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La degolladita

Domingo, 05 de septiembre de 2021 a las 01:04

Por Enrique Eduardo Galiana
Moglia Ediciones
Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”.

La lluvia caía a cántaros, María trataba de proteger al bebé que llevaba en brazos con un pequeño abrigo pobre y raído, huía de su humilde rancho ubicado en los antiguos campos de Lana, lo que es actualmente el barrio la Vizcacha, zanjas y zanjones eran un impedimento para su desplazamiento. Sabía que el Hortensio venía detrás suyo, con una borrachera de aquellas que se agarraba cuando las cosas no andaban bien, la falta de trabajo, la pobreza y esa lluvia que siendo beneficiosa, en esta ocasión era perjudicial por el frío de ese junio fatídico.
María trataba por todos los medios de cambiar de rumbo, despistar a su perseguidor, sin embargo los rayos y truenos alumbraban el escenario dando ventaja al acechador. Cuando llegó a la calle ancha, hoy conocida como Ferré, en lo que sería la estación de servicio YPF, ya desfalleciente sintió sobre sus hombros la pesada mano del Hortensio, gritó, arañó, no pudo defenderse. El reluciente facón abrió dos surcos en los cuellos de la madre y el niño, brillaba el facón ensangrentado a luz de la tormenta. Sobre la vera del arroyo Poncho Verde quedaron dos cadáveres, ningún Dios se presentó en ayuda de estos dos inocentes, las plegarias de los pobres no tienen demasiado vuelo, por eso son pobres y se irán al cielo.
A la mañana, los primeros viandantes observaron la dantesca escena, unos como siempre “por algo será”, otros afianzados en la solidaridad que genera la vecindad y la total escasez de recursos materiales, luego que la policía visitara fugazmente el lugar y ante la ausencia de actividad oficial al borde del arroyo, cavaron una tumba, envolvieron los cuerpos y los sepultaron. Alguien puso una cruz, otro un trapo colorado y así fue naciendo el mito de la degolladita. 
El asesino a los pocos días murió mordido por una yarará, en el cuello, retorcido de dolor. Los vecinos advirtieron a la noche que la tumba producía una luz y los que pasaban frente a ella sentían paz y regocijo. Así comenzó la religión pagana, ofrendas, rezos de todos los tipos, pedidos, promesas se fueron acumulando alrededor de la tumba. Se instaló en la sociedad correntina la creencia en la degolladita, la Iglesia Católica al ver que el culto crecía tomó medidas ordenando la creación de una parroquia cercana al lugar Santa Rosa, como lo hacían cuando encontraban templos de antiguas civilizaciones para borrarlo de la memoria, sin embargo algún creyente se enteró de los planes de desenterrar los restos y arrojarlos al osario común, encabezados por un pariente, tan pobre como las víctimas, en una noche de las tantas olvidadas procedieron a desenterrar los milagrosos restos y trasladarlos a un domicilio particular donde el brazo religioso no pudiera penetrar.
Don Flores, así se llamaba el pariente, dijo: -“Te traigo María, a vos y a tu hijo para que descansen en paz”- y trasladaron en un carro sus restos hasta una casa ubicada en Rivadavia entre Roca y Brasil, allí procedieron a darle nueva sepultura al pie de una higuera, con todas sus placas, cruces, velas y otros ornamentos. Largas filas se hacían frente a la casa de Don Flores, los fieles continuaban detrás de la infortunada mujer y su hijo. Según dicen el Obispo de Corrientes, quien ordenó el destierro del culto a la degolladita, comenzó a ver visiones, una mujer de aspecto andrajoso y un niño en sus brazos, con una dulce mirada le decía: -“Tú eres malo, hasta el Hortensio era mejor que vos, él nos difunteó para que no suframos tanta miseria, vos para que no podamos ayudar a los demás”.
La casa de Don Flores se vendió, se construyeron departamentos y en algunas noches de frío se sienten golpes en las puertas, aparece una mujer de aspecto pobre que pide leche para su hijo y paz para su alma.

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