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Muerte lejana | Ituzaingó, Corrientes

Moglia Ediciones. Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”.

n La vida y la muerte tienen sorpresas que resultan inexplicables a los sentidos humanos y comprensión, por ello admiro a quienes rescatan historias pequeñas, que luego se convierten en voluminosas investigaciones. 

Que en el cementerio viejo de Ituzaingó, en la Provincia de Corrientes, ocurren hechos extraños, entre los lugareños nadie lo duda, los terceros en su mayoría tampoco. 

En el viejo cementerio, de espaldas al río como castigo por haber causado tanta muerte, con crecidas imprevistas, naufragios impensados en los roquedales, la gente asociada en la fundación del nuevo poblado decidió: Los Panteones estarán de espalda al río. Como las tumbas simples en la tierra, ambos tipos de sepulturas contienen muertos y sus almas, solo que algunas suelen pasear en los momentos que creen oportuno. 

Una de esas tumbas, como dice don Miguel, pertenece al pueblo, que enterró por colecta popular a una pobre mujer arribada al lugar desprovista de su juventud, bienes y hasta esperanza; estaba tan lejos de su patria en Europa y había perdido todo contacto con los suyos. 

Un capitán de barco, que hacía el recorrido del Paraná desde su desembocadura hasta Iguazú, la hizo desembarcar en Ituzaingó, pues el viaje lo hizo en calidad de protegida por la piedad de la tripulación. Huía de la mafia rosarina que la explotaba como prostituta, fruto de la trata de blancas a comienzos del siglo XX, historia por todos conocida. 

La muchacha siendo joven había arribado a Buenos Aires con una tía, proveniente del entonces Imperio Austro-húngaro, se hospedaron en un hotel céntrico, sobre la Avenida de Mayo. 

Quiso la desgracia que la tía falleciera repentinamente en la ciudad porteña, fue así que la pobre joven sin saber a quién acudir, sin conocer siquiera la lengua castellana, buscó ayuda en la embajada de su país, el que se desmembraba con la primera guerra mundial. En ella trabajaba un joven elegante, de finos modales, que se ocupó de sus asuntos gentilmente, al menos eso le parecía de la muchacha. Con la soledad a cuestas, incautamente, cayó en manos equivocada, de pronto se vio privada de sus documentos, joyas, dinero y su honra, porque el villano la violó reiteradamente. 

Cuando la policía federal argentina intervino en su búsqueda, la joven había sido trasladada a prostíbulos del interior, comenzando su trágica vida de prostituta, de mano en mano como la falsa moneda. Tuvo tantas identidades como lugares donde vivió; sumado a ello, la corrupción en los círculos judiciales y policiales impidieron siempre que la encontraran. 

Pasaron los años, con ellos su juventud, cargando sobre su espíritu la tristeza profunda del inmigrante obligado, destruidos todos sus sueños y esperanzas. 

Como todas las cosas, al perder su lozanía y frescura, perdían valor sus servicios. Aprendió un poco el idioma castellano, pero las arrugas y marcas de la mala vida enraizaron en su corazón, sus dueños dejaron de controlarla estrictamente, ya era casi nadie, o mejor dicho, mercadería de poco valor. 

Varias veces intentó matarse, no lo logró, desgraciadamente para ella la salvaban porque valía. Con la madurez a cuesta podía caminar libremente, los esbirros sabían que volvería porque a dónde se dirigiría si carecía de todo, el frío y el hambre la destruirían cruelmente. 

Llegó un día en que un cliente la despreció de tal manera que supo que era su fin. 

Armó un pequeño atado de las pocas y pordioseras ropas que tenía, se aventuró al puerto de Rosario. Como ocurre en la vida, siempre existe un alma piadosa. Un capitán de barco viajaba hacia el norte, la vio leyendo un libro sentada sobre un pequeño tacho, posiblemente uno de los pocos que tuvo en su vida: “Los demonios”, del escritor ruso Fiodor Dostoievski. Se acercó prudentemente y le interrogó si le gustaba la lectura, ella con los ojos celestes de profunda tristeza lo miró con asombro porque alguien la trataba como un ser humano, por eso contestó: 

“Si me gusta es muy bueno”. El capitán expresó que a él también le gustaba. Ante la situación creada, la muchacha sacó fuerzas de donde pudo, pidiéndole si la podía llevar lo más lejos de Rosario hacia el Norte, aclarándole que no tenía plata. El hombre dudó, pero observó esa nube de 

tristeza que emanaba del cuerpo de la pobre mujer, entonces respondió: “Si, pero deberá colaborar en la cocina”. 

Ella aceptó de inmediato, se marcharon al buque que estaba presto a partir. 

Los días del periplo fueron los más felices, desde su llegada a este país, advirtió a la tripulación que no aceptaba ningún vínculo exhibiendo una navaja. La verdad es que era buena gente, comió con ellos, durmió tranquila en la hamaca marinera asignada, compartió los trabajos con risas, levantó parte de su agotado corazón, borró parte de sus penurias, recobró parte de su humanidad. 

El capitán después de muchos días de navegación, la llamó para conversar porque en el puerto de Corrientes le avisaron que personajes siniestros la buscaban. Tendría que ir más arriba, expresándole que el pueblo de Ituzaingó era un lugar apartado y nuevo, porque Posadas era peligrosa. 

Al arribar al puerto de Ituzaingó la desembarcó, le dio unas monedas, ella se lo agradeció obsequiándole la mejor las sonrisas, esas que salen del alma. Él como un caballero antiguo se sacó la gorra gastada e hizo un gesto de saludo, así se distanciaron dos almas buenas. 

Ella de pronto se encontró sola, en un lugar que no conocía. El marinero de la Prefectura Naval la llamó “La húngara”, ella aceptó, todo valía. 

Se refugió debajo de un viejo árbol cerca del puerto, vivía de la caridad pública, manos generosas se apiadaban de la pobre mujer, hasta que una señora mayor -antigua maestra del pueblo- la llevó a su casa para que la ayudara. 

La húngara se sentía feliz, era otra vez un ser humano, no pretendió nunca volver a sus tierras europeas, porque había sido ultrajada, denigrada y nadie podría verla así. 

La mujer piadosa la instaba a que le contara sus secretos, pero un mutismo envolvía la escena, ella contestaba: “no me acuerdo”. Luego de un tiempo el sacerdote del pueblo -afirma don Miguel-, la llevó como ayudante de la iglesia del pueblo. 

Pasaron los años, la vida siguió su curso. Un buen día apareció en la iglesia el comisario, quien pidió hablar con el sacerdote. “Mire padre”, manifestó el policía, “llegó este pedido de la Policía Federal buscando, ndayé a una princesa europea, como acá hay una persona indocumentada, deberíamos averiguar”. El buen sacerdote, de años llevar, sugirió que él hablaría con ella y le avisaría. Así terminó la entrevista. 

El clérigo se acercó prudentemente a La húngara, sin decir palabras le exhibió el pedido de búsqueda, ella quedó pálida, dos lágrimas brillantes como perlas cayeron por su rostro. No sabía cómo reaccionar ante la hermosa noticia, sus parientes la buscaban, la de la foto joven era ella acullá. Negó con la cabeza diciendo: “Querido padre, cree usted que yo soy esa princesa, dígame la verdad”, tratando de esbozar una sonrisa. 

Él la observó compungido, sabía que mentía, qué tragedias habrá vivido esta pobre muchacha, no tenía derecho a removerlas. “Gracias”, dijo y se retiró. Ella continuó sentada dentro de la iglesia, su espíritu recorrió su Viena querida, sus padres, hermanos, amigos, tíos, hasta que caía el telón negro y oscuro de su desgracia. Sintió una puñalada en corazón, su tremenda alegría le pasaba factura, no la habían olvidado, parsimoniosamente fue cayendo hacia el costado del banco, sus ojos brillaron como nunca, un humillo blanco cristalino se elevó, dio una voltereta, murió sola como una digna princesa, humilde y humana. 

Fue enterrada como hemos dicho con la caridad pública, una latita con el nombre La húngara recuerda el lugar donde está enterrada. 

Los habitantes del pueblo ven la figura de una dulce niña danzando bajo el sol correntino en Ituzaingó, no los asusta, es un fantasma bueno de esos que las aguas traen contra la corriente del río. 

El sacerdote escribió una larga carta a los que la buscaban, porque entre las pocas ropas que dejó halló un documento que decía que realmente era una princesa, como sostiene un testigo irrefutable, don Miguel. 

Un día el buque de la carrera tocó el puerto, de él bajaron una mujer parecida a La húngara y un señor de edad, que vestían estricto luto de ropas finas. Guiados por el sacerdote y el comisario, fueron al cementerio antiguo, visitaron la humilde tumba donde reposan los restos de la hermana de la visitante, acompañada por su tío. 

Los que en peregrinación, como ocurre en los pueblos, acompañaron a la pareja extraña juran y rejuran que ante ellos emergió la niña danzante más luminosa que nunca. Un viento sopló de pronto trayendo con él un vals vienés, esos que los cumpleaños de quince de las niñas hacen resonar. La pareja se arrodilló, rezó. Luego en presencia del pueblo entregaron al sacerdote y a la maestra que la rescató, una donación de moneda fuerte. No lograron encontrar al capitán generoso, pero los que siempre están despiertos en los pueblos, porque ni la siesta los vence, testimonian que un viejo marino concurre con un ramo de flores al camposanto de los muertos, dejándolo en la tumba de La húngara. Se huele un perfume exquisito, que los que se encuentran en el lugar, hasta hoy, no pueden distinguir. 

Dicen otros que La húngara murió de alegría al saber que la buscaban y no la olvidaron, agregando que cuando se aparece a los seres humanos que visitan el cementerio, 

al que la escucha, les narra con voz lejana y extraña “no me dejaron de lado”. Una música fina y galante se cuela 

con el viento volando hacia el río, extraños sones de tierras lejanas y añoradas. 

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