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Visitante del pasado

Moglia Ediciones. Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”.

Sabado, 20 de diciembre de 2025 a las 19:46

La casa más que centenaria por calle Quintana al norte entre Córdoba y Catamarca se mantiene desde hace años.
Resulta raro que la piqueta no haya dado cuenta de ella, las rejas de las ventanas, las puertas y paredes hablan de su senectud, erguida es como si dijera al caminante: “Sigo presente a pesar de los siglos”.  
En esa vivienda colonial, con algunas reformas, vivió durante toda su vida Carlos Alberto, hasta que la parca que hila el tiempo de vida se lo llevó como sucede, imprevistamente. Dejó hijos, nietos y un gran recuerdo, no fue descollante en su vida pública pero buena persona en su vida privada, con su familia y sus amigos, generoso, leal ser humano y justo.  
Murió plácidamente dormido una noche de primavera a fines del siglo XIX en su Corrientes amada; recibió rezos de la Novena en su viaje astral, su tumba en el antiguo cementerio San Juan Bautista es visitada frecuentemente por sus familiares, su fotografía permanece intacta con velas que lo recuerdan sobre un mueble antiguo como la casa. En ella mantiene la pose que exigían los profesionales de la imagen, parado junto a un sillón, botines de media caña, sacón largo, lazo en el cuello de la camisa, mirada adusta, ninguna sonrisa.  
Es tradición familiar rendirle homenajes al tatarabuelo Carlos Alberto, contar sus aventuras como navegante del río Paraná, tormentas y naufragios, salvados y ahogados como si él estuviera presente.  
Sus descendientes, jóvenes curiosos e imaginativos, osados, comenzaron a pedirles favores al antepasado para que los ayudara en algún examen, cure un resfriado y
cuanto se les ocurra a los lectores entra en el paquete de peticiones efectuadas.
Una vez se llevaron la fotografía añosa a la escuela para que los ayudara a rendir mejor. Si los ayudó o no, no lo sabemos pero el alma del pobre no tenía descanso, sus alforjas de peticiones estaban llenas, lo estaban molestando en su lecho de paz eterna y misteriosa.
Al más osado y terrible de sus descendientes, se le ocurrió acudir a una curandera en el barrio Libertad para hablar con su pariente, ésta era nigromante entre otras cualidades de su hacer.  
Como buena profesional les advirtió severamente sobre los peligros de ese tipo de invocaciones. “Pueden filtrarse otros espíritus haciéndose pasar por Carlos Alberto, o corporizarse el muerto e ingresar a nuestro tiempo”, expresó.
Nada los asustaba porque estaban decididos a conocer a su pariente, a la raíz de su genealógico existir.  
La curandera para espantarlos les exigió una suma bastante elevada, pero no puso freno al deseo de los clientes aventureros, eran cuatro muchachos y dos chavalas, el jefe del grupo se llamaba igual que su antepasado Carlos Alberto.  
Un sábado –según lo convenido– se dirigieron a la calle Roca frente a la plaza Libertad con el dinero del precio pactado.  
Caía la tarde de un caluroso diciembre, la señora invitó a pasar a los concurrentes, cerró las ventanas. El lugar en sí generaba temor, una mesa redonda ocupaba el centro de la habitación, una luz mortecina fluía de una lámpara de bronce de antigua data, el calor agobiaba, la mujer los invitó a sentarse alrededor de la mesa, trajo una jarra con agua con sus vasos correspondientes, siete para los presentes y uno más para el invocado expresó. Las sombras jugueteaban contra la pared, un sahumerio expelía el perfume conocido como mirra, las piruetas del humo llamaban la atención, preanunciando el desenlace incierto.
Tras unos minutos de concentración la señora les exigió que nadie se levantara, vieran o escucharan lo que ocurriera, sentados estaban seguros, podían beber el agua, si  se sentían mal debían aferrarse al vaso con agua “porquerepresenta la vida, es sagrada –agregó–, si hace falta está
la jarra con el líquido, pueden servirse”.
La nigromante colocó la foto del difunto frente a ella, empezó con oraciones desconocidas para los jóvenes, a su lado tenía un crucifijo, una Biblia junto a una vela encendida.  
Transcurridos unos minutos la habitación se enfrió a pesar del calor reinante, no había ventilador ni aire acondicionado, un vientecillo extraño comenzó a soplar moviendo la llama de la candela, la mujer con los ojos abiertos excesivamente miraba a cada uno de los jóvenes, de pronto desde la boca de la mujer salieron palabras que noson compatibles con su voz, venían de lejos y de lo profundo.
“¿Quién desea comunicarse conmigo, estoy bien descansando, por qué me invocan?”
Como si despertara la señora interrogó: “¿Quién eres? Dime tu nombre”.
“¿Me llaman y no saben mi nombre? Me extraña, soy Carlos Alberto, ahora no estoy seguro si estoy muerto o vivo ¿qué han hecho?” 
“Tus descendientes te llamaron a través de mis oraciones quieren hacerte preguntas, Carlos Alberto”. “Si están escuchando, diles que estoy enfadado, que observen sus vasos el agua arderán, se llenarán de burbujas, cada cual vive su tiempo, con esto perdí mi paz estoy desorientado, no sé a dónde me dirijo…”
Los presentes observaron sus vasos, el agua estaba para hacer mate cocido, las burbujas saltaban como si fueran maíz pororó, no podían tocar las copas porque quemaban.
La señora recuperó su voz: “Hemos despertado a un muerto que no está del todo feliz y ahora se halla perdido”.
Abrió las ventanas, apagó la vela, rezó un padrenuestro, vertió en una jarra de aluminio el agua de los vasos y la arrojó fuera de la casa, a la calle, y luego arrojó más agua para que corra.  
“Ya ven chicos su pariente se enojó con ustedes y conmigo. Vamos a esperar y ver qué pasa, estoy muy cansada”. Los jóvenes la miraron espantados, quedaron estupefactos, asustados, no les gustó nada, menos que se haya enojado su lejano pariente muerto.
Jodido es molestar a los difuntos decían sus madres, era ley sagrada en la familia.
En los históricos nichos del cementerio San Juan Bautista, donde se hallaban depositados los muertos de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX una noche se escuchó que una estela funeraria (lápida) de mármol se estrelló contra el piso. Era un diciembre de mucho calor coetáneo a  la invocación. Los serenos alumbraron el lugar y juran haber visto a un hombre parado frente al nicho vaya a saber de quién, se encerraron en la capilla y pare de contar, mañana será otro amanecer.  
Al día siguiente llamaron a los parientes del difunto para que observaran cómo los ladrones de tumbas –aseguraron–, se habían llevado los restos de huesos nada más del allí enterrado, Carlos Alberto D. etc. según rezaba la inscripción.
Esa noche con el julepe que se llevaron los guardias, el pobre invocado muerto apareció de pronto en un lugar totalmente desconocido, no sabía dónde estaba geográficamente, si en un cementerio o dónde porque después de yacer tantos años su desorientación era total.  
Vestía un antiguo traje de sacón largo, camisa de antiguo cuello, botines negros, su pelo largo al igual que sus uñas poco ayudaban a su garbo, asustaban más bien.
Tenía mucha sed. Encontró una canilla cerca de la salida donde bebió con deleite, pero el sitio en que se hallaba estaba cerrado con rejas y candado.
Recorrió el lugar y se dirigió hacia el río, esos lugares eran campo antiguamente como él recordaba, buscó una salida detrás de grandes construcciones que no entendía, observó un alambrado tejido que daba a una calle lateral,
le llamó la atención que hubieran casas enfrente… antes la gente disparaba de los cementerios ahora parece que no, en verdad no sabía por dónde andaba, le pesaba todo.
Caminó hacia el norte guiándose por las estrellas porque lo dominaba como marino. No conocía absolutamente ninguno de los lugares por los que pasaba, se sacaba un polvillo que tenía la ropa… los primeros transeúntes con los que se cruzaba lo miraban extraño, con recelo… él con miedo, muerto de miedo y muerto de verdad.  
Observó que las personas ascendían a un vehículo con un número 4, “Empresa Ibarra” leyó, que se parecía a los tranvías a mulita de su época. Se coló entre ellas, el chofer desconfiado le pidió que pagara el boleto. “No, no tengo plata” expresó. Un piadoso pagó por él, no sabía si era por piadoso o miedo, los demás lo rehuían, el conductor lo miraba extrañado con el calor que hacía éste con un sacón largo…, pensaba que era un artista de circo o algo así.  
Bajaron en el puerto, conocía el lugar. Todo estaba cambiado, pronto recordó la iglesia San Francisco que estaba casi sobre el río. Caminó hacia el este, la iglesia había desaparecido, volvió sobre sus pasos y se ubicó en el antiguo convento, desde allí bordeó observando la nueva ubicación de la iglesia de San Antonio, caminó rumbo a su casa por la calle del Cabildo y al fin estuvo frente a ella.  
Golpeó la puerta con los nudillos le atendió uno de los muchachos que lo había invocado. Al verlo cayó desmayado en el instante, eso también lo asustó pero aun así pese a la turbación Carlos Alberto lo ayudó a levantarse. Otros familiares acudieron a la puerta y también quedaron petrificados al observar la figura antigua de su ancestro. A su vez, despertó su curiosidad ante al recibimiento o no –como no comprendía nada– se quedó un momento indeciso, luego espetó: “Soy Carlos Alberto me llamaron y no sé para qué”.  
Se produjo un escenario de histeria general, gritos, llantos, rezos, las mujeres con velas se arrodillaban, los vecinos no entendían nada sobre el escándalo, los de la casa menos.  
El mayor de los muchachos que estaba en el fondo se armó de coraje, sabía de qué se trataba. Entró a la habitación del escándalo, pidió calma, invitó a sentarse al visitante inesperado del otro mundo, éste lo miraba con signo de interrogación.  
El joven que no sabía de dónde sacaba el coraje que demostraba ante los asustados parientes, lo invitó a que lo acompañara, tenían que dirigirse a la casa de la nigromante, que fue debidamente informada de las novedades.
Siguió las instrucciones al pie de la letra porque debían hacer que pasara al otro plano.  
No está de más decir que los médicos debieron acudir a atender problemas de presión, desmayos etc. El joven Carlos Alberto, que se llamaba como el muerto revivido, le pidió al padre plata para el taxi, llamó por teléfono a la curandera de la calle Roca avisándole que se dirigían hacia su domicilio, ésta desesperada le exigió que trajera al visitante porque había que devolverlo a su tumba.  
En ese momento la madre del muchacho y una tía volvían del cementerio con la novedad del sacrilegio, qué sacrilegio ni ochos cuarto, el muerto estaba en su casa. Se quedaron color cal, heladas, debieron masajearlas con alcohol para que volvieran en sí, pero el susto no se les sacaba nadie, balbuceaban, lloraban y todo lo demás de la escena dantesca que vivían.  
Desesperado, el resucitado obedecía a su pariente, porque ambicionaba retornar al lugar de donde había venido, este tiempo no le daba bien.
Llegaron al barrio Libertad e ingresaron a la finca, la nigromante con temor hablaba con el señor del otro portal, lo rodeó de agua bendita, encendió una vela, lo invitó a repetir con ella rezos extraños, poco a poco el materializado Carlos Alberto sonreía mientras se diluía en el espacio eterno del universo paralelo, agradeció con voz antigua que lo guiaran a su descanso.  Los empleados del cementerio de pronto vieron aparecer cenizas, restos de tela, botines y huesillos en el cajón que se hallaba vacío, otra vez salieron disparando como un rayo, en su vida corrieron tan rápido.  Posteriormente los parientes repusieron la placa de mármol: “Aquí yace Carlos Alberto…” Guardaron la fotografía en un cajón con llave, se  reunieron a hacer catarsis, juraron nunca hablar a nadie de su experiencia y lo ocurrido, pero las paredes tienen oídos y los vecinos más. Durante más de diez años nadie pasó frente a la vieja casa. Muchos familiares se mudaron con el susto a cuestas, que jamás se les iría.
Los jóvenes aprendieron la lección. Hoy adultos mayores insisten: “Con los muertos no se juega chamigo”.
Los empleados del cementerio comentan que un joven –hoy anciano– se pasa horas hablando sólo frente al nicho de Carlos Alberto…, aseveran que debe estar loco, lo que no imaginan es que sí conversa con su ancestro del otro plano, porque la conexión quedó intacta.

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