Los españoles llegados a estas tierras, como tantos, traían consigo un oficio aprendido, agricultores, sastres, plateros etc.
A los que me refiero en esta narración eran joyeros, de los de Toledo, que dominaban el arte del acero, la plata y el oro, a lo que agrego cierta predisposición antojadiza de la naturaleza para ubicar los metales donde se hallaren, llámese prodigio, brujería, alquimia o como sea, como afirmaban quienes los conocían: huelen el metal y saben de su pureza sin ningún elemento externo.
La familia recién instalada en la ciudad de Corrientes frente a la plaza del Mercado Central sobre la calle San Juan entre Julio y Junín (actuales) entre bodegones, tiendas y comercios varios, adquirió un inmueble casi a mitad de cuadra, al lado del despacho de comida de la señora de Blanco, española como ellos.
El incentivo de la compra fue por cierto que la zona no era de primera clase, la segunda los relatos de doña María C. de Blanco quien les comentó en una cena compartida, que en el fondo del inmueble vetusto de al lado que daba con el extenso patio del fondo, sólo dividido por un cerco de tacuaras, se observaban luces y apariciones que jugaban a la ronda alrededor de un viejo árbol. Los recién llegados, de apellido Fontanas, expertos en estos cantares, indagaron más sobre el asunto solicitando a doña María autorización para observar los fenómenos, concedidos que les fuera, se instalaron a la noche a mirar el extraño fenómeno comprobando que allí se olía el oro.
Días posteriores lograron encontrar al dueño de la finca donde funcionaba una tienda de chirimbolos, tenía deseos de desprenderse del inmueble y su mal inquilino.
El negocio se cerró a la semana en la escribanía Dante, dejándose constancia que la construcción existente estaba tan deteriorada que era posible un derrumbe en cualquier momento. Los nuevos propietarios comunicaron el peligro a la Municipalidad, la que intimó al inquilino y propietarios a apuntalar adecuadamente el viejo edificio o derrumbarlo para evitar desgracias humanas.
En verdad no hizo falta, una copiosa lluvia de las que nos tiene acostumbrados la diosa naturaleza, metiéndose por las grietas de las paredes de barro de la tienda, cedieron bajo el peso de los cargantes horcones de quebracho que sostenían el techo y cielo raso, a la mañana siguiente de la noche tormentosa el inquilino dueño de la tienda miraba con tristeza sus existencias mezcladas con barro, tejuelas y viejas palmeras corroídas por el implacable tiempo.
Lentamente durante días el comerciante fue rescatando lo que pudo, para alejarse y no volver nunca más al lugar.
Los nuevos dueños comenzaron con esmero y mucho trabajo la construcción de un nuevo edificio, en parte aprovechando algunos materiales que por casualidad quedaban desperdigados por el lugar, incluso se halló una bolsa pequeña de cuero con algunas monedas de oro y plata anunciando el buen olfato ya narrado.
Pronto construyeron un lugar de trabajo, abrieron su joyería, de objetos fabricados a mano, que daba distinción a quienes la lucieran.
Construyeron los muros perimetrales previa mensura del inmueble. Munidos de picos, hachas, palas y toda herramienta necesaria con la colaboración de obreros por día, nunca los mismos, procedieron a cortar el añoso árbol que presidía el patio del fondo, quedando parte del tronco y raíces en su lugar.
Acompañados por el silencio de la soledad poco a poco, lentamente, fueron cavando y extrayendo las largas raíces que se extendían a las cuatro direcciones, cuando le preguntaban por qué no contrataban operarios daban una explicación muy razonable, nuestro trabajo es muy sedentario, necesitamos fortalecer los músculos y como el clima de estas tierras lo permite, además de reunión para conversar entre los hermanos nos sirve para hacer ejercicios físicos, nos mantienen en forma, explicación más que plausible para todos.
Durante meses lentamente acumularon leña en uno de los costados, muy útil para la época, inclusive llegaron a venderla frente al mercado en bolsas, el viejo lapacho justificaba la acción.
Una tarde fría a la luz mortecina de los faroles con la ayuda de un malacate marino, aferrado a otro árbol distante a unos metros, lograron moverlo para dejar las huellas de las profundas raíces, destinadas a ser cortadas. Para su asombro divisaron a una profundidad de unos cuatro metros una construcción de ladrillos cocidos en forma cóncava. En su estructura se observaba una rotura, un hueco donde el agua corría a raudales, gritaron en silencio, es un túnel como los de su vieja ciudad Toledana.
Munidos de trípodes, escaleras, piolas lámparas a kerosén, todos comprados en distintos negocios para evitar llamar la atención, ingresaron por el agujero ya agrandado a propósito que cubrían con ramas y troncos durante el día para evitar espionajes no queridos. Aferrado a sus arneses, uno de ellos lentamente bajó al túnel que se dirigía en ambos sentidos, de norte a sur, mientras los otros sirgaban las poleas sujetas al otro árbol. Ante su asombro, observó dos cofres de hierro herrumbrados atados con cadena a una argolla, metida en la pared lateral. Colgó la lámpara de repuesto, salió a respirar e informó a sus hermanos el descubrimiento. Inmediatamente instalaron nuevas lámparas, cubrieron el lugar con lonas, colocaron fuera otras lámparas, uno de ellos hachaba como todas las noches, para evitar miradas indiscretas. Los otros dos con bolsas y pico procedieron a destruir los candados que cerraban los cofres, dentro de ellos, aparecieron joyas, monedas, barras de oro y plata, piedras preciosas de valor inconmensurable. Lentamente fueron izando las bolsas cargadas con el preciado tesoro y con las carretillas con leñas, para disimular, las llevaban al establecimiento, hasta terminar. Liberaron los arcones de las cadenas que lo sujetaban, con prudencia los arrastraron hacia el norte, siguiendo el declive del túnel, hacia lo del vecino español, Costa, por efecto del musgo, humedad y barro se deslizaban fácilmente, el agua posiblemente los arrastraría vaya a saber dónde.
En su recorrido por el lugar del descubrimiento, sombras extrañas los acompañaban, oían aullidos, gemidos, pero nada los amilanaba, la suerte estaba echada.
Terminada la tarea recogieron las lámparas, escaleras, herramientas cuidando de no dejar ningún vestigio que pudiera ser detectado en el futuro, colocaron una chapa de barril sobre el cielo de ladrillos cóncavo, tapando una parte del hueco agrandado y rellenaron el pozo. Mientras lo hacían, las sombras bailaban desesperadas a su alrededor, los tres rezaban cantando. Durante casi dos meses siguieron cortando el tronco principal, actividad normal que los vecinos conocían, sacando las bolsas para vender la leña en el mercado de enfrente. Sin dejar de regalar a doña María como siempre lo hacían una o dos bolsas, como buenos vecinos, circunstancia que era conocida en el barrio y comentada entre ellos.
Los hermanos fueron acompañados de los espíritus danzantes siempre, nunca dejaron su escenario a pesar que la casa se fue expandiendo lentamente.
El hallazgo fue vendido en un procedimiento inteligente, paciente y discreto. Cada mes uno de los hermanos viajaba a Buenos Aires preferentemente en barco, con la maleta humilde de cuero y comerciaba con porteños que no preguntan sino que compran; fueron convirtiendo el tesoro en joyas y objetos afines, invirtiendo en otros emprendimientos, parte del tesoro fue utilizado para la fabricación de nuevas joyas que la sociedad correntina buscaba con fruición. Esas joyas fruto del tesoro eran exhibidas en fiestas y reuniones por damas y caballeros, las piedras brillaban con fulgor en ostentaciones de cualquier tipo.
Pasado un tiempo su vecino, el español Costa, se acercó a hablar con los hermanos Fontana, para comentarles que el arquitecto Azzano, constructor de la cúpula de la iglesia de Itatí, encargado de la obra de los Costa, encontró un túnel, pero nada dijo de arcones ni cadenas, a lo que los hermanos asombrados respondieron que ellos no notaron nunca nada.
Hasta hoy el baile de los espíritus sigue acompañando la casa y a sus habitantes, sin embargo, en este caso, según dicen los que se enteraron del hecho por comerciantes de Buenos Aires, los toledanos tenían la magia necesaria para invocar a los espíritus y calmarlos, sabida es la existencia de poderes ocultos que hasta la fecha perduran en Europa, son los heterodoxos, hechiceros reconocidos y actualmente públicos. No es raro ver en vidrieras de ciudades antiguas compartir los santos y símbolos religiosos con figuras de brujos, brujas, talismanes y otros objetos esotéricos. Los Toledanos conocedores de las maldiciones, traducidos en males a quienes descubren el tesoro venían preparados de ciencias ancestrales, con ellas convivieron felizmente con los custodios fantasmales, que como he dicho siguen danzando alrededor del lugar del viejo entierro, sobre el túnel soterrado y olvidado.
Vaya, vaya y yo sigo mirando con asombro los gemelos con rubíes adquiridos en la joyería porque en ciertas noches parecen flotar entre los que guardo en una caja, serán parte del tesoro me pregunto?... y después duermo plácidamente soñando que una figura baila en el lugar.