La motosierra es una herramienta utilizada para matar árboles a los que derriba y secciona con fenomenal eficacia. Pero a veces, como Leatherface en la "Masacre de Texas", algún psicópata la utiliza como arma para consumar crímenes atroces que luego alimentan el morbo de las masas en las crónicas policiales de poca monta.
Desde que el presidente Javier Milei ganó las elecciones con una de estas máquinas en sus manos la motosierra despierta sensaciones encontradas. Utilizada como auxiliar de la producción forestal adquiere connotaciones positivas, pero esgrimida ante una multitud de fanáticos cual trofeo subliminal por el hombre más poderoso del mundo, Elon Musk, puede ser interpretada como una amenaza para las naciones inermes cuyos destinos dependen del pulgar de Donald Trump, quien acaba de apoderarse de los recursos naturales de Ucrania ante un Volodimir Selensky reducido al ridículo.
Por consiguiente, la motosierra es también un artilugio político, un símbolo del poder aplicado por un jefe de Estado que va al límite, sin medir las consecuencias de su singular estrategia de marketing: obsequiarle al supermillonario ministro trumpista una "chainsaw" quizás le haya permitido escapar por un tiempo del escándalo "blockchain", pero emite señales confusas por cuanto, en ciertos aspectos psicológicos, flexibiliza los frenos inhibitorios de quienes decodifican ese acto propagandístico como un permiso de imitación.
La cadena de una motosierra está diseñada para seccionar en segundos lo que un hachero montaraz tardaría horas. Para los exégetas de la semiótica mileista, constituye un símbolo de las drásticas amputaciones que el presidente vino a practicar sobre las extremidades del Estado que, sin dudas, gastará menos recursos públicos y se hará más eficiente a la hora de los balances financieros, pero verá reducida su capacidad de acción tanto preventiva como represiva.
Para lograr su meta de recrear la "Argentina potencia" del roquismo, el presidente se apoya en la velocidad mutiladora de la motosierra. En especial contra lo que considera la suma de todos los males: el progresismo, las izquierdas y los pensamientos de cuño socialdemócrata encasillados como "ideología woke", una derivación del término utilizado por la comunidad afrodescendiente en los Estados Unidos segregacionistas del siglo pasado, cuando los perseguidos de piel oscura padecían la opresión del Ku Klux Klan.
Lo que dijo Milei en el foro de Davos es revelador de su pensamiento más dogmático. Describió al wokismo como "un cáncer que debe ser extirpado", metáfora con la cual abrió un debate sobre los métodos para tal procedimiento terapéutico.
En términos médicos, el cáncer y sus metástasis son extraídos del cuerpo humano mediante delicadas prácticas quirúrgicas que requieren de la precisión milimétrica de un bisturí. Si un oncólogo utilizara la motosierra presidencial, el tumor obviamente sería eliminado en un santiamén, pero junto con partes vitales que provocarían la muerte del paciente.
¿Puede ser la muerte del paciente el costo para llegar al déficit cero y estabilizar la economía de su hogar? Para muchos argentinos que votaron este modelo pareciera que ese incompensable daño colateral se justifica con tal de mantener el tipo de cambio. Incluso cuando las consecuencias del ajuste se pueden contemplar en una esquina cualquiera, en escenas lastimosas como la que sigue: un padre de familia, camino al trabajo, espera la luz verde del semáforo mientras observa (con los vidrios levantados y las puertas trabadas) a un grupo de pordioseros abalanzarse como hienas sobre la basura descartada por un supermercado en busca de panes lactales amocosados y salchichas vencidas.
Pero siempre puede ser peor. Imágenes desgarradoras como la del tumulto de hambreados en un vertedero de comida podrida quedan afuera del perímetro noticioso porque otros episodios terriblemente más espantosos superan la ficción del cine gore con sucesos incalificables como el asesinato de la pobre niña Kim, arrastrada hasta morir por un par de descerebrados que medio país quisiera trozar vivos con la motosierra del presidente.
Así volvió a la palestra la idea de reducir la edad punible para conjurar el crimen. Creen que encerrar o incluso ajusticiar a esos malnacidos corroídos por el paco es la solución para terminar con la inseguridad. Pero se equivocan: los asesinos de Kim podrán ser engrillados a perpetuidad en algún depósito de subhumanos irrecuperables, pero en la Argentina de hoy los pibes chorros son mayoría y seguirán ganando las calles por superioridad numérica.
En toda su extensión, especialmente en las orillas donde la violencia intrafamiliar se confabula con la falta de educación y las olas de calor cocinan los pies descalzos de los gurises que deambulan a la siesta, sin destino, el país se convirtió en una fábrica de delincuentes precoces.
Del rancherío de las villas hacinadas, de la favelización conurbanense, emergió una nueva especie amoral, sufriente desde gestaciones indeseadas, privada de ácido fólico, leche y carne.
Son malnacidos en el más estricto sentido de la expresión porque nacieron mal, tísicos, huesudos, subalimentados, abusados salvajemente por padres (o padrastros) desalmados, subdesarrollados mentales sin apetito de progreso, dominados por las adicciones y, finalmente, carne de cañón de hampones coimeros que gobiernan el mercado negro.
Van con el fierro jugados a todo o nada, soldaditos del mal reclutados por las mafias de los desarmaderos que nunca son desbaratadas. Les pagan 500.000 pesos por cada Citroën C3, Peugeot 208 o Renault Sandero que arrebatan de las manos a trabajadores emboscados en las entradas de sus cocheras. A los 15 años son criminales sin sentimientos, despiadados, dispuestos a recibir un balazo en la sien gatillado por algún justiciero que luego recibirá felicitaciones masivas en las redes sociales.
Los nenes asesinos mueren como matan, pero sepultarlos en cajones paupérrimos mientras sus cómplices riegan la tumba con birra y faso no termina con el flagelo de la perfidia juvenil. Al día siguiente sus hermanos menores estarán haciendo exactamente lo mismo, en un ciclo diabólico que se reitera sin solución de continuidad como resultado de un combo explosivo: negligencia familiar, pobreza, desocupación, escolaridad interrumpida y, fundamentalmente, ausencia del Estado que Milei vino a destruir con su motosierra.
El problema es que sin Estado los adolescentes descarriados, lobotomizados congénitos, seguirán abriendo fuego contra las señoras que salen del gimnasio porque así son las cosas en la selva urbana. Y los jubilados que puedan sostener una pistola volverán a dispararle en la panza a un colectivero porque puso música fuerte la noche de Navidad.
Y la especie humana continuará descendiendo a los infiernos de Dante sin encontrar salida, hasta que ya no quede nada más que sangre y muerte.
Como tampoco nada quedará de la Constitución ejemplar que Juan Bautista Alberdi pensó para una Argentina de prosperidad generalizada, una ley suprema que en 1994 incorporó los más enriquecedores tratados del derecho internacional y que -a no olvidarlo- obliga a los gobiernos a respetar la división de poderes que consagrara Montesquieu como sistema superador de las épocas más oscuras de la historia, cuando el más fuerte mataba al más débil para apoderarse de sus bienes, su choza y su becerro. Como ahora.