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Santa Lucía: la casa maldita

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”, Moglia Ediciones.

Amparados por la noche, bajo los árboles cubriéndose la cara con pañuelos oscuros como sus designios, los goyanos se dirigieron a la iglesia de Santa Lucía de Astos. 

Dos cuestiones debían arreglar con el clérigo Eugenio Luchesi. La primera una cuestión de mujeres, según manifestaron posteriormente. La segunda, un tesoro que el sacerdote escondió, según versiones brindadas por un chivato (soplón). 

La noche era especial en ese marzo frío de 1881, ayudaba el nublado. Previamente un muchacho al que encontraron en la plaza, que no los reconoció, recibió un paquete con botellas de aguardientes con una propina para lleve de regalo a la comisaría de parte de un comisario retirado que vivía en las afueras del pueblo, camino a la ciudad de Goya. El joven, más por miedo que por el dinero, corrió hacia el edificio policial, lo recibieron con prevención, pero como era habitual el regalo del ex colega lo acogieron con agrado; a la media hora los cuatro -oficial y agentes- dormían plácidamente la borrachera de la ingesta. Los encapuchados observaban de lejos. A los minutos que el joven salió disparando del despacho policíaco se cerró la puerta, el farol de luz mortecina de la calle fue muriendo con la noche misma. 

Desde su escondite de la esquina de la plaza, extremo de la Catedral, se dirigieron a la habitación del cura. 

Sorprendido por los golpes incesantes de la puerta pensó para sus adentros: “algún enfermo u otro necesitado”, jamás se imaginó encontrarse con los espectros que lo esperaban. Lo tomaron fácilmente impidiéndole que gritara, un fuerte pañuelo con un nudo le cerró la boca, las manos atadas con correas de cuero, igual que las piernas, dejaron al presbítero en estado total de indefensión. Un carro frenó frente al escenario referido, acostaron al hombre asustado como el que más, sin prisa alguna dieron vuelta la plaza, hasta dicen que pasaron frente a la comisaría. En la esquina opuesta bajaron al pobre infeliz arrollado en una alfombra de lana, casualmente en dicha esquina, se mantiene aún la vieja construcción escenario del cruel episodio. 

Lo colgaron de un tirante desnudo, taparon las ventanas pequeñas, trancaron la puerta. Comenzó el interrogatorio: “Así que el señor sacerdote anda de amores con la Juliana”, una dama solterona que visitaba frecuentemente Santa Lucía, según dicen, pretendida por uno de los asesinos. El cura negaba con la cabeza. La risa apagada era la respuesta: “¿Y cómo hacen el amor, desnudos en tu habitación sagrada?” El infeliz negaba con la cabeza, sus gritos ahogados por el nudo en su boca impedían toda respuesta. Pasaron minutos que parecieron siglos, uno de los embozados terminó esa parte: “No te creemos, tu castigo será ser célibe eternamente”. Con la destreza del hombre de campo acostumbrado a su tarea, procedió a castrarlo, puso los dos huevos sobre la mesa expresando: 

“Ahora eres célibe hijo de puta”. 

La transpiración, la dificultad para respirar inmovilizaron al pobre hombre, uno de los verdugos frente a él con voz pausada le explicó: “Te voy a quitar el pañuelo de la boca, si gritas como lo hiciste todo el tiempo, te mato ¿entendiste? Nos das lo que queremos y vas a vivir”. El torturado asintió, sus fuerzas estaban al borde de la resistencia, “qué más da”, pensó para sus adentros. 

El inquisidor se paró con un filoso cuchillo, el mismo con que lo castró y apuntándole espetó: “¿Dónde está el tesoro, hijo de puta?” 

El padre Luchesi lo miró con una infinita tristeza, contestando: “En el infierno hijo de remil putas, en el infierno carajo, los maldigo por los cien años de los franciscanos”. Sacando fuerzas de donde no las tenía, lanzó un fuerte sapukay que repiqueteó en el pueblo entero, rebotó en la plaza, hasta la campana de la iglesia histórica -afirman los vecinos- comenzó a tañir. Sorprendidos los asesinos lo ultimaron sin piedad alguna, degüello limpio de oreja a oreja. 

Los victimarios apagaron las luces mortecinas, se mantuvieron en silencio sepulcral durante varias horas. 

La oscuridad del mes de marzo frío y nublado, permitió a los criminales sacar el cadáver, que sería abandonado frente a la iglesia, sin que los madrugadores observaran otra cosa que un bulto caer de un carro, que disparó para las afueras del pueblo, con gente de negro encapotados e irreconocibles. 

Uno de los policías que superó a medias la borrachera, salió a responder los golpes insistentes en la puerta. 

Una anciana con su nieta gritaba que el padre Luchesi yacía desnudo, asesinado, en el frente de la iglesia. Se expandió la congoja en la grey católica. 

Sus restos fueron recogidos por manos piadosas, dándole sepultura, previa pericia angaú médica, enterrado en sagrado, su tumba es considerada milagrosa. 

Comenzaron las investigaciones del caso, el comisario recibió ayuda de su colega de Goya, en reunión secreta, lo que generaba sospechas generales. 

El goyano con la autoridad que dan los años miró a su colega más joven, expresándole: “Una mujer cuyo nombre no te voy a dar, llorando me informó que unos vecinos míos fueron los autores, dos motivos tuvieron: el primero por el amor hacia ella, era muy amiga de Luchesi, el segundo el más importante, querían el tesoro de la iglesia”, hizo una pausa que parecía eterna. Continuó diciendo: “Órdenes de arriba expresan que debemos cajonear la cosa, son poderosos los asesinos chamigo”. El otro que lo miraba con ojos de huevo frito respondió: “Pero el pueblo se va a levantar”. El interpelado indicó: “Que lo hagan, vos seguí la investigación, llévale largas”. Así culminó el diálogo.

La casa donde lo torturaron está en el otro extremo de la misma vereda de la comisaría. Hacia allí se dirigieron y encontraron sangre, los testículos de la castración, etc. 

Dicho y hecho, la política engarzada en la justicia sometida, hizo como que investigó, los sospechosos presentaron testigos que declararon que se hallaban en un boliche tomando y jugando; el juez tomó como válido todo, obedecía y su cargo dependía de ello. Terminó luego de un tiempo el proceso, se archivó y sanseacabó. 

Los dueños son los mismos desde hace tantos años. 

La llaman la casa maldita, de día y noche se escuchan gritos, sombras que se mueven como buscando algo, posiblemente espíritus amigos que ayudan a Luchesi en su afán de encontrar su sotana. 

Los asesinos no tuvieron buena vida, la maldición de los franciscanos los persiguió, hasta no hace mucho tiempo; sus descendientes tienen las marcas de la imprecación, la propiedad no ha cambiado de dueño, nadie la quiere. 

La información oficial dice: “Y de que este horrendo asesinato del padre Eugenio Luchesi tenía por móvil el robo, no caben dudas, pues así se hace constar incluso en la propia acta del certificado de defunción anotada en el Libro II de Defunciones al folio Nº 78 del 28 de marzo de 1881, muerto anoche de muerte violenta en su casa habitación, el difunto no tenía ni podía tener enemigo, le dio muerte una mano sacrílega por el interés vil de robarle…”

No murió en su querida iglesia, murió en la casa maldita. Hasta hoy nadie quiere comprarla, menos habitarla, la sangre y la agonía de un sacerdote bravo y corajudo, hace sonar la campana de la iglesia -según decires-, cada vez que alguien quiere comprarla. Sombras y gemidos se esparcen por el patio y habitaciones, espantando a los pretendidos adquirentes. 

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