La perfección no existe. No por sí sola. River, que durante cincuenta minutos sintió que lo imposible era factible por ese gol de Maxi Salas a los siete minutos y fracción, no consiguió contribuir con el guiño que le dio el resultado (y que había propiciado). Y pagó caro y a dólar tarjeta sus errores. Se durmió en el confort de un primer tiempo en el que parecía que todo iba a salir bien. Se aferró demasiado al optimismo que se había autogestionado. Y falló. Y marchó de la Copa Libertadores con un resultado que en el entretiempo hubiera sido impensado. Pero que fue tan real como la abismal diferencia de jerarquía y templanza con su adversario, inclemente y voraz.
Casi como si la serie se hubiera diagramado para que se cerrara el círculo: el final del partido en el Allianz Parque se asemejó tanto al arranque de la llave en el Monumental que pareció escrito. De imponer el rigor y la tensión incluso sin el dominio en un primer tiempo en el que supo cómo ocupar los espacios, estar presente pese a no dominar el juego e imponerse con la tensión en las divididas y en el área y hasta quedar a un mano a mano fallado por Castaño, River se desplomó por carencias crónicas. Reincidió en errores que ya había cometido en el Liberti, como el que derivó en el empate de Vitor Roque: una mala respuesta de Armani, una salida fallida de Rivero (la única en un partido que era para mención honorífica) y ya no pudo reconstruir su tetris estructural. Y entonces, se desmoronó.
El empate caló demasiado en lo emocional de un River que hasta ese momento había estado presente, enfocado. Y que cuando debió tomar riendas desde la inteligencia, desde la gestación pausada para no caer en la trampa de la desesperación, falló. Estuvo muy cerca a través de un tiro de Salas (incómodo y cruzado) de volver a meterse en juego. Pero lo había advertido Gallardo: las pocas que iba a haber tenían que entrar. Y ya no entró otra.
River involucionó, retrocedió casilleros hasta volver al primer tiempo en el Liberti. Necesitado, está claro, Gallardo cambió en pos de ir a buscar el segundo, privándose de los que razonaban con la pelota en los pies (Quintero y Nacho Fernández) mientras quedaba en cancha un Castaño que no justificó la confianza de mercado. Light en tensión y concepto, el centrocampista generó pérdidas peligrosas y contragolpes que vigorizaron poco a poco a Palmeiras a la vez que erosionaron la confianza colectiva de su equipo. Además de cargarlo peligrosamente de amarillas por errores no forzados: los fallidos del colombiano, por caso, derivaron en las tarjetas a Portillo en el primer tiempo y a Salas (a quien Matonte echó por error y luego se corrigió) y a Enzo Pérez.
Fue demasiado abrupto el cambio de River que Palmeiras pegó el estirón. Pasó de generar murmullos en las gradas en el primer tiempo por verse forzado a buscó con pelotazos largos bien domados por Martínez Quarta y Rivero -o con búsquedas largas por las bandas que casi siempre neutralizaron Montiel y Acuña- a encontrar los espacios. A creérsela. La prueba: la corrida de Torres que derivó en el foul (y la expulsión) de Acuña y el gol del correntino, Flaco López. El primero del doblete que cerró con una definición exquisita, acorde al estatus de Messi que le puso su compañero Rafael Veiga. Terminando de desmoronar a River.
La calentura del final, el rodeo a Matonte, la bronca hasta la zona del túnel y la desazón fueron síntoma de cómo terminó el CARP el partido. Un equipo que necesitará reflexionar introspectivamente para salir rápido de este golpe. Y aprender: no puede volver a dormirse en los laureles.
Olé