¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

PUBLICIDAD

Malvinas, la herida que no cierra

Domingo, 02 de abril de 2023 a las 01:00

Por Rodrigo Galarza
Especial para El Litoral

Es muy probable amigo lector que recuerdes, y con cariño, el libro de lectura con que aprendiste a leer o fortaleciste tu aprendizaje en la escuela primaria. En mi caso particular recuerdo El árbol que canta, libro de segundo o tercer grado vigente a finales de los años setenta. Hoy en día pondero a quien le puso ese título por su profundidad poética y porque me devuelve un recurso de la poesía llamado personificación que utilizo habitualmente en mis producciones.
Los breves textos de El árbol que canta iban acompañados de ilustraciones que ayudaban a contextualizar la lectura. Recuerdo que uno de esos textos empezaba diciendo: “Cuando sea grande quiero ser”; seguido de una enumeración de variadas profesiones: médico, enfermero, bombero, arquitecto, etc; entre las cuales aparecía “ser general, para defender a la patria”, junto a la figura de un niño con un gorro tipo San Martín y una espada de madera en la mano. A priori esta profesión nada tenía de   particular respecto a las otras, incluso resultaba muy atractivo para un niño porque prometía aventuras…y heroísmo;  pero si a esa inocente lectura agregábamos que esos mismos niños veíamos en la televisión discursos del “excelentísimo presidente de la Nación Jorge Rafael Videla”; o en los canales paraguayos a Alfredo Stroessner que cada noche despedía a los televidentes. Podíamos concluir (lo hicimos después) que en nuestros países los presidentes vestían uniforme de general. Los niños éramos felices igual (aquellos que tuvimos la suerte), ignorábamos por supuesto las razones de la presencia militar en el ámbito civil.
Cuando Argentina recuperó las Islas Malvinas el 2 de abril de 1982, yo tenía casi diez años. Recuerdo que en las escuelas lo anunciaron y que todos salimos al patio a celebrar; no sabíamos muy bien por qué pero saltábamos de alegría; los maestros nos dijeron que tras muchos años, Argentina había recuperado un suelo que le pertenecía. Ese momento pensé quizá que la alegría que sentíamos era parecida a cuando nuestro país ganó la Copa del Mundo en el 78; el alborozo en las calles resultaba parecido, a juzgar por lo que se veía en el pueblo y en la concentración de Plaza de Mayo de Buenos Aires, que horas después fuera trasmitida por televisión.
Tras días de espera estalló la guerra a comienzos de mayo. En mi casa, y en muchos hogares seguramente, el ánimo cambió. Veía a mi padre preocupado, prendido a su radio Tonomac o viendo (si se veía…) los “comunicados del Estado Mayor Conjunto” en los que informaban las novedades de la guerra. 
Todos sabemos lo que pasó después. Los argentinos vivimos el dolor de una guerra que no debió suceder (acaso ninguna en el mundo) pero que sí sucedió y sigue sucediendo en nosotros y con mayor énfasis en aquellos que perdieron nietos, hijos, esposos, novios, amigos. 
A nivel personal, la guerra de Malvinas sigue tocándome, no puedo dejar de pensar en nuestros veteranos: su entrega, su valentía, tuvieran dieciocho o veinticinco años; es decir fueran soldados o mandos intermedios que se preocuparon por sus subordinados. Los pilotos de aviones y helicópteros; los artilleros y sirvientes de piezas; los observadores adelantados; los enfermeros y médicos; los marineros de los barcos de provisiones que navegaban desarmados, etc.: héroes de nuestra patria a los que le debemos admiración y respeto más allá de las miserias y negligencias por  parte de los altos mandos por un lado,  y por otro, de algunos mandos intermedios que no estuvieron a la altura moral y ética necesarias en las situaciones extremas que plantea una guerra. Conocemos de sobra los numerosos testimonios de tratos vejatorios hacia los soldados por parte de oficiales que, al parecer, seguían ejerciendo de instructores del servicio militar y no portadores de una voz clara de mando y de respeto y protección a su tropa.
¡Larga vida a nuestros héroes!
Permítanme ahora, amables lectores, dar lugar  a un poema del maestro Borges y a uno mío haciendo posible una herejía.

Juan López y John Ward
Les tocó en suerte una época extraña.
El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras.
López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil; Ward, en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer el Quijote.
El otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido revelado en una aula de la calle Viamonte.
Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel.
Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen.
El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.
Jorge Luis Borges
A los veteranos de la guerra
de Malvinas

Estas balas
Estas balas trazantes en la noche
Estas takas(*) de mi infancia
Estas balas
Que trazan la noche
Estas takas tranzantes de mi infancia
Percuten en el diosturba
Estas balas
Estas balas silbantes
Bailan 
Inventan una recta
Silban trazantes mi infancia
Atraviesan calientes el aire frío
Estas balas perforan
Las banderitas que en la noche
Perdieron los colores
Estas balas balan
Ovejitas que miran 
por los agujeros de esas banderitas 
que perdieron los colores
Alguien reza al diosturba
Mientras estas  balas
Estas balas de  la noche
Balan
Bailan 
Silban
Trazan una recta
Que transita todos los mapas
Que se escapa de todos 
De todo
Hasta llegar a mi madre
Rodrigo Galarza

(*) L uciérnagas.

Últimas noticias

PUBLICIDAD