n La ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner publica una carta abierta en la que trata de estúpido al actual presidente. En onda con la misma causticidad verbal el actual jefe de Estado descarga su ametralladora de blasfemias contra todo aquel que le resulte funcional como blanco: ratas, liliputienses, asquerosos keynesianos, son los vocablos utilizados, extraído de un interminable catálogo de terminología escatológica.
Es el debate de los nuevos tiempos, que ya no encuentra escenarios idóneos en los atriles partidarios, ni siquiera en los medios de comunicación que alguna vez proporcionaron el espacio propicio para el intercambio de ideas a través de una herramienta que sirvió a la humanidad como elemental difusor del pensamiento, el conocimiento y las inquietudes que naturalmente los seres humanos expresaron por medio de ese vehículo para llegar a los demás. Hablamos de la prensa, cuya denominación deviene del instrumento que Gutenberg aplicó para estampar la palabra escrita.
Pues ha llegado el momento de admitir que la prensa, tal como era conocida hasta hace una década, ha muerto. La explosión de la virtualidad y el predominio de las redes sociales como disparadoras ya no de la creación sistematizada de los profesionales de la comunicación, sino como fenómeno horizontalizador de la opinión, han llenado todas las vertientes hasta desbordar los viejos cauces del periodismo discernido con una inundación de contenidos inclasificables, heterogéneos, inabarcables e indigestantes.
Hoy cualquiera con acceso a un teléfono inteligente, una tableta o una computadora crea su cuenta de Facebook, Instagram o X para decir lo que le venga en ganas, sin más límites que las propias reglas de moderación aplicadas por las corporaciones que regentean las redes, cuyas escalas de valores se han tornado cada vez más permisivas al punto de tolerar, consentir y facilitar ataques de odiadores que, organizados por un sector determinado, se confabulan para desprestigiar a cualquiera que merezca una cancelación o un escrache.
Como en el macartismo de la Guerra Fría, pero sin el Estado detrás. Es por eso que, de un tiempo a esta parte, los gobiernos comenzaron a encender las alarmas ante la evidencia de que las plataformas digitales se transformaron en riesgosas trepanadoras de la psiquis colectiva con poder de seducción, inducción o dominación. Basta que una comunidad virtual acepte como verídico un hecho que no existió, para que la peor de las injusticias se cometa en nombre de la libertad de expresión.
Hoy en día, el progreso tecnológico de la inteligencia artificial permite armar audios, videos, fotografías y hasta documentos apócrifos que -utilizados por manos inescrupulosas- serán proporcionadas a las masas en forma de posteos divertidos, disfrazados de memes humorísticos y hasta de mensajes holísticos que esconden finalidades espurias como puede ser una estafa piramidal, la incitación a la violencia política, la discriminación racial y la trata de personas.
El peligro de las publicaciones falsas (las llamadas “fake news”) calen hondo en la idiosincrasia de un pueblo puede tener derivaciones impredecibles, capaces de alterar el discernimiento de multitudes que después votan en un sistema democrático pinchado por la astilla de la “no verdad”, que es tomada como elemento de juicio para, por ejemplo, lograr que una sorprendente mayoría británica haya elegido salir de la Unión Europea en la creencia -equivocada- de que al Reino Unido le iría mejor aislado de la potencia económica global que es la sociedad de naciones continentales.
Así como el Brexit es hoy motivo de un arrepentimiento masivo en el antiguo imperio británico, aparecen nuevos ejemplos de la preocupación de los Estados por limitar las redes sociales de forma tal que sus influencias no resulten perniciosas para las democracias occidentales.
Es en este cuadro de situación que se inscribe la reciente detención del creador y CEO de Telegram, Pavel Durov, acusado de facilitar su aplicación (que en varios países de mundo funciona como una red social plena y totaliza más de 9 millones de seguidores) para que se comuniquen organizaciones delictivas relacionadas con el tráfico de drogas, el terrorismo y la pedofilia.
La justicia francesa consideró procedente privar de su libertad al empresario conocido como el “Mark Zuckerberg ruso”, cuyo poder de intervenir en las decisiones de millones de personas lo convirtieron en un potencial enemigo de los poderes institucionalizados en razón de que, en tanto se niegue a facilitar su base de datos, servirá como ducto de comunicación del crimen organizado.
Concretamente, el magnate ruso domiciliado actualmente en Dubai es acusado de desobedecer requisitorias de distintos gobiernos, con lo cual se halla incurso en la misma imputación que mereció en los últimos días el dueño de la red social “X”, Elon Musk, cuya aplicación fue suspendida preventivamente por la Corte Suprema de Brasil.
La pulseada entre la Justicia brasileña y el multimillonario Elon Musk demuestra que los Estados soberanos intentan mantener la potestad de regular la actividad de Internet en general y las redes sociales en particular a pesar de que no hay tratados internacionales que proporcionen marco normativo a determinaciones como la adoptada por el juez Alexandre de Moraes.
Dado que el derecho internacional funciona con carácter recomendatorio en tanto los países no se obliguen a sí mismos mediante tratados, la realidad es que hoy por hoy los dispositivos con que cuentan los gobiernos para hacer valer la soberanía de sus respectivas naciones son obsoletos, burocrático e ineficaces.
El gran desafío de las democracias del siglo XXI es encontrar la forma de respetar la libertad de expresión sin que el universo virtual donde todos dicen de todo con respecto a todos (incluyendo a Cristina y a Milei, por citar el más paragimático ejemplo local) se convierta en un maremágnum de material insultante que eche por tierra los valores de la civilización organizada.
Hoy Brasil, con el fallo de su Tribunal Supremo, busca impedir que la red “X” tergiverse hechos de la realidad para incitar a una intentona golpista como la acaecida el 9 de enero de 2022 en Brasilia, cuando una horda de fanáticos quiso tomar el palacio de gobierno para impedir la asunción de un nuevo presidente.
Cuando el juez de la Corte Alexandre de Moraes intentó aplicar la coerción del Estado mediante multas, Musk cerró su filial brasileña y disolvió sus equipos técnicos, con lo cual incumplió la normativa que exige a las empresas extranjeras mantener al menos un representante legal en el país. Por ese motivo se ordenó el apagón masivo de “X” en la república más extensa y económicamente más poderosa del Cono Sur.
Sin embargo, a Elon la medida le vale madres porque su corporación se las ingenió para burlar las fronteras. ¿Cómo? Gracias a la superioridad tecnológica de su compañía, que pese a la prohibición impuesta por la Corte filtra la señal de “X” gracias otra empresa de su propiedad: la ya popular Starlink, que permite acceder a “X” sin inconvenientes simplemente porque no necesitan de ningún suministro local. Es el propio Elon Musk, con Starlink, quien proporciona conectividad para que los brasileños -sin importar el fallo de la Corte- continúen consumiendo los contenidos de su red fetiche. Como si nada y con todo el menjunje que tanto entretiene, a la vez que desinforma.