Especial Carlos Lezcano
El día ya se iba, y la penumbra de la tarde del sábado 17 de agosto nos aliviaba a todos de las fatigas de la semana. En el espacio Mariño, Maru Figueroa y Coqui Ortiz nos contaron a un grupo de personas, sentadas bajo un gran ambay, sus historias y vínculos con las canciones del litoral, acercándonos a la diversidad del mapa sonoro de este país de las aguas.
Estas conversaciones se dieron en el marco del “Festival Lapacho”, organizado y curado por el grupo Tajy, que sale airoso del desafío de convocar a sus colegas a esas charlas, pero también de compartir luego el escenario en un espectáculo cuidado y sobrio.
Maru y Coqui recordaron sus caminos como intérpretes y como autores. La memoria fue armando un espacio de canciones que dibujó en el aire de ese patio correntino un complejo universo con composiciones de una fuerte impronta del nordeste argentino.
Maru llegó de Entre Ríos trayendo no solo chamamés o chamarritas, sino estilos, zambas y milongas que salieron de su guitarra desde distintas tradiciones, dando cuenta de la convivencia de géneros y de la riqueza musical que va de costa a costa de esa provincia, no siempre suficientemente valorada.
Figueroa viene de la gran escuela guitarrística entrerriana de Walter Heinze, Miguel Ángel “Zurdo” Martínez, pero principalmente de Silvina López y Eduardo Isaac, a los que representa con solvencia y seriedad.
Por su parte, Coqui Ortiz desarrolló una idea sobre las sonoridades de la canción de la ciudad de Resistencia en los años 80 y la huella que han dejado en él y en las generaciones posteriores de artistas chaqueños aquellos compositores, algunos injustamente olvidados.
Ortiz parte de la premisa de que las canciones de Caye Gauna, Lino Mancuello, el Negro Rodríguez, Gustavo Viña, el Turco Vera Azar o Bosquín Ortega quedaron en la memoria oral de la generación de la que es parte, aunque todavía carece de un registro ordenado y sistemático de ese momento de la historia musical del Chaco. Sin embargo, esa falta de cuidado del patrimonio (sobre todo desde las gestiones estatales) no significa una pérdida definitiva de esos materiales, porque perviven aún a través de la tradición oral, aunque dispersos, y por lo tanto, requieren un rescate urgente.
Esas composiciones del pasado no son, para Ortiz, cosas muertas, sino que reaparecen con una vitalidad que nos sorprende y emociona ante cada nueva versión.
A lo largo de la charla, Coqui juega como un niño con los jirones del tiempo; va y viene de esas letras y melodías, las descifra y nos canta a los que estamos allí, valorando cada palabra, cada verso. Se detiene en los detalles, los disfruta y los comparte. No son aquellas canciones solo hechos del pasado, sino bienes inmateriales que siguen presentes cada vez que se las toca. Son, por lo tanto, también un presente compartido.
El otro eje de la charla del autor chaqueño es la cuestión de la identidad. A lo largo de su intervención, reflexionó sobre los géneros (chamamé, rasguido doble, zambas, chacareras, polcas) no como compartimentos estancos, sino como una categoría de fronteras porosas. Estimo que piensa la identidad no como algo fijo del pasado o como algo que sigue repitiéndose, sino como algo que cambia incesantemente.
Se trata entonces de convivir con la paradoja esencial de lo que permanece y a la vez cambia, lo que queda y lo que se metamorfosea. Las creaciones portan algo del pasado, pero crean algo desde allí que irrumpe como novedad. Obstinadamente nombra algo propio y obstinadamente algo diferente de lo anterior.
Coqui habló de la diversidad de fuentes, sin renunciar a ninguna, de fronteras difusas de géneros sin perderse en ellas, y de la libertad creativa de los autores como propiciatoria de nuevos horizontes.
Un escenario de lapachos
José Víctor Piñeiro, Belén Arriola y Tato Ramírez (Grupo Tajy) van hilvanando los momentos del encuentro de una forma que pasa desapercibida, pero que es precisa y necesaria.
Lentamente, vamos ingresando a la sala, que por cierto quedó pequeña. Nos espera un escenario florecido de lapachos rosados que cuelgan de un cielo que no vemos. Esas flores de lapacho nos van embriagando de sueños con ramas de viento crecidos en el monte de nuestros corazones. Esas ramitas florecidas nos invitan a la celebración del canto de la patria.
Maru Figueroa abre la noche con un repertorio variado pero cuidadoso que comienza con “La flor del pago” (Figueroa), “Alborada y melodía” (E. Pérez), y “Arroyo hondo” (A. Dimotta). Un punto aparte merece su versión del estilo “Lamento entrerriano” (M. Varela) y la hermosa versión de “Zamba del lino” (Manauta/Matus). La sutileza de esta última pieza logra una interpretación para recordar, a pesar de los ruidos de la sala, que supera con mucho profesionalismo. Figueroa completa la paleta de géneros con “Mi canto” (Vittori/Pérez) y “Campereando” (Monchito Merlo).
Los aromas del tiempo del Dúo Bote
Flor Bobadilla y Abel Tesorieri forman el Dúo Bote. La clave para la escucha es que se trata de un dúo que dialoga musicalmente, recreando canciones con una factura impecable. Uno es en tanto el otro está para producir el milagro de la interpretación. Eso lo torna más interesante porque producen énfasis y complicidades que se cuelan en los pliegues de las canciones.
Ella es misionera, él formoseño. Acaban de publicar su disco *Aromas del tiempo* y toman de este material “Allá en Paraná” (polca de R. Sánchez Ojeda-J.C. Meza) que recordamos en la versión de Ramona, contenida en el disco *Auténtica* de 1974, y obvio que para el público local no pasa desapercibido este rescate. También “Sin saber por qué” (Florentín Giménez y Ben Molar), que recordamos en la versión de Mercedes Sosa del disco *La voz de la zafra* de 1962.
Pero también sorprenden con dos polkas cantadas en guaraní: “Mi barquito de esquelita” de Gregorio Pérez Burgos y una que Tesorieri confiesa que la cantaban en su familia: “Ndeve guata Santaní” (Juan Galeano Morel y Federico Molas).
Pocas y medidas palabras fueron necesarias para conquistar a la platea con su cuidada y milimétrica interpretación de clásicos del cancionero del litoral norte argentino.
Sin afectaciones, sin estridencias, Flor va llevando a buen puerto cada canción. Un fraseo impecable acompañado de una gestualidad minimalista son suficientes para mostrar su gran talento, pero también su formación. Una cosa no tapa a la otra; caminan juntas por el delicado hilo de cada pieza que aborda.
Respecto de este regreso a viejas canciones, Flor me dijo unas semanas antes de su presencia en el festival algo clave para comprender sus elecciones y abordajes: “A veces siento que hay que retomarlos (los viejos temas), y hay que descuajeringar un poco y volver al orden, pero no descuajeringar nada sin haber cantado y armado la canción tal cual es”.
En esas piezas hay días vividos, amores inconclusos, despedidas, ríos y remansos; hay personajes que se asoman, tal vez, perplejos en este tiempo, pero conmueven por sus resonancias y porque aún contienen significados que nos llegan justo allí donde termina el hueso.
El dúo de pronto toca “El Moncho” (R. Ayala-P. Giménez) y provoca varios sapucays. La historia es conocida, pero todos recordamos y cantamos esos versos que hablan de aquel paisano muy mentado, no solo en el pago, sino cien leguas a la redonda; que cuando llega al baile no hay guaina que se resista. Y cantan “Camba galleta” (R. Regunaga) del disco *Ysyry* (Agua que corre en guaraní), acá el recuerdo de Rodolfo Regunaga nos emociona.
Chamamé que se eleva
Coqui parte de una premisa muy clara que comparte con el público: “Hay momentos para disfrutar y cantar canciones parados arriba de las sillas, y hay momentos en que nos sentamos a escuchar”. Las dos formas están bien, pero nos invita a sentarnos, escuchar y entrar en conexión con la profundidad que plantean las canciones.
Inmediatamente después, entramos en el diálogo que propicia Coqui y recorremos parte de sus canciones más conocidas: “Flor del agua”, “Para Chaco y Corrientes” (con L. Salinas), “El río pasa y no vuelve” (con letra de Cacho González Vedoya), “El aquerenciado” (con A. Meloni), “Mi país de viento” (Marta Quiles-Cayé Gauna), “Estrella”, y ese genial juego de palabras que plantea “El Suquipuquero”.
Coqui cuenta historias y canta junto al pianista Juan Morra. Ambos logran una complicidad que se agradece. Con la ausencia de recursos escénicos consiguen la emoción de la platea que se deja llevar por el recorrido que plantean.
Tajy- Ale Maraso
Tajy sube a escena con sus talentos y saberes decantados en 11 años de carrera. El trío nos ha acostumbrado a sus sonoridades con un repertorio que alterna lo propio y los clásicos en un equilibrio notable. A lo largo de los años, han planteado desafíos basados en la investigación de nuevas posibilidades expresivas, pero siempre aferrados a sus cantos raigales. Con esa impronta, nos ofrecieron un repertorio con raíz chamamecera: “Vertiginoso gris”, “Marejada”, “Chaco” y “Sapukai Rory”. Después, tres temas con Ale Maraso (que son de su autoría): “Nocturno”, “Flor del Yrupe” y “Luces del Viejo Río”, que incluyeron el contrabajo de Iván Luque y la voz de Cacho González Vedoya.
Es la medianoche del 17 de agosto en la Mariño. En Yapeyú hubo actos oficiales, como en muchos lugares de nuestro país, porque los argentinos recordamos el fallecimiento del padre de la Patria, José de San Martín. En la Mariño también se honró a la patria y a San Martín, porque ambos pueden ser nombrados también en canciones y guitarras.