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Por Enrique Eduardo Galiana

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”

Decía el antiguo y conocido Alejandro Magno, que llegó a nosotros a través de los libros de historia antigua y los relatos de la maestra de grado, “cuando uno muere no lleva nada, se va vacío como vino al mundo”. Palabras más palabras menos, nacemos desnudos y nos vamos, algunos quizá vestidos, otros vaya a saber cómo, si los encuentran.

El tío Francisco era un hombre trabajador, honesto y, por resumir, un buen tipo. Tenía una casa de cierta importancia en la ciudad, cerca de la Catedral, frente a la vieja plaza del mercado, actualmente Sargento Cabral, cuando el piso se trasladó al pisito emplazado en la  actual plaza Torrent.

La hermana de la esposa del tío Francisco se había casado con un valenciano pintón, culto y especialmente alegre con el cual, la rubia de ojos verdes, Antonia, tuvo seis hijos.

Este valenciano, ligero para los negocios, viajaba a Buenos Aires con cierta frecuencia. Fue así que el tío le encomendó que se encargara de mandar a hacer una cadena con una cantidad determinada de monedas de oro, cuya procedencia es motivo de otro cuento, en una joyería de Buenos Aires porque en Corrientes podían comentar sobre la procedencia del material precioso.

Vicente, se llamaba el valenciano, cumplió estrictamente con el trato, volvió con la cadena con el peso exacto, comprobado con la vieja balanza de precisión que para las ocasiones Francisco tenía guardada.

Vicente, por razones de trabajo y buscando aventuras, se instaló en el antiguo territorio de Formosa y siguió su vida.

Francisco, alias el tío Pancho, además se compró un vehículo automotor, cuestión que daba distinción en la época por la escasa existencia de los mismos en Corrientes, solo los tenían los pudientes. Con él, los niños, todos sobrinos porque no tenía hijos, viajaban a los destinos elegidos por el tío que los alegraba en la maravillosa experiencia de andar en un auto,. Vaya, qué distinción si me ven mis amigos, afirmaba el Negro, el menor de todos.

El tiempo pasó, las vidas siguieron y el bueno del tío Pancho, como sugiere invariablemente la naturaleza, se murió. De ello dio certeza el excelente médico de todos en esa época, el doctor Lorenzo, quien descendió de su vehículo Ford T, habló con la esposa, examinó el cuerpo y solemnemente afirmó: 

-“Está muerto hace horas, mire señora”- dijo a la desconsolada esposa. -“Está morado arriba de la rodilla, murió seguramente durmiendo”. -“Así fue, tuvo buena muerte”-, según afirmó el galeno. Tomó el talonario de recetas y certificó muerte de ataque al corazón y se acabó.

Las mujeres corrían de un lado para el otro. El teléfono, uno de los pocos en la ciudad, sonaba mientras otros se ocupaban de avisar a los parientes. Pronto la casa y el patio estuvieron llenos de gente. Muchos desconocidos para la misma familia, lo que no era raro, eran aquellos tiempos en que la gente tenía un atractivo morbo por los velorios, además del convite en nombre del muerto.

Sentenciosa la esposa, entre llantos y lamentos, afirmó: 

-“A preparar el cuerpo para el velorio”-. Estrictamente, las mujeres se encargaron de vestirlo mientras la funeraria traía el cajón y los elementos que se usan para estos menesteres dolorosos en la creencia cristiana.

-“¡Flores por acá!”-, señaló con severidad una de las amigas de la viuda. Vaciaron el salón principal, colocaron sillas alrededor del cajón, una cruz gigante encandilaba al entrar, el silencio se rompía de vez en cuando con un grito o llanto desaforado de alguien que entraba al velorio, para luego sumarse a los del fondo que comenzaban a contar chistes, anécdotas, historias del fallecido. Lo buena que era, alguna que otra reserva, algún secreto tenía. -“¿Cómo creció económicamente tan rápido?”-, preguntó un colorado de sombrero en la mano. Con severidad contestó un sobrino: -“¿Quién es usted para andar escarbando donde no lo llaman?”-, comenzaron de pronto movimientos, corridas, amagues, la calma impuesta por otros y desalojado el colorado a la fuerza del velorio, arreglándose la ropa de cuya cintura asomaba un revólver de los grandes, que entonces se usaban por prevención. ¡Si serán caraduras! Exclamó. ¡Como si no se supiera del tesoro!, masculló entre dientes. Volvió la calma chica.

Un grupo de mujeres, todas de negro, llegó de pronto en la quietud del comienzo del velatorio, eran como ocho dicen, nadie las conocía y si lo hicieran, se hacían los desentendidos. Maruja, la viuda, habilitó el acto ceremonioso con un: -“Pasen”-, agónico y doloroso. Las mujeres de negro se ubicaron sentadas cuatro de cada lado del féretro. Rápido se llenó el salón, hacía calor, a lo que contribuían las velas encendidas en respeto al difunto y el mes de noviembre que no perdonaba con el clima. Poca luz eléctrica, como corresponde al ceremonioso acto. Las llamas de las velas jugaban produciendo sombras sobre las paredes, lo que montaba un escenario más lúgubre aún. Maruja, acompañada de amigas y familiares, se ubicó en un sillón muy elegante tonet en el cual emitía pequeños gritos y sollozos de dolor auténtico.

De repente, una de las mujeres de negro con un pequeño papel en la mano pegó un grito, más parecido a un alarido que a un llanto y dijo: -“Francisco, ya te extrañamos, siempre fuiste bueno”-. Las demás mujeres comenzaron con llantos continuos y desesperados, agregando frases claras sobre la historia del difunto. 

Pasadas unas horas, las mujeres de negro, a quienes nadie conocía, se levantaron, primero cuatro y en su lugar aparecieron otras cuatro vestidas del mismo modo que ocuparon su lugar, idéntico procedimiento realizaron las otras, con igual resultado. Se preguntará el lector, ¿quiénes eran estas mujeres? La costumbre en los velorios era contratar lloronas, mujeres que aprendían la historia del muerto y la recitaban en los funerales, cuanto más importante era el funeral, mayor era la cantidad de lloronas, por si acaso el fallecido no tuviera quien lo llorara. Hasta en eso los pobres iban en desventaja, los ricos podían pagar a las lloronas.

El llanto se volvió contagioso, todos lloraban a la par. Maruja se puso de pie, acarició la cara de quien fuera su esposo en un acto lastimero, le acomodó la cadena de oro con la medalla que lucía en el chaleco, que en vida fuera hecho a medida por la conocida Sastrería Sosa, en ese entonces ubicada sobre la calle San Juan al lado del teatro Vera, que era signo de elegancia y estatus.

Languidecía la ceremonia, iban y venían los concurrentes, se servía el consabido café, anís, galletitas dulces y saladas, algún coñac, los grupos se formaban en lugares distintos de la casa, algunos guardaban silencio, otros hablaban hasta por los codos y los más gozaban de las delicias de los convites. No faltaba el atrevido que en el medio del dolor se insinuaba a la viuda en promesas de porvenir.

En el acto no podían faltar los rezos entre los actos descriptos. Un cura circunspecto apareció con solemnidad y agrupó a los parientes alrededor del difunto con el fin de brindarle una oración nueva, según manifestó, recomendó que se extrajera del extinto la cadena de oro y medalla porque estaba prohibido por las leyes divinas y laicas, para lo cual se ofreció a extraer tan delicado objeto. Con un gesto de aprobación de Maruja, la viuda, el sacerdote extrajo la cadena y al momento de pasarla a la esposa, una mano pegó sobre la del cura y la de la viuda, la cadena salió disparada hacia la gente, hubo un apretujón, revoloteo, empujones y hasta corridas. 

Se ordenó de inmediato encender las luces. Muchos desaparecieron de la escena, algunos se miraban unos a otros, pero el caso es que la cadena del muerto nunca apareció.

Seguramente, alguien recordó su niñez cuando se jugaba al papel o cartón, el primero que encuentra para él y el segundo le da al patrón, pero muerto se quedó con la cadena. Según dicen las malas lenguas: la pelea por la cadena se inició entre los parientes, pero algún extraño se llevó el premio de casualidad, la cadena del muerto.

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