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La prohibición de drogas en la pospandemia

Por Juan Gabriel Tokatlian

Publicado en Clarin

Los datos del Informe Anual sobre Drogas de la Organización de Naciones Unidas en 2020 establecen un nuevo fiasco en materia de prohibición de las sustancias psicoactivas declaradas ilegales.

Se estima que el número de consumidores de drogas ha crecido hasta alcanzar 269 millones de personas. El uso de fármacos con fines no médicos, así como la disponibilidad de drogas sintéticas, también han aumentado. El mercado de metanfetamina creció en dos países ocupados por fuerzas extranjeras: Afganistán e Irak.

El acceso a opioides y las muertes por sobredosis han crecido, en especial en las naciones más desarrolladas. Los cultivos de amapola (en especial, en Afganistán y Myanmar) y de coca (en Colombia, Perú y Bolivia) continúan en niveles altos, superiores a los de hace una década. Los narcotraficantes siguen adaptándose y han variado y diversificado sus rutas.

En el informe de 2020 no hay información precisa sobre montos de dinero proveniente del lavado de activos, sin embargo, en una reciente publicación de Policy Design and Practice (Vol. 3, 2020), Ronald F. Pol muestra que las políticas antilavado tienen “un impacto menor al 0,1% en las finanzas de los criminales”.

Si leemos los datos de la ONU de este año en el contexto del covid-19 se abren avenidas inquietantes que, analizadas de la mano de experiencias históricas, llaman a una honda reflexión. Los estudios más coyunturales y prospectivos sobre delitos transnacionales muestran que, por el momento, el crimen organizado se ha replegado en virtud de las políticas nacionales de confinamiento, el incremento de fuerzas de seguridad desplegadas para asegurar el cumplimiento de las cuarentenas, y la parálisis de buena parte del transporte mundial.

Sin embargo, los pronósticos de muchos estudiosos independientes, de expertos gubernamentales y de especialistas internacionales apuntan en la misma dirección: es muy probable que en la pospandemia se redespliegue con fuerza y mayor alcance la criminalidad organizada.

En muchas latitudes la debacle socioeconómica generada por el coronavirus y sus efectos emocionales y psíquicos será notable. Los Estados enfrentarán fuertes desórdenes ciudadanos y lo harán con capacidades estatales debilitadas por el esfuerzo para contener la pandemia.

No es azaroso entonces que el narcotráfico, por ejemplo, se convierta en un creciente proveedor de empleo, ingreso, bienes, protección y ascenso social, convirtiéndose en algunos espacios en un actor con mayor legitimidad ante la erosión de las instituciones. Y esto se avizora no solo para áreas rurales y urbanas en el Sur global, sino también en el Norte desarrollado y entre las potencias emergentes.

Asimismo, todos los informes de organizaciones internacionales, bancos multilaterales, economistas de prestigio, entre otros, aseguran que será inexorable una nueva “Gran Depresión”. Mirar la experiencia de la última gran pandemia mundial y su relación con el prohibicionismo del alcohol ayudaría a ponderar un eventual cambio de estrategia respecto a las drogas ilegales.

En enero de 1919 -en medio de la pandemia de la llamada “gripe española” que produjo la muerte de más de medio millón de personas en ese país- Estados Unidos ratificó la Enmienda XVIII a su Constitución en la que se imponía la prohibición del alcohol.

Como en un primer momento se redujo su consumo, la sensación de éxito prevaleció y llevó a la asignación de gastos públicos para repeler la disponibilidad y el recurso al alcohol. Pero, a partir de 1922, el consumo y la gradación alcohólica de las bebidas prohibidas crecieron. Para ese entonces también se elevó el nivel de violencia y la criminalidad ligadas al negocio. Se atiborraron las cárceles con personas acusadas por delitos vinculados al alcohol, lo que no tuvo efecto sobre la disminución del uso y abuso. Además, aumentaron los crímenes violentos. La estricta moralidad impuesta por la prohibición no evitó el incremento de la corrupción de policías, funcionarios, jueces y políticos. En suma, el prohibicionismo generó serios problemas de diversa índole que afectaron tanto al Estado como a la sociedad.

Para finales de los años veinte la prohibición del alcohol comenzó a cuestionarse.

El estallido de la Gran Depresión en 1929, que se extendió durante toda la década del 30, reavivó el debate sobre la prohibición del alcohol; máxime cuando sus proponentes originales habían destacado que ello iba a conducir al país a la prosperidad y el orden.

Los detractores del prohibicionismo señalaban, al principio de los treinta, que su levantamiento produciría empleo para los trabajadores e ingresos a las arcas gubernamentales, al tiempo que se estimularía la economía y se reduciría el desorden.

La productividad laboral, la generación de trabajo, la capacidad impositiva a nivel federal y estadual, el control de los problemas sociales y el cumplimiento de la ley fueron cuestiones claves que se invocaron para alentar una discusión pública sobre la prohibición. Huelgas y protestas masivas en medio de un profundo malestar social, un deterioro económico rampante, un severo cuestionamiento político y la inseguridad cotidiana fueron el telón de fondo para esta deliberación, cada vez más extendida.

No es sorprendente que en 1933 -tras caídas del PBI de 9,9% en 1930, de 7,7% en 1931 y de 14,9% en 1932- se aprobase la Enmienda XXI que derogó la prohibición de 1919. A partir de entonces empezó la regulación del alcohol. Esta experiencia invita a reflexionar y polemizar, de nuevo y más francamente, sobre los costos que la prohibición de las drogas ha producido y la necesidad de concebir e implementar estrategias regulatorias. Especialmente cuando además del prohibicionismo notoriamente infructuoso nos enfrentamos a las temibles circunstancias de la devastación de la pospandemia.

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