron, prometieron darles sus nombres a sus hijos, y visitarlos cuando la ocasión lo permitiera.
Una mañana triste de despedida la pareja multicolor se despidió de sus antiguos amos, con llanto dibujado en sus caras, llenos de amor y esperanza. Se dirigieron hacia el Sur de la provincia, conociendo el estado de guerra que se avecinaba, era cantado. Se instalaron en Esquina Corrientes, allí abrieron una farmacia y joyería, pocas joyas para evitar la ambición de otros, la sociedad de la época seguía cerrada a las uniones multirraciales, algunos progresistas los saludaban, otros ñembo taú (hacerse el loco) los ignoraban a pesar de ser clientes. Sus hijos pardos, mestizos de ojos azules como los de la madre, una nena y un varón.
Vivieron con estupor la guerra, conocieron los sufrimientos especialmente de los heridos a cuya curación contribuían, protegidos por el ejército nacional con sus elementos y saberes, llegaron a la ciudad de Corrientes desocupada por los paraguayos a las apuradas, muchas familias partieron con ellos, eran sus amigos.
Casualidades de la vida, en uno de los hospitales de sangre de la ciudad antigua, conoció a un joven oficial que se moría por una amputación mal hecha de un brazo, de apellido Bedoya, qué sorpresa, su mente voló rápidamente por extraños recuerdos no queridos, sentía en sus espaldas los golpes del látigo cruel y siniestro.
Elvira e Higinio lograron, yuyos y químicos mediante, parar la infección, una mezcla de un hongo de antigua sabiduría guaranítica, sirvió esencialmente para la curación, la cicatriz prometía bien, el muchacho agradecía con verdadera devoción.
Una tarde los ancianos padres del oficial argentino ingresaron al Hospital de sangre, cuál fue su sorpresa al encontrarse con su antiguo esclavo Higinio y su hermosa esposa Elvira, de pronto su conciencia se convirtió en un revuelto de angustia y desesperación, su maldad pasada lo tomó por sorpresa, no sabía cómo actuar. Higinio lo miró primero con sorpresa, luego con odio, razonando después lo perdonó, en definitiva gracias a ese miserable él era un hombre feliz.
El añejo Bedoya se arrodilló ante su antiguo esclavo pidiendo perdón, Higinio con su educación superior y piadosa, lo levantó delicadamente, le pasó la mano, luego saludó a la anciana expresándole, que debía rezar menos y ayudar más a los necesitados. El joven comprendió que de chico conoció a Higinio, pero no tenía edad para entender esas actitudes, él que codo a codo con los negros pelearon en batallas sangrientas sin mirar el color, sólo el coraje y el arrojo, consideraba a sus cherapichás (compañeros, amigos) iguales sin distingos.
Instalados en la ciudad de Corrientes los antiguos esclavos, compartieron la meza con los Bedoya, a partir de la consideración brindada por el anciano patriarca, algunos vecinos cambiaron la actitud hacia la pareja y sus hijos, educados de manera exquisita y superior a la brindada en la época, los niños eran lectores, hablaban inglés, guaraní y castellano. Los ancianos reían con los niños, recibiendo el cariñoso, abuelos, que les penetraba en el corazón como un puñal doloroso y feliz a la vez.
Higinio y Elvira llegaron a su fin, dejando la posta a sus hijos eximios profesionales de la medicina y joyería, partieron hacia el más allá, el otro barrio con buena muerte, acompañaron a los Bedoya en su viaje a la eternidad.
El hijo muy mayor, sin un brazo ordenó que el panteón familiar recibiera a esos dos héroes de la vida en su seno, acompañados de sus hermanos del cariño, los mulatos fueron enterrados cristianamente en orden a su desaparición, comparten el panteón en el cementerio, la vida tiene sus vueltas.
Dicen algunos aventurados, entre ellos yo, que los espíritus de esta gente pasean conversando animadamente por los espacios de los muertos, o los observan sentados dentro del sepulcro.