“El desarrollo político es esa conjunción de bienestar material e instituciones políticas que garanticen el equilibrio entre orden y libertad”
Jorge Eduardo Simonetti, “Las zonas oscuras de la democracia (2020)
Los acontecimientos institucionales, políticos, económicos y sociales nos sirven para hallar el hilo conductor que identifique el año con un sello único y diferenciador.
¿Cuál fue el dato esencial de lo público en nuestro país durante 2025? ¿Lo fueron las elecciones, la autocracia ejecutiva, la negociación legislativa, el reparto federal?
Sí, tal vez fue todo eso, pero existe un hilo conductor que enhebra el comportamiento de los actores en cada caso y que determinan la continuidad de una especie de karma argentino: las instituciones públicas y su mal funcionamiento.
Las mismas, incluyendo en ellas los poderes del estado, las provincias, los municipios, los partidos políticos, sirven para regular y absorber conflictos, concebido éstos como el dato central de la política.
El sistema institucional argentino es un dato constitucional de máxima jerarquía. Es un mandato jurídico y civilizatorio del funcionamiento social.
La baja institucionalidad en la Argentina no es un eslogan opositor ni una queja de expertos en derecho constitucional. Es un rasgo persistente del funcionamiento real del poder, una patología estructural que atraviesa gobiernos, signos ideológicos y coyunturas económicas.
Cambian los discursos, los estilos y los protagonistas; lo que no cambia es la fragilidad de las reglas y la tendencia a subordinar las instituciones a la voluntad política del momento.
“Cambian los gobiernos, pero la baja calidad institucional persiste, cuando no se profundiza”.
La institucionalidad no se mide solo por la existencia formal de leyes, tribunales o parlamentos. Se mide por su vigencia efectiva, por la previsibilidad de las decisiones públicas y por la capacidad del sistema para limitar al poder, incluso —y sobre todo— cuando ese poder surge de las urnas. En la Argentina, esa limitación suele ser débil, selectiva o directamente inexistente.
Gobiernos de todo pelaje han formulado su propio relato, es algo normal. Lo que no es normal es la pretensión de imponer un pensamiento hegemónico a la sociedad, dónde el disenso es mal visto y la pluralidad cancelada.
El kirchnerismo, un típico ejemplo de ello, hizo tabla rasa con el pensamiento diverso, castigó a sus detractores e impuso comportamientos legislativos con su mayoría propia.
Hoy, sin esa mayoría, nadie hubiera previsto que el gobierno de Javier Milei encontraría el modo de continuar con el debilitamiento de las instituciones, a través de una metodología tan singular cómo resultadista.
Adicto a su molde ideológico, la gestión de Milei siempre fue por todo, aunque en el camino dejara jirones de la legalidad y de la ética republicana.
Convirtió al parlamento argentino, en un mercado persa dónde todo se compra y todo se vende. Su lema fue: si no lo puedes convencer, cómpralo.
“Convenció” a una quincena de diputados de pasarse de bloque, aún antes de haber asumido, una verdadera estafa electoral. Alcanzó así el carácter de primera minoría en Diputados, lo que le valió la presidencia de la Cámara y mayoría en las comisiones.
En la gestión de los proyectos de ley, como los del Presupuesto 2026 y reforma laboral, no le fue bien, precisamente por ese carácter ambivalente que continuamente demuestra el gobierno libertario: una exitosa metodología del “toma y daca” para obtener votos, a la vez que la reiteración de errores no forzados por esa manía de “ir por todo” sin tener el terreno asegurado.
“El parlamento se convierte en un mercado, dónde todo se compra y todo se vende. Los gobernadores se vuelven gestores antes que generadores de políticas públicas”
La relación con los gobernadores fue, más que institucional, comercial. Tanto son tus votos legislativos, tanto te paso. La caja chica de Milei fueron los ATN.
Hay números que no sólo cuentan: delatan. El reparto de los Aportes del Tesoro Nacional (ATN) durante 2025 es uno de ellos. No porque el instrumento sea nuevo —los ATN siempre fueron discrecionales— sino porque su utilización expuso con nitidez un rasgo central del actual modelo de gobierno: la conversión del federalismo fiscal en herramienta de gobernabilidad parlamentaria.
De ése modo, los gobernadores dejaron de planificar políticas públicas y pasaron a gestionar expectativas ante la Nación. Hacer equilibrio entre las propias convicciones políticas y las conveniencias prácticas. El federalismo dejó de ser un sistema de reglas previsibles para transformarse en una relación de lealtades circunstanciales, donde la caja sustituyó al consenso institucional.
No en vano, los legisladores sancionaron una norma de distribución legal de los ATN, quitándole el grado de discrecionalidad que tiene su distribución. Cómo no podía ser de otra manera, Milei vetó la ley. Obvio, pretendían quitarle su “caja chica”.
El presidente, tal como en el pasado, acentuó la vigencia del federalismo de chequera. Un ATN no se le niega a nadie, siempre que entregue su voto parlamentario. Eso sí: “al enemigo, ni ATN”. La pregunta final no es cuánto se repartió. La pregunta incómoda —y políticamente decisiva— es a cambio de qué.
“Milei persiste en su lógica autoritaria. Ir por todo, vencer con la fuerza del poder o de la caja”
En ese funcionamiento anormal de las instituciones públicas, los partidos políticos pasaron a ser instituciones “demodé”, sin capacidad de fijar reglas de comportamiento ni objetivos políticos. Cada cual negocia a su modo, aún dentro de la misma entidad política.
La baja institucionalidad también explica la intensidad del conflicto político argentino. Cuando no existen canales confiables de mediación, todo se vuelve extremo. Cada ley es presentada como decisiva, cada elección como fundacional, cada adversario como una amenaza. El debate público se empobrece y se vuelve binario, dominado por consignas y descalificaciones antes que por argumentos y procedimientos.
Paradójicamente, este cuadro convive con una fuerte demanda social de orden. Pero esa demanda suele ser mal interpretada por las dirigencias, que responden con más concentración de poder, más decisionismo y menos controles. Sin embargo, la experiencia argentina muestra que el atajo autoritario no fortalece las instituciones: las debilita aún más.
El orden sin reglas no es institucionalidad; es arbitrariedad.