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Los mejores zainos del crepúsculo

Domingo, 09 de julio de 2023 a las 01:00

Por Rodrigo Galarza
Especial para El Litoral

El niño vio el caballo colorado / de ojazos levantiscos. / Sin cabestro / ni lazos fue a su encuentro / con sus brazos abiertos y extendidos. / No había nadie, (sotos de tacuaras), / potro y muchacho sobre el praderío / se acercaron de a poco: lentamente / la piel morena palmeó el hocico. / El animal tomó noción humana: / bajo al instinto / la raíz del verbo; / (juntos, niño y caballo, gobernaron la génesis del mito)…”, dice nuestro Alfredo Mariano García en un fragmento de Metamorfosis. Sin duda el temple emocional de este poema, más allá de su construcción, se origina en alguna experiencia vivida por el poeta en su Itatí natal, antes de su largo exilio en Nueva York.
Muchos años después en otro pueblo pero con la misma libertad y fantasía, un niño parecido a mí o a cualquier otro andaba, montado en un zaino malacara, atravesando  tajamares y abras de sueños; el sortilegio de siestas interminables que aún hoy vibran, giran y se expanden, una y una  otra vez, en el recuerdo.
¿Qué ha quedado de aquello?: todo y nada. Permítanme estimados lectores acercarles un episodio que viví cuando tenía doce o trece años y que, durante muchos años me persiguió con cierta melancolía, hasta que por fin pude exorcizarlo a través de la ficción. El episodio en sí no deja de ser una anécdota, pero no lo que de algún modo se rompió en aquel niño al cometer un error:
“La hora señalada era la tres de la tarde. Jefrén y Cantalicio llegaron a la pista treinta minutos antes. Se protegieron del implacable sol bajo una arboleda. Cantalicio peló unas naranjas y las compartió con su amigo. Ambos sorbieron sus jugos en silencio como gánsteres haciendo tiempo para dar un golpe.
Poco antes de las tres, oyeron risas y el andar de varios caballos, era evidente que Emilio traía su comitiva para que presenciara la carrera. 
A Jefrén le volvieron los nervios mientras que a Cantalicio le invadió una emoción triunfal pues no tenía dudas de que El cardenal vencería.
Llevan diez minutos intentando alinear los caballos para largar la carrera. De mutuo acuerdo han decidido partir sin asistente; si a ambos les gusta sus posiciones iniciarán la carrera al grito de “vamos”. En varias ocasiones Emilio ha gritado, sin embargo Jefrén se ha quedado en raya porque venía retrasado tres cuarto de cuerpo. Lo que Jefrén no sabe es que su contrincante tiene puesta la espuela en el pie que no ve y que cada vez que se aproximan a la línea de salida, Emilio espolea a El moro por lo que éste apura el paso y así nunca se pueden emparejar. La idea del astuto muchacho es sacar de quicio a su adversario y ya lo ha logrado: unos diez metros antes de la raya, Jefrén decide que largará estén cómo estén ubicados y así sucede, a pesar de que El moro le saca tres cuarto de cuerpo grita “vamos” apretándose contra el caballo y dando un fustazo.
El cardenal tira sus orejas hacia atrás. De inmediato sus ollares se agrandan dejando ver su interior enrojecido. Los vasos del tren anterior golpean con violencia el pasto como si quisieran perforarlo. Jefrén se agarra a la pechera sintiendo un sacudón entre las piernas; la cruz del animal se tambalea hacia la derecha, luego con mayor contundencia hacia la izquierda; el yóquey se desacomoda levemente pero aguanta el envite corrigiendo con su cintura el centro de gravedad; el aire de la tarde ya no está detenido sobre su rostro, ahora es una tibia bocanada. En cuatro o cinco zancadas El cardenal recupera distancia respecto a El moro. Jefrén tira su torso hacia adelante y con una mano rema las riendas mientras con la otra sigue agarrado a la pechera. El caballo baja un poco el pescuezo y vuelve a subirlo. La tensión muscular de la bestia entra en armonía, la fuerza se reparte entre sus cuatro remos. Es el momento que más agrada a Jefrén cuando tiene la impresión de que el caballo tomará vuelo; el golpeteo de sus cascos sobre el pasto se asemeja al del granizo sobre los techos de zinc. 
Jefrén siente que su alegría toma su cuerpo entero al ver que El cardenal está ya en el pescuezo de El moro y cuando levanta la mano para dar un latigazo, lo impensable ocurre: la fusta sale disparada iniciando una parábola. Atónito el muchacho levanta la vista y ve el cielo de un azul terrible y hermoso, tan terrible y hermoso igual a la desolación que siente en ese instante. Su descuido es imperdonable ¿Cómo ha podido pasar, cómo ha podido escapársele? sin su fusta sometiendo a la bestia… qué cielo tan azul, qué mano tan vacía… una falta total de asimiento. Aprieta su mano, en la que quisiera pulverizar una roca con su rabia, ¡No, no!, se dice, después de escuchar el cimbreo de la fusta en el aire antes de que ésta se aleje con indiferencia en la curva descendente de su caída. Aunque avanza a toda velocidad parece que la carrera estuviera ya acabada; se abre ante Jefrén el abismo previo que se siente ante a una derrota inevitable. 
Emilio levanta la mirada para luego volver a concentrarse en la conducción de El moro. Jefrén agacha la cabeza cerrando los ojos. Piensa en su fracaso de yóquey; en que Emilio no le dará revancha; en la cara que se le pondrá a Cantalicio cuando le cuente lo sucedido, y en El cardenal que no merece un debut así…
El moro se ha adelantado cuerpo y medio.
El muchacho intenta azuzar al zaino con las puntas de las riendas, de los nervios ha bajado sus piernas y da talonazos mientras que Emilio va, como debe ser, apilado sobre la alzada de su moro.
De pronto Jefrén piensa que aún le queda una alternativa: quitarse el cinto que lleva puesto. Siente una presión inmensa en sus sienes, un galope amplificado dentro de su cráneo mas sin perder el equilibrio se desabrocha con presteza el cinto y lo desliza, ya látigo implacable, por las trabillas del pantalón.
Cuando logra hacerlo restan treinta metros. Estallan tres cintazos de seguido.
Resuenan sobre la carne angustiada del animal una, dos, tres notas de súbito anhelo. Resopla El cardenal y Jefrén, otra vez apilado sobre su cruz, unido al caballo en vertiginoso ritmo de carrera, vive un  renacimiento de  la esperanza. 
El zaino da un fuerte respingo consiguiendo acortar la distancia de su contrincante. Los cuerpos de las bestias que, hacía unos segundos se hallaban  separados, vuelven a acercar el agitado resuello de sus  respiraciones como si también se disputaran el aire. 
En los últimos tres metros, Jefrén agita las riendas levándolas hacia adelante intentando dar un último envión pero no es suficiente, al cruzar la línea el hocico de El cardenal alcanza, apenas, medio pescuezo de El moro (…)

A mi hermano Ramiro

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