Especial para El Litoral
Siempre me ha resultado un tanto extraño tener que explicar a los amigos españoles el concepto que rige en nuestro país desde los albores mismos de su creación: Buenos Aires y el interior, como si el viejo puerto de Santa María (“A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: / La juzgo tan eterna como el agua y el aire”, dice Borges en un poema) no perteneciera a la Argentina o fuera únicamente él todo el país: cabeza de Goliat sin cuerpo, tal alguna vez escribiera el olvidado y fundamental Ezequiel Martínez Estrada. Lo cierto es que este complejo imaginario sí actúa consciente e inconscientemente en el funcionamiento global de nuestro país. Baste un ejemplo referido a la cultura: cuando se quiere nombrar a una literatura escrita en alguna provincia se la llama “regional” y cuando proviene de la ciudad de Buenos Aires: literatura argentina, como si las novelas o cuentos del imprescindible Roberto Arlt no pertenecieran, por ejemplo, a un mapa lingüístico específico. Ahora bien, si determinada obra escrita por alguien de provincia pasa por el beneplácito de Buenos Aires, tanto en la crítica académica como en las reseñas de los principales suplementos literarios de tirada nacional, esta, automáticamente, deja de llamarse literatura regional. A esta altura a nadie se le ocurriría afirmar que “El limonero real” o “Nadie nada nunca” de Saer se inscriben dentro de lo regional.
Traigo a colación este asunto, cuya complejidad requiere un mayor desarrollo y análisis, porque fue un tema que salió en la presentación en Madrid de “No es un río”, la más reciente novela de Selva Almada publicada por Random House. Fue la presentadora, una escritora española, la que lo planteó.
¿Cómo presenta Almada los personajes de “No es un río”?: con la sobriedad y precisión que caracteriza a su narrativa. Es imposible separarlos del aura que los envuelve y sujeta como una extensión más del paisaje. El nivel actancial del relato se ve atravesado siempre por el lento movimiento de un río invisible y no. Hay una relación poética entre la psicología de los personajes y el afuera. Entre el continente de la escritura y el contenido. Los personajes se mueven por un sentido de pertenencia que los ilumina y pierde a la vez. La fulguración del espacio (el litoral argentino) es una emanación interior de los mismos que bien podría ser en el sur de los estados Unidos o en la Extremadura profunda de España.
2. Permítanme ahora “desocupados lectores” que les cuente cómo nos abocamos la propia Selva Almada, su compañero Guillermo, la poeta Blanca Morel y yo a zanjar esta cuestión de “centro y periferia” con un largo periplo a la manera de los héroes antiguos que se demoraban en regresar a casa: “Allá donde se cruzan los caminos / Donde el mar no se puede concebir / Donde regresa siempre el fugitivo / Pongamos que hablo de Madrid”, dice la canción de Joaquín Sabina.
Pongamos que hay fiesta en los reencuentros con Selva Almada; pongamos que no es Caá Catí ni Buenos Aires; pongamos Madrid de los Austrias, de calles de cuchilleros y tabernas tan antiguas que alguna vez Quevedo se batió en duelo con Hemingway, porque no se ponían de acuerdo a qué constelación pertenecían las estrellas que brillaban en el fondo de la copa de tempranillo. Pongamos que empezamos con los abrazos y las sidras escanciadas silbantes; pongamos un bar asturiano con nombre de pájaro, una taberna para escribir sin escribir, para teorizar con la práctica, para hablar de literatura y de la denominación de origen de los productos: a tal ditirambo le corresponde tal mambo, y hasta va saliendo una rima… ya en Casa Paco que de tan castizo el camarero habla como un personaje de Galdós apoyando con énfasis en la mesa la cazuelita: podríamos decir “buseca y vino tinto”, pero no, no hablamos de una canción de La Renga, pongamos que hablamos de Callos a la madrileña, y de la calle Cava baja, allí donde los vinos fabrican quietos sus tesoros, y vamos pasando de la taberna a lo Galdós a una vintage: de tostas y vermut gourmet y esos vermut que van elevando sus rubíes continúan en La bolita. Luego, ya con el atardecer escanciándonos sus púrpuras y risas llegamos al final de la calle: Lamiak, con acento y hacer vasco. Buen momento para un alto, es decir para reforzar las tapas con una ración de paletilla ibérica.
Se ha terminado la calle Cava baja, pero Selva y Guillermo proponen escuchar música. Vamos al Mono, digo; Blanca asiente y sonríe, luego dice: es aquí cerca, en Cava alta. Todos reímos: de la baja a la alta.
Adentro, en el Mono, un riff rabioso nos mete súbitamente en la noche y nos recuerda que desde el inicio de nuestro periplo hemos avanzado unos trescientos metros, los suficientes para conversar un siglo y comprobar una vez más que en buena compañía, Madrid es una fiesta, siempre.
¡Salud, poesía y libaciones!