Muchas veces lo que Argentina logró en la refriega del esfuerzo, a costa de sacrificios incompensables, se perdió en los escritorios de los burócratas. Y atención: la palabra Argentina debe ser tomada aquí en su más amplio sentido, con el criterio federal y americanista que caracterizó a los más sobresalientes protagonistas de una historia colmada de desencuentros e infiltraciones interesadas de las potencias globales que siempre, hasta el día de hoy, se las ingeniaron para meter baza en contra de la autodeterminación sudamericana.
La soberanía, entendida como la potestad de forjar el propio destino en un concierto de naciones donde el país de San Martín, Belgrano, Messi, Maradona y el Papa llevó siempre ventajas originales relacionadas con su exuberancia o su talento, estuvo desde tiempos inmemoriales amenazada por los sectores que, aún considerándose a sí mismos como patriotas, buscaron la manera de conservarse al amparo de los padrinazgos extranjeros, con un espíritu colonialista que buscaba mantener el status quo bajo la impronta -primero- del Consejo de Regencia español, -luego- de la voracidad británica y, ya en el siglo XX, dentro del círculo de naciones satélites funcionales al apetito imperial de Estados Unidos.
En tales condiciones esta nación que comenzó siendo un conjunto de provincias unidas en derredor del Río de la Plata contrajo el primer empréstito usurario con la británica Baring Brothers (firmado por quien iba a ser el presidente de la fallida república unitaria de Bernardino Rivadavia en 1824) y luego perdió a la Banda Oriental en una negociación impúdica con el imperio brasileño. Tras cartón, permitió que fuera el mártir federal Manuel Dorrego quien firmara una paz tramposa a cambio de un alto costo: la independencia uruguaya, sobrevenida como consecuencia del acuerdo de cúpulas que se había tejido durante años entre los directores supremos (de Posadas y su sobrino Alvear a Pueyrredón) con los invasores brasileños que retuvieron Montevideo hasta forzar la caída del caudillo federal José Gervasio Artigas (otro ganador con las espadas luego derrotado por la tinta del Tratado de Pilar).
Dorrego, gobernador de Buenos Aires tras la caída del Directorio (la institución de gobierno unipersonal que había instaurado Carlos María de Alvear), fue depuesto y fusilado sin juicio previo en 1928, por el general unitario Juan Galo Lavalle, quien actuó influido por los líderes unitarios que lograron hacerle pagar al ejecutado gobernador bonaerense el costo político de una guerra contra Brasil ganada en el campo de batalla pero perdida en la diplomacia, gracias a la siempre avispada injerencia británica que -una vez más- logró sacar provecho de las divisiones sudamericanas.
Hay mucho más para explicar el sino involutivo de un país que pudo haber sido una potencia independiente pero terminó convertido en una república desigual, federal en los papeles, pero macrocéfala en los hechos, pues Buenos Aires continúa hasta el día de hoy, en tanto sede del poder central, marcando el pulso político e institucional de provincias atenidas a la distribución de recursos nacionales para una supervivencia aquiescente, producto de la desindustrialización y de un plan estratégicamente diseñado para instalar un modelo extractivista que convirtió a la Argentina en lo que sigue siendo: un mero proveedor mundial de productos primarios y materias primas.
¿Han tenido noción de la historia los gobernantes argentinos? Si la tuvieron, cabe decir que en buena parte se han decantado a favor de posiciones como las de Bartolomé Mitre, el presidente que se prestó a formar alianza con Brasil y Uruguay para destruir el progresismo paraguayo en una época en la que los hermanos guaraníes habían logrado tranquilidad social, independencia económica y crecimiento industrial.
La llamada “Guerra de la Triple Alianza”, además de haber costado miles de vidas, sirvió para desmantelar el que era un ejemplo a seguir por las demás naciones emancipadas de la corona española en el siglo XIX. Porque Paraguay no solo había distribuido tierras con criterios igualitarios (una idea del presidente vitalicio Gaspar Rodríguez de Francia) sino que tenía líneas ferroviarias propias, producía cada vez más yerba mate, madera y algodón, llegaba al mar gracias a la salida proporcionada por Uruguay y lo más importante: no había contraído deuda externa, mecanismo financiero que fungía como método de dominación de Inglaterra.
¿Qué hicieron los aliados Brasil, Argentina y Uruguay (ya post golpe de estado contra el depuesto presidente Berro y desde ese momento gobernada por un esquema idéntico al predominante en los otros dos países)? Le cerraron la salida al mar a Paraguay, a la vez que iniciaron una ofensiva despiadada que hizo trizas el capitalismo de Estado que caracterizaba al vecino país hasta -después de un río de sangre- lograr el encumbramiento de un nuevo prototipo de país dependiente de los vientos externos: a partir de 1870, los pequeños campesinos que quedaban vivos después de la guerra fueron despojados de sus tierras a favor de la acumulación de superficies productivas que se transformaron en latifundios comprados por compañías extranjeras, fundamentalmente británicas.
Ya en el siglo XX, los gobiernos que buscaron enmendar estas decisiones motivadas por los intereses de las grandes potencias terminaron derrocados por confabulaciones orquestadas por la nueva potencia occidental, que ya era Estados Unidos. Desde Yrigoyen a Perón, desde Frondizi a Illia, siempre hubo en el derrotero amargo por el que hubieron de transitar los jefes de Estado argentinos (y de otras naciones hermanas del Cono Sur) agentes foráneos como gestores e impulsores de las estratagemas golpistas.
Esta tendencia puede observarse hasta las más recientes administraciones en situaciones puntuales como el desmantelamiento del misil Cóndor por parte del gobierno de Carlos Menem ante un pedido concreto de Washington, a cambio del apoyo económico que derivaría en las privatizaciones, la incorporación de divisa extranjera y la instauración de la convertibilidad como vía eficaz para salir de la hiperinflación a la que fue empujado Raúl Alfonsín (cuyo perfil demasiado progre y humanista jamás fue digerido por los dueños del mundo).
En la toma del megacrédito de 50.000 millones de dólares por parte del ex presidente Mauricio Macri ante el FMI también puede verse esta idea de dominación por vía de la diplomacia y la influencia ejercida por las potencias internacionales sobre gobernantes que, históricamente, han priorizado las ganancias del sector privado por sobre la solidez de un Estado con aptitudes y potestades equilibradoras de la distribución de riquezas.
Desde ese momento, como en la era rivadaviana, la Argentina volvió a quedar a merced de los acreedores externos, que intervienen en su política económica con constantes pedidos de ajuste fiscal, reducción de jubilaciones, supresión de beneficios sociales y otras medidas de carácter contractivo, es decir, la remanida receta del liberalismo extremo, que junta y junta dinero, pero no lo comparte ni siquiera por la maniquea teoría del derrame.
En este momento histórico a la Argentina le toca un presidente que tributa en ese mismo ideario. Javier Milei viaja por el mundo para hacerse notar como aliado incondicional de Donald Trump y de la ultraderecha europea, donde es idolatrado como un mesías. Sus teorías antiestado son impracticables en los hechos, pero hacen girar la noria de su plan cortoplacista sobre la base de resultados escasos pero concretos como la disminución inflacionaria.
Su hermana, la consorte que no es y la vice que tampoco es, pide la escupidera en Francia para disculparse por un estúpido cántico futbolero y un tuit de la verdadera número dos del gobierno argentino. La palmean en la espalda, como a su hermano. Pero no les dan nada. Por el contrario, les quitan o -mejor dicho- nos quitan: al mismo tiempo en que el aleonado presidente libertario se abrazaba con Macrón, despojaban a la selección argentina de fútbol, con total descaro, de un resultado deportivo justo para reemplazarlo por el martillo sentencial de los burócratas del COI, que con ayuda electrónica y dos horas después de haberse interrumpido el juego por invasión de cancha de los más violentos fanáticos del equipo rival, deciden que perdió la celeste y blanca. Así vamos yendo.