Por Adalberto Balduino
Especial para El Litoral
Tanto autores como intérpretes, no fueron igualados en contenidos y difusión, apoyados indudablemente por los nuevos medios que la tecnología había logrado masificar: la radio, el cine y el disco. La Radio Argentina había nacido el 27 de agosto de 1920, y el cine, dirigido por Luis Moglia Barth, había producido la primera película argentina sonora: “Tango”, proyectada en el “Cine Real” el 27 de abril de 1933. Contribuyó muchísimo todo lo hecho por Carlos Gardel, talentoso pionero e incansable difusor. Hay que tener en cuenta que, cuando comenzó a emitirse la radio, la programación se hacía en base a música clásica y posteriormente tango y folklore, ya que el disco que alimentaba dichas emisiones hacía rato estaba en el mercado. Pero el repertorio tanguero se consagró con autores de fuste no superados hasta ahora, como así intérpretes de gran raigambre y popularidad merecida.
Dicen los especialistas con respecto a las orquestas como a las voces, que la “yunta” que conformaron Ángel Vargas con la orquesta de Angel D’Agostino, recuerda mucho al éxito alcanzado por Aníbal Troilo-Fiorentino. La “yunta” brava que constituían los dos Ángeles fue puro furor. Ellos hacían tango pero en idioma simple, que se entendía y se bailaba. Haciendo que forme parte de la realidad que se vivía, a veces elevando la voz, otras, asumiendo discretamente la poesía ante el ritmo batiente, marcado y pertinaz. Así, ellos, Ángel Vargas y Ángel D’Agostino, constituyeron y fueron historia. Música y voz donde depositar el alma del arrabal. Recuerda el bandoneonista Ismael Spitalnik que, justamente, comenzó con Ángel D’Agostino en 1940: “Sonaba criollita y sencilla”, sin vueltas. Esa asociación de voz y orquesta se arma solita cuando, en 1940, contratados por el sello RCA Víctor, actúan en LR1 Radio El Mundo de Buenos Aires, fueron seis años de éxitos. Si algo hay que aportar por el estilo, podemos remarcar el respeto por la línea melódica y acentuación rítmica. Ángel Vargas era tornero y era remiso a dedicarse full time al canto como rol laboral, pero el éxito alcanzado lo arrastró a ídolo. Ángel Vargas, cuyo nombre verdadero era José Ángel Lomio, debutó en el popular “Café Marzotto” de Avenida Corrientes, con la orquesta de Augusto P. Berto; también grabó con José Luis Padula. Con Ángel D’Agostino dejó grabado 94 títulos. Cabe mencionar que por la orquesta de D’Agostino pasaron músicos de fuste, entre ellos Juan D’Arienzo, Anselmo Aieta, Ciriaco Ortíz, Aníbal Troilo, Hugo Baralis, Alberto Echagüe, hasta un joven Raúl Lavié en sus últimas formaciones. El periodista Rogelio Alaniz remarca el estilo Vargas: “Una voz suave y querendona”, de fraseo reo y compadrito, regulando el tono según la historia cantada; ni el cantor ni la orquesta se tapaban, cada cual con lo suyo. Ángel D’Agostino era bailarín, soltero empedernido, jugador de póker, ejecutando el piano desde muy niño pasando por el conservatorio. Ángel Vargas, medido, meditabundo, preocupado por vocalizar sencillo para que todos lo entiendan, cantando con bondad de barrio y sinceridad de amigo.
Sin duda, los autores no daban tregua haciendo verdaderas obras de arte: un Enrique Cadícamo, con apenas 17 años, cuyas primeras obras suyas componían parte del repertorio de Carlos Gardel: “Al mundo le falta un tornillo”, “Pompas de jabón, “Los mareados”, “La casita de mis viejos”, “Nostalgias”, etc. Pero sin dudas, todos recalan en la autoría del hermano menor de los Discépolo, Enrique Santos, nacido un 27 de marzo de 1901. El bien llamado “filósofo del tango” o “filósofo del pueblo”, como lo habían bautizado habida cuenta de sus implacables reflexiones. Fue quien definió la música que representaba como “un pensamiento triste que hasta se puede bailar”.
Se trataba de un tipo correcto, increíblemente humanista, tímido, nostálgico, tirando a triste, que plasmaba en sus tangos las expectativas de vida, nombrando sin tapujos el egoísmo, denunciando los abusos, solidario con la pobreza, en busca permanente de esperanza que permita no claudicar. Raúl Alberto March, en su libro “Enrique Santos Discépolo, sus tangos y su filosofía”, lo define: “Discepolear es la aspiración de generar una palabra que, por contenido y forma, represente de la manera más fiel posible el significado del acto de vivir como imaginamos que experimentaba Discépolo sus pensamientos, sentimientos, emociones, en el transcurso de su vida cotidiana y en los momentos de crear una canción”. Discépolo la buscaba, acariciaba la esperanza como símbolo de tregua, lo expresa en su magnífico “Yira, yira”: “Uno busca lleno de esperanzas / el camino que los sueños / prometieron a sus ansias...”. Aunque sabía que no era nada fácil: “Sabe que la lucha es cruel / y es mucha, pero lucha y se desangra / por la fe que lo empecina”. En la soledad, su descripción aturdía de tristeza, en “Solo”, lo establece: “Solo, / ¡increíblemente solo! / Vivo el drama de esperarte, / hoy… / mañana… / siempre igual”. Cuando se aviene a pegarle “un tirón de orejas” a la miseria humana, si bien mucho antes lo preanunció con fino humor Enrique Cadícamo en “Al mundo le falta un tornillo”, sin embargo “Cambalache” establece al desnudo el escarnio público, por las atrocidades que el ser humano comete en prejuicio de su hermano de hábitat: “Que el mundo fue y será una porquería / ya lo sé. / En el quinientos seis / ¡y en dos mil también!”. Cuando generaliza sin equívocos resultan proféticos sus versos: “Que siempre ha habido chorros, / maquiavelos y estafaos, / contentos y amargaos / valores y dublé…”. Su poesía la vemos diariamente en claros ejemplos: “¡Lo mismo un burro / que un gran profesor! / No hay aplazados ni escalafón / los inmorales / nos han igualao”. Y remata ante el sin remedio que aún persiste inexorable: “Da lo mismo que si es cura, / colchonero, rey de bastos, / caradura o polizón”. ¿Acaso cabe mejor radiografía? La certera mirada de Enrique Santos Discépolo nos devela tal cual, sin anestesia. No obstante, no hemos aprendido la lección de la repetición de los errores, si bien la historia para los argentinos siempre se repite tomando lo malo. Dice Raúl Alberto March, remarcando la sensibilidad e inteligencia de Discépolo, con una reflexión que él mismo le hiciera por Radio Belgrano: “Las grandes ciudades producen la injusticia, el hambre y la incomprensión. Y las produce donde uno solo grita y los otros no oyen. Londres, Nueva York, grises, Buenos Aires grises… Las ciudades grandes no tienen tiempo para mirar el cielo… El hombre de las ciudades grandes caza mariposas de chico. De grande, no: las pisa…”. Sin duda, Enrique Santos Discépolo no ha pasado desapercibido, se hizo notar y es el autor preferido de los repertorios, que al igual que los intérpretes, sumaron para que las décadas del 30 y el 40 fueran notorias en la “rotativa” del tango que jamás se detenía.