n Los Pactos de la Moncloa fueron una solución definitiva a la fractura histórica que dividió a España durante el franquismo. Después de prácticamente medio siglo de dominación y tras una sucesión de crímenes, vejaciones y sojuzgamiento de los derechos políticos, la dictadura se despidió del poder con la muerte del “Generalísimo” Francisco Franco, en un contexto de profunda crisis económica que solo pudo ser conjurada con el concurso multisectorial de las fuerzas democráticas.
Para alcanzar el consenso tan ansiado fue necesario un olvido histórico que hasta hoy genera ruidos en la conciencia colectiva. Sino en todos, por lo menos en los sectores que todavía sienten que deberían haberse investigado los abusos cometidos por el falangismo, fruto de un descontento que no pasó de ser una amargura íntima, tolerada por las propias víctimas en nombre de la reconciliación nacional alcanzada en el Palacio de la Moncloa en 1977.
¿Qué le ha enseñado al mundo la concertación española? Que las más duras crisis pueden ser enfrentadas y superadas mediante un diálogo generoso en el que las partes accedan al renunciamiento de viejas reivindicaciones con tal de gestar un futuro venturoso para las generaciones por venir, objetivo que se logró en la península ibérica producto de un acuerdo que no siempre ha sido posible en otras naciones como es el caso de la Argentina.
En este país que es hijo directo de la matriz cultural española en razón de sus orígenes coloniales, la sociedad no toleró el perdón a los mandos militares que consumaron el genocidio de los años de plomo. La dictadura militar argentina no gozó de la misma indulgencia que merecieron los franquistas a partir de la asunción del presidente Adolfo Suárez en España por una razón contundente como es la ausencia más absoluta de legitimidad política, circunstancia que obligó al llamado partido militar a entregar el poder en 1983.
¿Por qué en España sí y en Argentina no? Las razones son numerosas pero vale decir que la astucia de Franco tuvo mucho ver. No en vano se mantuvo en el poder desde 1939 hasta su muerte, en noviembre de 1975, un extenso período en el que pudo reformular su administración mediante decisiones políticas y económicas que le permitieron controlar los resortes del Estado con veleidades imperiales orientadas por un criterio nacionalista e industrialista que fue aceptado por la sociedad.
Tanto fue así que al saber que su final biológico se avecinaba, el propio Franco diseñó la sucesión con afanes de continuidad. Eligió como heredero de su poder omnímodo al futuro rey Juan Carlos de Borbón, quien tomó la responsabilidad de una transición compleja. El concierto internacional de Guerra Fría y la decisión de Estados Unidos de apoyar a Israel en la Guerra del Yom Kipur, en 1973, hizo que los países árabes enrolados en la OPEP (exportadores de petróleo) cerraran sus ductos y boicotearan las economías occidentales. La española entre ellas, dado que ante el inesperado aumento de los combustibles el franquismo decidió contener las tarifas y mejorar los salarios al punto de entrar en una espiral inflacionaria que, al cabo de pocos años, profundizó un grave cuadro social con despidos, destrucción del tejido productivo y pobreza.
La única salida que el flamante monarca Juan Carlos de Borbón pudo encontrar fue la apertura democrática que desembocó en los acuerdos históricos de la Moncloa, por medio de los cuales se contempló un programa de severo ajuste fiscal para bajar la inflación a través de medidas impopulares que nadie pudo impedir pues todas las expresiones políticas habían puesto sus pies en el mismo plato. Entre esas decisiones controversiales se dictó la Ley de Amnistía para el franquismo, un punto medular de la transición que posibilitó los consensos posteriores, sin que nadie -ni siquiera los socialistas que llegarían al poder en los años 80- se atreviera a reabrir los viejos archivos del horror.
¿Estuvo bien o estuvo mal que España cerrara el capítulo dictatorial de su existencia sin castigar a los asesinos y torturadores? Es evidente que después de tanta sangre derramada en el viejo imperio de la Europa renacentista la sociedad necesitaba dar un paso superador que dejara atrás las confrontaciones. Lo que querían era crecer y, a juzgar por los resultados que hoy pueden contemplarse, la amnistía fue positiva para la recuperación del país de García Lorca, Miguel Hernández y tantas otras víctimas del régimen.
Argentina muestra otra realidad. En el caso de la dictadura de Videla, Viola, Galtieri y Bignone, las heridas que dejó el llamado Proceso de Reorganización Nacional no solo fueron lacerantes sino que se apiñaron en un lapso de pocos años a contar desde la actividad guerrillera desatada en las postrimerías del gobierno peronista hasta la Guerra de Malvinas.
Es decir todo eso tan terrible que en España se vivió a lo largo de medio siglo, en la Argentina tuvo lugar en tan solo una década y con una dosis extra de crueldad que incluyó el más gráfico de los delitos de lesa humanidad: la apropiación de bebés cuyas identidades fueron adulteradas por sus captores, en un modus operandi de ejecución constante por cuanto se halla en pleno curso desde el día en que aquellos recién nacidos fueron separados de sus padres.
El gobierno de Raúl Alfonsín, así como los partidos políticos más representativos, avanzaron con una investigación minuciosa de los abusos cometidos por la dictadura y dieron lugar a los juicios a las Juntas Militares. Vinieron también el “Nunca Más” de la Conadep y la cifra de 30.000 desaparecidos, un número simbólico que se patentizó como la síntesis de una reconstrucción episódica dificultada por el pacto de silencio de los verdugos.
Después de los indultos de Menem y de la reapertura de las causas que impulsara Kirchner, ese pacto de silencio se mantiene entre los acusados de delitos contra la humanidad y mantiene encendida una votiva de resentimiento que nubla la mirada de muchos argentinos todavía reticentes a dar vuelta la página. A 50 años de aquellos sucesos sangrientos, la pregunta es si vale la pena mantener la guardia alta frente a un grupo de ancianos decrépitos confinados a perpetuidad.
Esos octogenarios que hoy vuelven a ser el centro de atención por una curiosa visita de diputados libertarios son los mismos que hace medio siglo intentaron combatir fuego con nafta, en una macabra operación de exterminio que marcó el destino del país no solamente en el plano de la violación de derechos humanos, sino en la aplicación de un modelo económico dependiente del arbitrio norteamericano.
Sin embargo, persistir en la doctrina del castigo eterno implica el riesgo de no contemplar el futuro como una oportunidad para demostrar el sentido humanista que la Argentina de hoy necesita como eje aglutinador de jóvenes nacidos y formados en democracia.
Desde esa perspectiva, la polémica sobre si está bien o no visitar a los genocidas suena demodé. Los legisladores no cometieron delito alguno al ingresar a los calabozos, por lo que su accionar se circunscribe al reproche ético. Y si de liberarlos se trata, primero deberían conformarse las mayorías en el Congreso, a ver si existe real voluntad política de sancionar una ley exculpatoria.
Ha pasado el tiempo y las urgencias del momento ni siquiera rozan el antiguo peligro de una recidiva golpista, con lo cual todo debate relacionado con los años 70 y sus fantasmas resulta, cuando menos, improductivo. Muy lejos de aquel infierno, la Argentina de hoy demanda ordenamiento económico y austeridad política, razón fundamental por la cual un candidato ganó la Presidencia portando una motosierra.
Hasta el propio Javier Milei, en algún momento afín a la idea de reclutar a los justificadores del terrorismo de Estado, tomó distancia incluso de su vicepresidenta, Victoria Villarruel, quien sí es acérrima defensora de la teoría de los dos demonios.
Vale decir entonces: si la ultraderecha encarnada por el libertario presidente de los argentinos enfoca su mirada en un porvenir de equilibrio fiscal y desinflación, es hora de que sus adversarios potenciales sigan el ejemplo de los españoles de izquierda que, aun habiendo sido víctimas de la persecución franquista, pronunciaron mensajes como el del poeta Marcos Ana, torturado, encarcelado y condenado a muerte.
Esto dijo Ana en su momento, en respaldo de la Ley de Amnistía para el franquismo: “La única venganza a la que yo aspiro es ver triunfantes los nobles ideales de libertad y justicia social por los que hemos luchado y por los que millares de demócratas españoles perdieron la vida”.