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Los peluqueros

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”. Moglia Ediciones,

Domingo, 03 de diciembre de 2023 a las 00:00

Sobre la calle 9 de Julio entre San Juan y Mendoza justo frente al cine Colón, se encontraba la emblemática peluquería de don Pedro Ricotti. 
El escenario no podía ser más propicio, un edificio del siglo decimonónico albergaba el espacio donde los profesionales ejercían su oficio. Sillones de metal fuertes con anchas patas forrados en cuero, se lucían frente a grandes espejos con mesillas que servían para colocar tijeras, navajas y demás utensilios necesarios para la tarea. 
Revistas nuevas y viejas descansaban sobre una pequeña mesa frente a las sillas antiguas arrimadas a la pared, lugar en que esperaban los clientes por riguroso turno. 
Las tertulias eran admirables, animadas por las conversaciones entre los clientes atendidos o no y los peluqueros, los que se afeitaban recibían los paños calientes sobre la cara antes de ser rasurados, mientras las noticias de corrillos y chismes se retroalimentaban con la velocidad del viento. 
Los cortes eran al gusto y paladar del cliente, generalmente buscaban modelos de artistas para intentar parecerse a ellos. 
Los lunes eran sagrados, los peluqueros no atendían porque su jornada se extendía hasta el domingo, puesto que quienes asistían a misa, reuniones sociales, cine y teatros, pasaban previamente para retoques o puesto a punto en su presencia. 
Don Pedro, un hombre respetado y generoso era muy afecto a la pesca, tenía en el Club de Regatas Corrientes una lancha, de esas de madera con motor marino que le permitían recorrer el río, espacio que el hombre dominaba, conocía cada riacho, entrada, isla… era un 
mapa ambulante. Su hijo, gracias al esfuerzo del padre 
pudo estudiar y terminar la secundaria, obtuvo un empleo nacional en la Caja de Previsión Social, se casó joven con una muchacha hermosa llamaba Beatriz, docente. 
Ella era todo dulzura y encanto, sencilla y amable en su trato y porte. 
Los parroquianos del café y cine la Perla que se encontraba en la esquina de enfrente, esperaban el turno en dicho lugar, uno de los empleados de don Pedro cruzaba hasta el lugar cuando les tocaba ser asistidos, eran invitados a ingresar a la peluquería, toda una ceremonia. 
El cliente silencioso y ceremonioso, que aparecía de pronto con vestimenta de otras épocas, era el más llamativo, nunca una risa, charla o festejo, se movía como si flotara en el aire impulsado por fuerzas extrañas. Lo atendía siempre el barbero más viejo, se notaba en su vestimenta el paso de los años, su traje cruzado mostraba los desgastes de los codos y el paso de cepillos infinitos sobre él, el sombrero era un bombín, esos redondos que usaban los ingleses, sus botas eran de comienzos del siglo XX, el corbatín de seda había pasado de moda hace muchos años. 
Era un extraño en la escena, ni participaba del jolgorio ni se quejaba o enojaba, simplemente observaba con ojos que parecían vacíos de un celeste intenso. Nadie lo conocía, nadie tampoco preguntaba porque su presencia imponía respeto. 
Dos veces a la semana aparecía cruzando la calle desde la vereda de enfrente, contaba con la mirada los clientes sentados y respetaba estrictamente el turno. Como es de suponer todas las miradas se posaban en él, para luego continuar con charlas y saraos. 
Una tarde cualquiera, apareció un asiduo cliente del lugar con cara entre de espanto y sorpresa, traía en la mano una revista de poca circulación en la ciudad, trataba solamente temas de historia, en ella en la primera plana la fotografía de cuerpo entero del extraño cliente, aparecía con claridad, había muerto hacía cincuenta años y se conmemoraba su aniversario, era un historiador correntino de fuste. El silencio reinó casi hasta la noche, nadie se atrevía a decir esta boca es mía, cuando de pronto apareció el muerto viviente, observó con detenimiento a sus contertulios, y con una voz que venía otros tiempos y lugares expresó: -Gracias por la compañía de éstos tiempos, no volveré, no pertenezco a este tiempo como veo en sus caras, no se asusten, algunos espíritus somos más empecinados que otros…y fue la primera vez que cantó con todos el Barbero de Sevilla. 
Pasó el tiempo y las modas fueron cambiando, como los años acumulándose sobre las espaldas de éstos personajes de la ciudad, nuevas formas, técnicas y costumbres fueron lentamente liquidando el oficio solemne de la afeitada, poco queda sobre ella, solamente sobrevivió el corte de cabello duras penas. 
Lo interesante del asunto es que don Pedro y sus parroquianos en determinados días se animaban con cantos y alegrías, como siempre sonaba en la vieja casona. Los que concurrían al cine Colón de reciente aparición observaban con sorpresa y alegría tal vez, la contagiosa convivencia entre clientes y barberos. 
La muerte inexorable se llevó la vida de don Pedro y sus empleados, que fueron como los viejos luchadores cayendo uno a uno a manos de la parca, que corta los hilos de la existencia humana en este plano. 
Lo interesante del caso es que cerrada la peluquería, el lugar en un primer momento pareció que perdió parte de su vida, sin embargo dicen los que continuaron transitando esa calle, que en los negocios que hoy ocupan el espacio se escuchan cantos y risas, otros más osados afirman que ven la figuras de los barberos cantando y riendo a sus anchas, afilando sus navajas o calentando los paños higiénicos, en el viejo aparato que servía para esterilizar los instrumentos, alimentados a carbón o kerosén. 
Usted me dirá que no puede ser y yo le respondo que quienes tienen el alma sensible, aprecian la presencia de espíritus que siguen flotando en los ambientes donde fueron felices, o acaso no sienten muchas veces la presencia de sus padres ya muertos cerca suyo. Quien me diga que no, bueno será así para quien lo crea, pero que están, están.

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