En 1933 el vicepresidente Julio Argentino Roca hijo celebró un tratado bilateral con el ministro de Comercio de Gran Bretaña, Walter Runciman, por medio del cual la producción cárnica nacional sería adquirida por el imperio anglosajón a cambio de precios muy mejorados respecto de los promedios de la época. Todo parecía muy bueno hasta que se conoció un requisito clave para convertir al país en un proveedor cautivo de la corona: las vacas, sus carnes y sus derivados serían procesados por empresas inglesas en detrimento de los matarifes locales.
Aquel entendimiento se produjo enmarcado por una democracia ficcional. Regía el llamado “fraude patriótico” y la Concordancia había instalado en el poder al general Agustín P. Justo, un enemigo del ideario de inclusión social proclamado por el radicalismo, que había sido depuesto por las armas, incluida la cárcel para el presidente Yrigoyen en Martín García.
El plan estaba claro y era abandonar la neutralidad que había sostenido el Gobierno argentino durante la Primera Guerra. La meta era alinearse con los británicos y la muerte de Yrigoyen, en ese mismo año 1933, resultó un aliciente para sacar del closet las afinidades anglófilas de Justo, expresadas sin complejos en el acuerdo firmado por “Julito”, como era conocido su compañero de fórmula en razón de un ilustre ascendente: era primogénito del dos veces ex presidente Julio A. Roca.
Hasta allí la historia estática, congelada en el tiempo conforme la visión de distintos autores cuyas obras acaban de despertarse al ser enchufadas por un pendrive de actualidad con la novedad de otro acuerdo comercial, pero entre las administraciones del presidente norteamericano Donald Trump y su confeso admirador Javier Milei, colega de “Mr. President” y celebérrimo defensor del libremercado justo cuando el país del norte cierra su economía con barreras arancelarias para medio mundo, tal como Gran Bretaña hizo hace 100 años, producto de la gran depresión de 1929.
Se dice que al comienzo de la década del 30 del siglo pasado, a Justo no le quedó más remedio que buscar amparo en sus amigos ingleses ante el peligro de que los ganaderos de la Pampa Húmeda se quedasen sin mercados de exportación. Pero era una verdad a medias, justificada por un punto de vista coyuntural que condujo a las autoridades fácticas argentinas a elegir el camino predeterminado por las corporaciones inglesas que ya tenían base en el país.
Tres ejemplos de intereses británicos enraizados en el sistema económico argentino de los años 30: sus presencias se materializaban en el transporte ferroviario, el negocio financiero y la esquilmación de recursos naturales en territorios chacosantafesinos, desertificados con la desaparición de millones de hectáreas de bosques nativos aprovechados (sus taninos) por La Forestal, la irredenta quebrachicida del Litoral norte argentino.
La Argentina, prodigiosamente exuberante en riquezas productivas, sobrevivió a la década infame, pero la observación retrospectiva permitió demostrar el garrafal error geopolítico en el que incurrieron Agustín Pedro Justo y su vicepresidente Roca Junior: decidieron casarse con un imperio en retracción, sin contemplar las posibilidades abiertas en el propio continente.
Porque para ese entonces, las legaciones diplomáticas emitían suficientes señales de que la potencia emergente era Estados Unidos, que con su New Deal no solamente había recuperado en tiempo récord la economía interna a través de la dinamización del consumo local, sino que rápidamente se transformó en dúctil productora de maquinarias, automóviles y tecnología superadora del modelo británico, incluido el rubro armamentístico.
En esos años Franklin Roosevelt, un demócrata liberal que además de haber conducido a los aliados -junto a Churchill y Stalin- al triunfo en la Segunda Guerra Mundial, fue el único presidente norteamericano reelecto en cuatro oportunidades, estaba interesado en comerciar con la Argentina porque la consideraba una nación de peso estratégico en el Cono Sur (como sigue siendo), razón por la cual estimuló posibles intercambios mediante el plan llamado “Política del Buen Vecino”, un programa de confraternización que lo llevó a visitar Buenos Aires en 1936.
El encuentro del presidente estadounidense y del presidente de facto Justo no pasó de los gestos de cortesía protocolar por una razón sencilla: la Argentina se había atado a la bilateralidad con Gran Bretaña, destino del 85 por ciento de su producción ganadera en condiciones que se presumían favorables en el momento, pero que con el correr de las décadas se evidenciaron como la contracara de una oportunidad desaprovechada. En especial cuando la corona a cargo de Isabel II debió aceptar el proceso de descolonización consumado a partir de los acuerdos internacionales de la posguerra, con lo cual el viejo imperio que hasta el siglo XIX había sido dueño de medio mundo, quedó reducido territorialmente a su propia isla y otros dominios remotos como las Malvinas.
A pesar de que Estados Unidos escalaba posiciones en el concierto económico global, la Argentina prefirió no subirse al puente extendido por Roosevelt durante la década del 30, cuando el costo de una asociación continental entre las Américas del Norte y del Sur (y esto es una deducción contrafáctica de quien escribe) no hubiera sido el que más tarde pagó nuestro país para alinearse con los ganadores de la conflagración planetaria. En otras palabras: la ucronía que aquí se plantea se explica como una opción equivocada según la cual la administración de la llamada “Década Infame” eligió ser una subordinada a los designios ingleses en vez de rubricar un entendimiento de complementariedad económico-industrial con el que iba camino a ser una superpotencia.
La Argentina eligió ser súbdita de la vieja monarquía europea en vez de ser un socio de la democracia republicana del Tío Sam en un plano de jerarquía equivalente.
Ahora que Javier Milei se alinea a pies juntillas con el plan de dominación que ejecuta Trump a fuerza de misiles disparados contra presuntas embarcaciones narcos procedentes de Venezuela (aunque nadie probó que tales naves bombardeadas hayan transportado sustancias prohibidas), el rol de potencia declinante le cabe al gobierno de Washington, preocupado por el avance chino en materia de comunicación, capacidad de consumo y productos tecnológicos a bajo costo.
¿Es China la potencia en crecimiento que fue Estados Unidos hace un siglo? Todo indica que sí, en razón de la calidad de vida alcanzada por su población, gobernada por un sistema híbrido que sostiene el horcón originario de partido único (en las formalidades se siguen percibiendo comunistas) pero en simbiosis con las mejores virtudes de un capitalismo expansionista que sin desatender la cuestión social (hay seguro médico y universidades gratuitas) inunda el mercado mundial con autos, celulares, computadoras y chips de alta calidad fabricados con la disciplina de un pueblo milenario afín a los liderazgos monolíticos como el ejercido por Xi Jinping.
En esas condiciones el acuerdo que hace tres días firmó el canciller Pablo Quirno con el secretario de Estado Marco Rubio, implica ventajas arancelarias para algunos productos argentinos, pero no deja de esconder la verdadera finalidad de su esencia: limitar la penetración china para morigerar un proceso de descomposición que hace varias décadas comenzó a corroer el entramado industrial norteamericano.
Desde, por ejemplo, que los emblemáticos autos Chrysler y las poderosas camionetas Ram pasaron a manos del consorcio europeo Stellantis, que a su vez se valió de un joint venture con el fabricante chino Leapmotor para producir vehículos eléctricos, la vieja cultura gendarmeril del Llanero Solitario capaz de imponer el orden global por vía de su musculatura económica, su prodigalidad prestamista y su poderío bélico dejó de ser la única vía para la solución de conflictos transnacionales.
Ahora está China, cada vez más fuerte. Cada vez menos vulnerable a la gestualidad temeraria de un presidente como Donald Trump, cuyas expresiones de superioridad exageradas con el envío del portaaviones “Glenn Ford” a las aguas caribeñas ocultan una debilidad intrínseca frente al método de osmótico de la propagación asiática. ¿Avalará el Congreso Norteamericano una guerra contra la Venezuela de Maduro? ¿Qué harían China y Rusia en ese caso?
Por ahora la jugada trumpiana se reduce a 80 presuntos narcos ajusticiados en aguas internacionales en flagrante violación de tratados sobre derechos humanos, además de ardides como el rescate económico a un excéntrico presidente latinoamericano que dice luchar por la eliminación del Estado que gobierna mientras, incongruente, se mantiene a flote gracias al salvavidas de miles de millones de dólares proporcionados por otro Estado que pretende teledirigir sus relaciones internacionales. Un Estado compelido a profundizar sus influencias geopolíticas para no perder un cada vez más difuso liderazgo mundial.