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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

¿Cómo desactivar el mecanismo populista y no morir en el intento?

Un Estado populista es al extremo sencillo de armar, lo peligroso es desarmarlo, especialmente cuando no se tiene el poder suficiente para hacerlo y tampoco un plan alternativo que genere puestos de trabajo allí donde haya ayudas sociales. El FMI, ese cruel pombero de nuestras antiguas pesadillas, no es el problema. El problema somos nosotros.

Por Jorge Eduardo Simonetti

jorgesimonetti.blogspot.com

Para El Litoral

“Cuando se sincera la economía hay un precio que pagar, por eso es peligroso el populismo: es el sacrificio del futuro por un presente efímero”.

 Mario Vargas Llosa, escritor

Que Mauricio Macri es una persona optimista, nadie duda, pero que además muchas veces le han faltado evidencias para sustentar su optimismo, eso tampoco está en cuestión.

Desde la pobreza cero y la inflación fácilmente domesticable de sus comienzos como presidente, a este presente del incremento geométrico del costo de vida, desvalorización importante de la moneda, contracción marcada de la actividad económica, hay un campo, un campo de imprevisión, de anuncios sin base fáctica, de una mirada casi infantil sobre los males de la Argentina y sus soluciones.

Macri es el modelo de libro de aquello que Winston Churchill dijera: “El político debe ser capaz de predecir lo que va a pasar mañana, el mes próximo y el año que viene, y de explicar después por qué no ha ocurrido”.

A una tremenda falla en el diagnóstico inicial de la economía argentina, le sumó una sucesión de medidas de gobierno que, por ser inadecuadas o insuficientes, sólo consiguieron traernos a este presente.

La Argentina viene de un pasado populista que el Presidente ha prolongado por la ralentización de su metamorfosis y la falta de un modelo alternativo.

En su descargo, hay que decir que, a diferencia del kirchnerismo autocrático, debió negociar toda medida importante de gobierno con un poder distribuido horizontalmente con el Congreso, y verticalmente con los gobernadores de provincia.

Armar un Estado populista es relativamente fácil, lo complicado es desactivarlo sin generar un caos social y poner en riesgo la estabilidad democrática, a través de la prédica disolvente de sus creadores.

Si por vía de la imaginación abrimos el cajón de las fantasías, podremos desempolvar el viejo “manual del buen populista”, que nos explica cómo estructurar el populismo de Estado. Destaco “populismo de Estado” porque todos hacen populismo con dinero público, no con el propio.

Primer mandamiento: el gobernante no gobierna, el líder salva a la patria. Segunda acción: manotear todas las cajas posibles que nos permitan acumular dinero suficiente (las retenciones móviles al campo por el viento de cola del valor récord de los “commodities” agrícolas, la estatización de las jubilaciones privadas, una presión impositiva casi récord en el mundo, suma y sigue).

El tercer paso es proceder a la meneada “distribución de la riqueza”, que no es otra cosa que la repartija del dinero acumulado a través de las ayudas sociales con sistema clientelar, y la baja de las tarifas públicas (gas, luz, transporte) donde más votos haya (Capital Federal y conurbano bonaerense, incluyendo a ricos y sectores medios).

Seguidamente, conseguirse tres o cuatro enemigos (normalmente de mala prensa) a los cuales echarles la culpa cuando las cosas no van bien: los medios hegemónicos, la corporación judicial, los fondos buitre, los neoliberales.

Y listo, sistema construido.

El Estado populista es un mecanismo de relojería relativamente fácil de armar, pero peligroso y complicado para desarmar. Si se lo deja correr, tiene una vida útil, su reloj vital corre mientras haya financiamiento (los lingotes de oro del banco central en el primer peronismo, el precio récord del petróleo en Venezuela, los altos valores de los “commodities” agrícolas durante los Kirchner).

Terminado el dinero fácil, se sigue con la maquinita y el financiamiento externo e interno, lo que significa inflación y endeudamiento caro.

El problema principal es que existe un doble riesgo con el sistema populista: o explota por acumulación de tensiones e imposibilidad de financiamiento (caso Venezuela) o lo hace cuando se intenta desarmarlo sin pericia y con poco poder.

Macri, por lo menos en el discurso, decidió desactivarlo, “de manera gradual” según sus propios dichos, aunque, cabe decirlo, tan gradual que se tornó casi imperceptible, manteniendo un déficit fiscal casi intolerable para la estabilidad económica de un país.

Pareciera que Cambiemos, haciendo honor a aquella frase de que “la democracia se soluciona con más democracia”, construyó su propia máxima: “El populismo se soluciona con más populismo”, a estar al incremento de los subsidios sociales y la tímida recuperación de las tarifas. Pero el esquema no le resultó.

Es que no todo es lineal ni sencillo, un sistema (el populista) debe ser reemplazado por otro, y es éste el que Macri no supo o no pudo proponerle a la sociedad. Disminuir subsidios, actualizar tarifas, sincerar la economía, debían ser acompañados de un crecimiento paulatino de la economía que generara trabajo y posibilidades de mejores condiciones de vida a los sectores que resultarían privados de las ayudas. Si eso no sucede, lógicamente la salida del populismo podría significar el estallido de un polvorín.

El “gradualismo” no tardó en mostrar su cara inconducente y la realidad golpeó a la puerta: un déficit intolerable que generaba la necesidad de un “ajuste drástico” (aunque parezca poco simpático).

Y un día volvimos al “cuco” de las pesadillas argentinas: el Fondo Monetario Internacional. El organismo nos presta dinero a tasas mucho más bajas que las de un mercado poco amigable para un país que defaulteó su deuda, pero nos exige la reducción drástica del déficit fiscal.

Fue la encrucijada de Macri, o hacíamos o hacíamos el “ajuste”: por nuestra cuenta con financiamiento caro o a tasas mucho más bajas pero con las condiciones del FMI.

El debate entre monetaristas y keynesianos no parece tener ya cabida en este presente argentino, porque lo que sigue es el camino del diablo, como el de la destruida Venezuela.

Unos 300.000 millones debemos ahorrar en el presupuesto de 2019. Un tercio de eso le corresponde hacerlo a las provincias. ¿Alcanzará?

A Corrientes le toca poco más de 3.000 millones. La pregunta es ¿dónde ajustar en una provincia con sueldos bajos, tarifas ya altas y obras públicas escasas?

La peor cara del populismo no es ya el dinero público que entrega sino las costumbres sociales que genera. Si uno se acostumbra a recibir mensualmente un monto de dinero del Estado, declinan las aspiraciones de valerse por uno mismo. Y las costumbres sociales son muy difíciles de desarraigar.

No creo que hoy la opción sea un “Estado populista” o uno “neoliberal”, como gusta decir a la política. Se trata de construir una nación en la que las colas se produzcan en las fábricas u oficinas para tomar un empleo, y no en los cajeros automáticos para cobrar un subsidio.

Pero para ello hay que tener un plan de fondo que nos diga hacia dónde vamos caminando y por qué vale la pena hacer el esfuerzo. Sólo con un plan de ajuste fiscal no alcanza, nos puede llevar a la muerte en el intento.

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