José Luis Zampa
Hace algunos años un dichoso amante de los automóviles clásicos halló, en inverosímil situación, un Ford Falcon cero kilómetro, fabricado en 1983 en la planta de Pacheco, preservado sin rodar durante tres décadas. La noticia fue motivo de sorpresa en el mundo de los fierros y el auto causó sensación en cada encuentro donde fue presentado por su impresionante nivel de conservación (tenía hasta los polietilenos protectores de los tapizados), a la vez que marcó un punto de referencia para los admiradores de este tipo de joyas mecánicas cuya meta es lograr el mismo nivel de originalidad en unidades trajinadas.
¿Se puede alcanzar tan altísimo grado de acabados (como su fueran de fábrica) en un proceso de restauración? La pregunta sigue repicando en la psiquis de miles de propietarios de vehículos de otros tiempos, pues el sueño dorado de la gran mayoría de apasionados por el coleccionismo es atesorar un incunable con detalles históricos sumamente fieles a las terminaciones que solamente los operarios de la línea de producción podían imprimirle a la carrocería, los interiores y los componentes mecánicos esenciales.
Surge así el dilema de los poseedores de clásicos rescatados en condiciones de integridad total, pero expuestos al natural proceso de desgaste que experimentaron durante décadas de actividad en rutas, calles y senderos rurales. La disyuntiva es: ¿perpetuar las huellas de una prolongada existencia, con pinturas desgastadas o cuarteadas? ¿O desarmar hasta el último tornillo para recuperar la lozanía de “altri tempi”?
Partimos de una verdad irreductible: por más buen trato que nuestro clásico haya recibido en sus años jóvenes, aunque su primer propietario haya velado por su salud estética, un auto con más de tres décadas de historia exhibirá los vestigios de haber ruteado por toda clase de caminos, en vacaciones, viajes de trabajo, lluvias y otros fenómenos climáticos. Y después de tantos kilómetros recorridos, la pintura se gasta, se opaca e incluso desaparece en zonas de cantos y filos, con superficies de chapa al desnudo.
La gran tentación es repintar el vehículo; y surge allí el mayor de los peligros: que un chapista de rudimentos dudosos empeore la situación con procederes inadecuados, como puede ser el inefable truco de encintar cromados y burletes para pintar el resto de la carrocería como si esa precaria barrera impidiera que piezas de caucho, reluciente metal e incluso ornamentos de antimonio se pudieran preservar del spray que arruinará el resultado final.
El punto es que cuando el propietario de un clásico toma la decisión de remover la pintura de fábrica para aplicar nuevos pigmentos, el vehículo perderá la originalidad primigenia, cualidad que sólo unos pocos automóviles históricos logran aquilatar con el correr del tiempo.
Quitarle el color de fábrica a un Falcon, un Chevy o cualquier otro modelo de los años 60 o 70 (ni hablar de otros modelos aún más añejos) implica despojarlo de su principal atractivo, pues el ropaje de nacimiento sigue siendo hasta el día de hoy el principal disparador de la cotización en el mercado de clásicos.
Por ende, muchas veces es preferible aceptar las cicatrices propias de aventuras pretéritas antes que borrar el pasado con una nueva capa de color, aunque el trabajo sea de la mejor calidad. Nunca un auto repintado tendrá el mismo peso histórico que otro de su misma generación con la pintura de fábrica.
Para congelar el tiempo
Un recurso potable para preservar la originalidad de clásicos cuya estética es digna de ser conservada, aun con la pintura castigada por el tiempo, es el proceso conocido como laqueado. Se trata simplemente de cuidar todos los detalles de originalidad, desmontar los ornamentos y molduras (con la delicadeza que tal maniobra demanda) y “bañar” la carrocería con una mano de laca automotriz. De esa forma, la pátina de añejamiento tan valorada por los conservacionistas más entendidos quedará, en cierto modo, congelada, protegida por un escudo de barniz como el que se puede apreciar en las fotos que acompañan a este informe: un Ford Falcon 1970 laqueado (residente en la ciudad de Corrientes), una camioneta Jeep Gladiator (perteneciente a un museo privado de Mendoza) y el famoso Ford Falcon cero kilómetro que permaneció en hibernación durante 30 años.