La exégesis filosófica que intenta explicar la conducta dispersa de la llamada “Generación Z”, propensa a la distracciones pasajeras de Tik Tok, dependiente del placebo digital que entrega videos cortos como una dispensadora de caramelos descompuesta de la que emanan torrentes de dulces gratuitos diseñados para despertar adicciones infantiles, atribuye a los jóvenes nacidos en los últimos 30 años el desapego por las normas de convivencia que sostienen el sistema democrático desde el principio de solidaridad.
Aunque reconoce que los “Z” se muestran preocupados por el medio ambiente y en general valoran la naturaleza, la interpretación superficial de ciertos analistas carentes de autocrítica apunta contra los jóvenes por no esmerarse a la hora de tomar decisiones que, aunque individuales, impactan en lo colectivo, como el ungimiento de gobernantes extremistas, terraplanistas insensibles y anarcocapitalistas crueles.
Los indicios recientes, obtenidos de experimentos políticos como el que vive la Argentina desde 2023, abonan estas teorías que cargan la responsabilidad del desaguisado nacional en los sub 30, principal cantera de votantes mileístas y -por eso mismo- protagonistas de un contrasentido histórico: alumnos de la universidad pública, beneficiados por su gratuidad, eligieron a un presidente que quiere desfinanciarla y -si tuviera la oportunidad- arancelarla o privatizarla.
¿Pero son los jóvenes los malos de la película? ¿O son las víctimas de un sistema de comunicación que a partir del advenimiento de las redes sociales vació de contenidos formativos el universo virtual? Son lo segundo y con un verdugo definido claramente: las corporaciones globales que se las ingeniaron para crear contenidos tan adictivos como las metanfetaminas pero de acceso libre, desregulado y diseñado para controlar a los individuos despersonalizándolos hasta convertirlos en consumidores contumaces de la basura propagada a través de la más sensacional herramienta de acceso al conocimiento y, al mismo tiempo, el más eficaz instrumento de dominación: el smartphone.
El teléfono inteligente vehiculiza el señuelo de las nuevas redes, que dejaron de ser sociales para reconfigurarse como cooptadoras de cerebros e introyectadoras de metamensajes infiltrados para intervenir la autonomía de la voluntad, especialmente de los más jóvenes, los nativos digitales, desconocedores de mundo analógico de los diarios papel, de los debates entre amigos en el bar de la esquina y de la sobremesas con discusiones políticas de sus mayores.
En sus vidas hubo menos libros y más material audiovisual de orígenes desconocidos, subido deliberadamente al mismo tiempo que perdían el ejemplo de sus mayores, también chupados por la aspiradora de la deshumanización de Internet. Porque eso que antes fue una genial fuente de contenidos formativos, hoy se ha reprogramado como un mundo paralelo de posverdades, repleto de imágenes y sonidos manipulados al extremo de que ya no es necesario socializar para pasar el tiempo en la web.
El filósofo argentino Diego Bilinkis en su canal de Youtube advierte que a partir de la irrupción de Tik Tok, inventor del video desconectado para introducirlo como imán de atracción para millones de internautas, los suscriptores de las redes sociales devoran contenidos creados por desconocidos para ganar tráfico, monetizar sus cuentas y hacer dinero fácil. Hoy, solamente el 5 por ciento del material que un usuario de Instagram recibe en sus muros pertenece a familiares o seres queridos. El resto es de nadie. Y cuando digo nadie, el término es taxativo: cada vez más videos son generados por inteligencia artificial conforme algoritmos obtenidos de información aportada por los mismos consumidores.
Dice Bilinkis que ese fenómeno recibió un nombre en inglés que todavía no tiene una traducción literal al castellano: I. A. Slop. El pensador advierte que el significado de tal denominación es variado pero en todos los casos fétido o escatológico. Slop alude a la mugre, al excremento de cerdo y a los vertidos cloacales que afloran cuando las cañerías se tapan de porquerías.
El problema es que cada vez resulta más difícil diferenciar lo que es cierto de la mentira. Lo que ocurrió cuando, por ejemplo, Zora 2, un producto de Google que puede producir videos hiperrealistas con personas o animales en situaciones inverosímiles, le hizo creer a millones que el dueño de OpenAI, Sam Altman, estaba robando en un supermercado.
¿Qué fuentes de noticias respecto de las decisiones y compromisos asumidos por un gobierno son reales y confiables, y cuáles solamente buscan captar la atención para ganar cliqueo y scrolleo a través de títulos sensacionalistas y pseudocrónicas sesgadas? Es cada vez más complejo diferenciar una vertiente confiable de un yacimiento de fakes. Mientras tanto, las horas de vida de un adicto al slop pasan y pasan mientras su dedo pulgar hace correr los videos y su corteza cerebral se aplana, hasta volverse incapaz de enhebrar pensamientos propios, impedido de concentrarse para estudiar, privado del placer de leer y comprender un texto extenso de nivel académico.
El dato que entrega Bilinkis da miedo: un adolescente que no reciba suficiente estímulo analógico en el hogar o la escuela (entiéndase ese estímulo como diálogo con los padres, acceso a los clásicos de la literatura y apetito para abordarlos no por vía de la coerción sino de la seducción) pasa más de siete horas al día mirando videos efímeros en las redes. El resultado es una nueva generación de disfuncionales sociopolíticos. Chicos que votan espasmódicamente porque el horizonte no les ofrece oportunidades y porque ellos mismos, convertidos en carne de cañón de la guerra entre corporaciones digitales, las están dejando pasar como elefantes en un bazar.
La disminución de la calidad democrática que se observa en distintos países del mundo, con el escepticismo de los jóvenes que prefieren no votar porque no hay propuesta que los sacie, tiene relación directa con el consumo de datos basura en las redes “ex sociales”, pero también con la incapacidad para convocarlos que caracteriza a los espacios partidarios y a los foros de discusión comunitaria.
Tontos que sacan a pasear sus perros para que defequen en las veredas sin recoger el producto intestinal de sus mascotas siempre hubo. Pero ahora esas pequeñas conductas irresponsables, divorciadas del más obvio sentido de comunidad, son observadas con resignación, indolencia o -todavía peor- naturalización por los transeúntes que (en sus teléfonos y todo el tiempo) han visto suficiente chatarra virtual vastamente más indignante que la caca de perro suelta.
Los límites que separan lo moralmente aceptable de lo socialmente reprochable se volvieron difusos y no porque la “Generación Z” vote sin meditarlo, sino porque las anteriores generaciones convalidaron los avances tecnológicos sin filtrar lo constructivo de lo nocivo.
¿Hay salida para esta trampa que es la retroalimentación del algoritmo y la inteligencia artificial que redacta, elabora y resuelve con una lógica sintética, aparentemente eficaz pero sin alma? ¿Se puede escapar de la tentación de dejarse llevar por el opio de las redes que ya no son sociales sino antisociales? Existe una única cualidad humana que las máquinas no pueden imitar: la finitud consabida. La certeza de que la muerte es el final de un ciclo y que todo lo conocido, todo lo disfrutado y -también- todo lo desperdiciado- integrarán un balance epilogal que influirá en la paz interior con la que cada persona transitará por el mundo hasta el fin de su existencia.
La oportunidad está al alcance de la mano, pero alguien de la familia tiene que dar el primer paso y proponer -en algún momento del día- guardar el celular en el cajón para leer 20 páginas de “El Principito”. Algún profesor del secundario debe, en cierta instancia del año lectivo- salir a la vereda con sus alumnos para analizar el desenvolvimiento del tránsito y debatir soluciones. Algún político tendría que volver a la plaza para armar una ronda de mate y explicar sus proyectos para mejorar la relación entre empleadores y empleados sin necesidad de que un presidente antiestado les haga creer a sus gobernados que la única salida del estancamiento es quitarle derechos a los vulnerables para que los poderosos concentren todavía más poder.
Porque, al contrario de lo que venden las redes, es posible resolver los problemas de un país sin someter a las clases trabajadoras al vejamen de endeudarse en quinientas mil cuotas para llegar a fin de mes al tiempo que se cierran fábricas, se esfuman empleos y se justifica la explotación humana con la misma escala moral del que deja la mierda en la vereda, para que otros la pisen y la desparramen.